Trías había tomado ya asiento cuando el juez hizo su aparición pero tan pronto el gobernador le vio se levantó de nuevo y se estrecharon cordialmente la mano y el gobernador le hizo sentar a su derecha y en seguida se pusieron a hablar en una lengua que nadie más en toda aquella estancia hablaba si exceptuamos algún que otro epíteto infame importado de las tierras del norte. El ex cura ocupaba un asiento delante del chaval y levantó las cejas e hizo una seña hacia la cabecera de la mesa volviendo los ojos en aquella dirección. El chaval, que llevaba el primer cuello almidonado de su vida y su primer corbatín, estaba mudo como un maniquí de sastrería.
La cena había alcanzado ya su apogeo y había un doble ir y venir de platos, pescado y aves y buey y caza de la región y un lechón asado y entremeses y bizcochos borrachos y helados y botellas de vino y brandy de los viñedos de El Paso. Hubo variados brindis patrióticos: los edecanes del gobernador brindaron por Washington y Franklin y los americanos respondieron nombrando otros de sus héroes nacionales, ajenos por igual a la diplomacia y al panteón de la república hermana. Se pusieron a comer y continuaron haciéndolo hasta agotar primero el banquete y luego toda la despensa del hotel. Fueron enviados emisarios a toda la ciudad en busca de más material solo para que este se agotara también y hubo que mandar a por más hasta que el cocinero del Riddle formó una barricada en la puerta con su propio cuerpo y los soldados se limitaron a verter sobre la mesa bandejas de pasteles, cortezas de tocino fritas, tablas de quesos: todo lo que encontraban.
El gobernador había dado unos golpecitos a su copa antes de levantarse para hablar en su bien fraseado inglés pero los mercenarios eructaban ebrios y miraban lascivamente a su alrededor mientras pedían más licores y algunos no dejaban de brindar a grito pelado, brindis que degeneraron en ruegos obscenos dirigidos a las putas de diversas ciudades sureñas. El tesorero fue presentado entre vítores, rechiflas y copas levantadas. Glanton se hizo cargo de la larga bolsa de loneta estampada con la cartela del Estado e interrumpiendo sin más al gobernador se levantó y derramó todo el oro sobre la mesa y en medio de un ruidoso dispendio dividió la pila de monedas con la hoja de su cuchillo de forma que cada hombre recibiera la paga acordada sin más ceremonia. Una especie de banda improvisada había iniciado una lúgubre tonada en el salón de baile contiguo donde unas cuantas damas a las que habían hecho venir estaban ya sentadas en bancos adosados a la pared y se abanicaban al parecer sin alarma.
Los americanos desembocaron en el salón de baile de a uno y de a dos y en grupos, sillas retiradas, sillas empujadas y volcadas de cualquier manera. Habían encendido apliques de pared con reflectores de estaño y los celebrantes allí congregados arrojaban sombras en conflicto. Los cazadores de cabelleras miraron sonrientes a las damas, hoscos en sus ropas encogidas, sorbiéndose los dientes, armados de cuchillos y pistolas y con la mirada frenética. El juez estaba entrevistándose con la banda y al poco rato empezó a sonar una cuadrilla. Bandazos y pisotones se sucedieron entonces mientras el juez, afable, galante, guiaba primero a una y luego a otra de las damas con llana delicadeza. Hacia la medianoche el gobernador se había excusado y miembros de la banda habían empezado a retirarse. Un arpista callejero ciego se había subido de puro miedo a la mesa del banquete entre huesos y bandejas y una caterva de putas de aspecto chillón habíase infiltrado en el baile. Pronto se generalizaron los pistoletazos, y el señor Riddle, cónsul estadounidense interino en la ciudad, bajó para reprender a los juerguistas pero se le aconsejó que se marchara. Estallaron peleas. Los hombres empezaban a romper muebles, blandían patas de sillas, candelabros. Dos putas fueron lanzadas contra un aparador y cayeron al suelo en un estrépito de cristales rotos. Jackson, con las pistolas desenfundadas, se lanzó a la calle jurando meterle una bala en el culo a Jesucristo, aquel hijoputa blanco y patilargo. Al alba podía verse en el suelo a borrachines insensatos que roncaban entre charcos de sangre medio seca. Bathcat y el arpista estaban dormidos encima de la mesa el uno en brazos del otro. Un ejército de ladrones iba de puntillas explorando los bolsillos de los que dormían y en mitad de la calle una hoguera sucinta ardía sin llama tras haber consumido buena parte del mobiliario del hotel.
Dichas escenas y escenas como estas se repitieron noche tras noche. Los ciudadanos dirigieron ruegos al gobernador pero el gobernador era como el aprendiz de brujo que podía persuadir al diablillo a que cumpliera su voluntad pero no impedir que siguiera haciendo de las suyas. Los baños se habían convertido en burdeles y ya no había empleados. La fuente de piedra que había en el centro de la plaza se llenaba por la noche de hombres desnudos y ebrios. Las cantinas eran evacuadas como si hubiera un incendio cada vez que aparecía alguno de la compañía y los americanos se encontraban con tabernas fantasma sobre cuyas mesas quedaban vasos y ceniceros de arcilla con cigarros encendidos aún. Entraban y salían a caballo de los sitios y cuando el oro empezó a menguar obligaron a los tenderos a aceptar recibos garabateados en un idioma extranjero por estantes enteros de mercancías. Las tiendas empezaron a cerrar. Aparecieron frases escritas con carbón en las paredes enjalbegadas. Mejor los indios. Al anochecer, las calles quedaban desiertas y no había ya paseos y las muchachas de la ciudad eran encerradas a cal y canto y ya no aparecían más.
El día 15 de agosto se marcharon. Una semana después un grupo de conductores de ganado dijo haber visto a la compañía cercando el pueblo de Coyame ciento veinte kilómetros al nordeste.
Los habitantes de Coyame habían sido sometidos durante varios años a una contribución anual por Gómez y su banda. Cuando Glanton y los suyos entraron a caballo fueron recibidos casi como santos. Las mujeres corrían junto a ellos para tocarles las botas y todo el mundo les hacía regalos de manera que al final cada hombre llevaba sobre el fuste de su silla un fárrago de melones y pasteles y pollos espetados. Cuando partieron tres días después las calles estaban vacías, ni siquiera un perro los siguió hasta las afueras.
Viajaron hacia al nordeste hasta la localidad de Presidio ya en la frontera de Tejas y cruzaron con los caballos y recorrieron las calles chorreando. Un territorio en el que Glanton se exponía a ser arrestado. Partió a solas hacia el desierto y se detuvo sin desmontar y él y el caballo y el perro contemplaron el ondulado chaparral y las minúsculas colinas esteparias y las montañas y el breñal llano que se perdía en la distancia donde seiscientos kilómetros al este estaban la mujer y el hijo a quienes no volvería a ver más. Su sombra fue alargándose ante él sobre el lecho de arena. No quiso seguir. Se había quitado el sombrero para que el viento de la tarde 1e refrescara y finalmente se lo volvió a poner y volvió grupas para regresar a Presidio.
Recorrieron la frontera durante semanas en busca de indicios de los apaches. Desplegados por aquella llanura avanzaban en constante elisión, agentes tonsurados de lo real repartiéndose el mundo que encontraban a su paso, dejando lo que había sido y ya no volvería a ser extinguido por igual a sus espaldas. Jinetes espectrales, pálidos de polvo, anónimos bajo el calor almenado. Por encima de todo parecían ir totalmente a la ventura, primordiales, efímeros, desprovistos de todo orden. Seres surgidos de la roca absoluta y abocados al anonimato y alojados en sus propios espejismos para errar famélicos y condenados y mudos como las gorgonas por los yermos brutales de Gondwanalandia en una época anterior a la nomenclatura cuando cada uno era el todo.
Читать дальше