Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Puede que vengan de allí.

Entonces es mejor ir a por ellos.

Podríamos llevar las cabelleras a Ures.

El fuego barrió el suelo y se alzó otra vez. Hay que ir a por ellos, dijo el juez.

Ganaron el llano de madrugada como el juez había dicho y aquella misma noche vieron la lumbre de los mexicanos reflejada en el cielo más allá de la curva de la tierra. Todo el día siguiente cabalgaron, y cabalgaron también toda la noche, dando bandazos como una agrupación de espásticos mientras dormían en las sillas de montar. La mañana del tercer día vieron la silueta de los jinetes recortada contra el sol en la llanura y de anochecida pudieron contarlos mientras se afanaban por aquel desolado yermo mineral. Cuando el sol salió, las murallas de la ciudad aparecieron pálidas y delgadas treinta kilómetros hacia el este. Descansaron sin desmontar. Los lanceros iban en fila india por el camino varios kilómetros más al sur. No tenía ningún sentido detenerse, como tampoco lo tenía seguir adelante, pero puesto que cabalgaban siguieron cabalgando y los americanos se pusieron en marcha una vez más.

Durante un buen trecho avanzaron casi en paralelo hacia las puertas de la ciudad, los dos grupos ensangrentados y harapientos, los caballos dando tumbos. Glanton les gritó que se rindieran pero los mexicanos no se detuvieron. Desenfudó el rifle. Se arrastraban por el camino como brutos. Detuvo su caballo y el caballo se quedó con las patas abiertas y los flancos subiendo y bajando y Glanton asestó el rifle e hizo fuego.

La mayoría ni siquiera iban armados. Eran nueve y se detuvieron y giraron y luego cargaron por aquel terreno que alternaba roca y matojos y fueron liquidados en cuestión de un minuto.

Los caballos fueron conducidos de vuelta al camino y despojados de las sillas y las guarniciones. Los cuerpos de los muertos fueron desvestidos y sus uniformes incinerados junto con las sillas y demás avíos y los americanos cavaron un hoyo en el camino y los sepultaron en una fosa común, cadáveres desnudos con sus heridas como las víctimas de un experimento quirúrgico tendidos en el fondo del hoyo mirando sin ver al cielo del desierto mientras les echaban tierra encima. Pisotearon el lugar con los cascos de sus caballos hasta que apenas quedó rastro de la sepultura y las llaves de fusil, hojas de sable y argollas de brida fueron sacados de las cenizas y enterrados a cierta distancia y los caballos sin jinete ahuyentados hacia el desierto y al anochecer el viento se llevó las cenizas y el viento sopló ya entrada la noche y aventó los últimos leños humeantes y arrastró una última y frágil corriente de pavesas fugitivas como chispa de pedernal hacia la unánime oscuridad del mundo.

Entraron en la ciudad ojerosos e inmundos y apestando a la sangre de los ciudadanos para cuya protección habían sido contratados. Las cabelleras de los aldeanos muertos fueron aseguradas a las ventanas de la casa del gobernador y los partisanos cobraron de las ya exhaustas arcas y la sociedad fue desmantelada y la recompensa abolida. Partieron de la ciudad y antes de transcurrida una semana la cabeza de Glanton ya tenía precio: ocho mil pesos. Tomaron el camino que iba al norte como habría hecho cualquier grupo que se dirigiera a El Paso pero antes de perder de vista la ciudad hicieron girar al oeste a sus trágicas monturas y pusieron rumbo arrebatados y casi cándidos hacia el rojo fenecimiento de aquel día, hacia las tierras vespertinas y el pandemónium del sol en lontananza.

XIV

Tormentas de montaña

Tierras quemadas, tierras despobladas – Jesús María

La posada - Tenderos - Una bodega - El violinista

El cura - Las Animas - La procesión

Cazando las almas – Glanton sufre un acceso

Perros en venta - El juez prestidigitador

La bandera - Un tiroteo - Exodo - La recua

Sangre y mercurio - En el vado - Jackson, repuesto

La selva - Un herbolario - El juez recoge especímenes

Su punto de vista de cientifico - Ures - El populacho

Los pordioseros – Un fandango - Perros parias

Glanton y el juez.

Muy al norte la lluvia había sacado zarcillos negros a los cúmulos como trazas de negro de humo caídas en el vaso de una mariposa y por la noche pudieron oír el rumor de la lluvia a varios kilómetros de distancia en la pradera. Escalaron una pendiente escabrosa y los relámpagos definían las temblorosas montañas distantes y los relámpagos hacían vibrar las piedras y copetes de un fuego azul se pegaban a los caballos como espíritus incandescentes que no se dejaban ahuyentar. Luces de fundición corrían por el metal de los arneses, luces azules y líquidas también en los cañones de las armas. Liebres enloquecidas echaban a correr y se detenían en el resplandor azulado y allá arriba entre los sonoros peñascos unos milanos se atrincheraban en sus plumas o abrían medio ojo amarillo a la tormenta que descargaba a sus pies.

Cabalgaron bajo la lluvia durante días y cabalgaron con lluvia y granizo y todavía más lluvia. A la luz gris de la tormenta cruzaron una llanura anegada donde las larguiruchas formas de los caballos se reflejaban en el agua entre nubes y montañas y los jinetes cabalgaban desfallecidos y acertadamente escépticos respecto de las ciudades que rielaban a orillas de aquel vasto mar por donde andaban milagrosos. Subieron a través de prados ondulantes donde los pájaros huían asustados gorjeando en el viento y un ratonero alzó pesadamente el vuelo entre unos huesos haciendo fup fup fup con sus alas como un juguete pendiendo de un cordel y en el largo ocaso rojo las cortinas de agua allá en el llano parecían balsas de marea de sangre primordial.

Cruzaron un prado alfombrado de flores silvestres, acres de dorada hierba cana y de zinia y de genciana púrpura y enredaderas silvestres de campanilla azul y una extensa llanura de variados capullos que se extendía como un estampado de zaraza hasta las prietas cornisas periféricas azules de calina y las diamantinas sierras surgiendo de la nada como lomos de bestias marinas en una aurora devoniana. Llovía otra vez y marchaban encogidos en chubasqueros cortados de pellejas grasas a medio curtir y encapuchados así con estas pieles primitivas haciendo frente a la lluvia gris y pertinaz parecían guardianes de alguna oscura secta enviados a hacer proselitismo entre las bestias de la tierra. La región que se extendía ante ellos estaba inmersa en nubes y tiniebla. El sol se puso y no hizo luna y hacia el oeste las montañas no dejaban de estremecerse en un crepitar de cuadros y llameaban hasta ser devueltas a la oscuridad y la lluvia siseaba en el ciego país nocturno. Subieron hacia las estribaciones entre pinos y roca viva y subieron entre enebros y píceas y los raros aloes gigantes y los altos tallos de las yucas con sus pálidos pétalos silenciosos y sobrenaturales entre los árboles de hoja perenne.

Por la noche siguieron un torrente de montaña en una garganta virgen atascada de rocas musgosas y pasaron bajo oscuras grutas de donde goteaba y salpicaba un agua que sabía a hierro y vieron los filamentos plateados de unas cascadas que se dividían en la pared de cerros distantes y parecían signos y portentos de los cielos mismos, tan oscura era la tierra de sus orígenes. Cruzaron un bosque destruido por el fuego y cabalgaron por una región de rocas hendidas donde unos enormes bloques yacían partidos en dos con sus lisas caras descentradas y en las pendientes de aquel terreno ferroso viejos senderos abiertos por el fuego y esqueletos renegridos de árboles asesinados en las tormentas. Al día siguiente empezaron a ver acebos y robles, bosques de frondosas muy parecidos a los que habían abandonado en su juventud. En las oquedades de la pendiente norte el granizo estaba asentado como tectitas entre las hojas y las noches eran frías. Viajaron por aquellas tierras altas adentrándose aún más en las montañas donde las tormentas tenían su guarida, una región estruendosa donde llamas blancas corrían por los picos y la tierra despedía el olor a quemado del pedernal roto. De noche los lobos les llamaban desde los oscuros bosques del orbe inferior como si fueran amigos del hombre y el perro de Glanton trotaba gimiendo entre las patas en perpetua articulación de los caballos.

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