Mataban animales salvajes y se llevaban de los pueblos y estancias por los que pasaban lo necesario para su avituallamiento. Una noche ya a las puertas de El Paso miraron hacia e1 norte donde los gileños pasaban el invierno y supieron que no irían hacia allí. Acamparon aquella noche en Los Huecos, un grupo de cisternas naturales de piedra en pleno desierto. Las rocas que rodeaban todos los lugares resguardados estaban cubiertas de pinturas antiguas y el juez en seguida se puso a copiar en su cuaderno las que eran más auténticas para llevárselas con él. Eran pinturas de hombres y animales y escenas de caza, y había curiosas aves y mapas arcanos y construcciones de tan singular visión que por sí solas justificaban todos los temores del hombre y las cosas que hay en él. De estos grabados -algunos de colores todavía vivos- los había a cientos y sin embargo el juez iba de uno a otro con determinación, buscando los que necesitaba. Cuando hubo terminado y siendo que aún había luz regresó a cierto saliente de piedra y se sentó un rato y examinó de nuevo la obra que allí había. Luego se levantó y con un pedazo de sílex raspó uno de los dibujos, dejando apenas un espacio pelado en la piedra. Luego cerró su cuaderno y volvió al campamento. Por la mañana partieron hacia el sur. Hablaban poco, pero tampoco discutían entre ellos. Antes de tres días caerían sobre una banda de pacíficos tiguas acampados a orillas del río y no dejarían ni uno solo con vida.
La víspera de aquel día se acuclillaron alrededor de una lumbre que siseaba bajo la llovizna y cargaron balas y cortaron pedazos de taco como si el destino de los aborígenes hubiera sido determinado por una autoridad totalmente distinta. Como si tales destinos estuvieran prefigurados en la roca misma para quienes fueran capaces de interpretarla. Nadie pronunció una palabra en su favor. Toadvine y el chaval hablaron en privado y al partir al mediodía siguiente se situaron a la altura de Bathcat. Cabalgaron en silencio. Esos hijoputas no hacen daño a nadie, dijo Toadvine. El tasmanio le miró. Miró atentamente las letras que llevaba tatuadas en la frente y e1 pelo lacio y grasiento que caía de su cráneo desorejado. Miró el collar de dientes de oro suspendido sobre su pecho. Siguieron adelante.
Llegaron a las proximidades de aquellos pobres pabellones con la última luz del día, subiendo a favor del viento por la orilla meridional del río y oliendo ya el humo de lumbres y vianda. Cuando los primeros perros ladraron Glanton espoleó a su caballo y salieron todos de los árboles y cruzaron el seco breñal con los caballos sacando sus largos cuellos del polvo, anhelantes como perros de caza, y a todo eso los jinetes azuzándolos a golpes de cuarta hacia donde las formas de las mujeres al erguirse de sus tareas dibujaron momentáneas siluetas, rígidas y chatas a contraluz, antes de dar crédito a la realidad de aquel pandemónium polvoriento que se les echaba encima. Se quedaron paralizadas, descalzas, en sus típicos vestidos de algodón crudo. Agarrando cucharones, niños desnudos. A la primera descarga una docena de ellos se desplomó al suelo.
Los demás habían echado a correr, viejos con las manos en alto, niños brincando y parpadeando en medio del tiroteo. Algunos jóvenes salían corriendo con arcos y flechas y eran abatidos y los jinetes fueron por todo el poblado destrozando las cabañas de zarzos y aporreando a sus inquilinos.
Había anochecido hacía rato y la luna estaba alta cuando un grupo de mujeres que habían ido río arriba a secar pescado regresaron a la aldea y recorrieron las ruinas lanzando gritos. Todavía ardían algunas lumbres y los perros correteaban furtivos entre los muertos. Una vieja arrodillada en las renegridas piedras delante de su tienda introdujo unas zarzas en los rescoldos y sopló hasta inventar una llama de las cenizas y empezó a enderezar los cacharros que estaban volcados. A su alrededor los muertos yacían con los cráneos como pólipos húmedos y azulados o como melones luminescentes al fresco de una meseta lunar. En días sucesivos los frágiles jeroglíficos de sangre oscura inscritos en aquellas arenas se agrietarían y desmenuzarían de modo que en el decurso de unos soles todo rastro de la destrucción de aquel pueblo quedaría borrado. El viento del desierto salaría las ruinas y no quedaría nada, ni fantasma ni amanuense, para contar al peregrino que en este lugar vivía gente y en este mismo lugar fueron asesinados.
Los americanos entraron en el pueblo de Carrizal a media tarde del segundo día siguiente, orlados sus caballos con las pestilentes cabelleras de los tiguas. Esta población había quedado prácticamente en ruinas. Muchas de las casas estaban vacías y el presidio se había derrumbado sobre la misma tierra de que estuvo hecho y hasta sus habitantes parecían embobados en virtud de viejos terrores. Observaron con ojos oscuros y solemnes el paso de aquella ensangrentada flota. Los jinetes parecían venidos de un mundo de leyenda y dejaban a su paso una extraña mácula en la retina a modo de imagen continua y el aire que perturbaban era eléctrico y alterado. Pasaron junto a los ruinosos muros del cementerio donde los muertos estaban inhumados en unos nichos y todo el recinto lleno de huesos y cráneos y vasijas rotas como un osario más antiguo. Otras gentes harapientas aparecieron en las calles de polvo y se los quedaron mirando.
Aquella noche acamparon en una colina junto a un manantial de agua caliente entre vestigios de mampostería española y se desvistieron y bajaron como acólitos al agua mientras unas sanguijuelas enormes se alejaban por la arena. Cuando partieron a la mañana siguiente, todavía era oscuro. Se veían cadenas de relámpagos silenciosos más al sur, las montañas destacándose azules y áridas en el vacío. El día despuntó sobre una humosa extensión de desierto cubierta de nubes donde los jinetes pudieron contar cinco diferentes tormentas espaciadas en los confines de la redonda tierra. Cabalgaban sobre pura arena y los caballos tenían tal dificultad para avanzar que los hombres hubieron de apearse y guiarlos a pie, deslomándose por los empinados eskeres en donde el viento batía la piedra pómez de las crestas como si fuera espuma de olas marinas y la arena era ondulada y frágil y no había allí otra cosa que algunos huesos bruñidos. Estuvieron todo el día en las dunas y al atardecer, mientras bajaban de los últimos médanos hacia el llano entre matas de gatuña y espinas de Cristo, componían un ojeroso y apergaminado conjunto de hombres y bestias. Unas arpías alzaron ruidoso vuelo de una mula muerta y viraron al oeste en dirección al sol mientras la compañía se adentraba a pie en la llanura.
Dos noches después vivaqueando en un desfiladero pudieron ver a sus pies las luces distantes de la ciudad. Junto a la pared de esquisto del lado de sotavento mientras el fuego iba y venía con la brisa observaron las farolas que guiñaban en el lecho azul de la noche a casi cincuenta kilómetros de distancia. El juez pasó por delante de ellos. El fuego despedía chispas que el viento se llevaba en volandas. Se sentó entre las escarbadas placas de pizarra que allí había y así permanecieron como seres de una era antigua viendo extinguirse una a una las farolas en la lejanía hasta que la ciudad quedó reducida a un pequeño núcleo de luz que podía haber sido un árbol en llamas o un campamento aislado de viajeros o quizá un fuego imponderable.
Al salir por los portones de madera del palacio del gobernador dos soldados que allí había y que los contaban a medida que iban pasando se adelantaron y agarraron de la cabezada el caballo de Toadvine. Glanton pasó por su derecha y siguió. Toadvine se irguió sobre los estribos.
¡Glanton!
Los jinetes traquetearon hacia la calle. Glanton miró hacia atrás una vez sobrepasada la puerta. Los soldados estaban hablando con Toadvine en español y uno le apuntaba con una escopeta.
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