Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Nueve días después de partir de Chihuahua traspasaron una cañada e iniciaron el descenso por una pista tallada en la imponente pared de un farallón situado a mil metros sobre las nubes. Un gran mamut de piedra observaba al acecho desde aquella escarpa gris. Fueron pasando en fila india. Cruzaron un túnel labrado en la roca y al salir vieron los tejados de una población asentada en un congosto.

Descendieron por pedregosos toboganes y cruzaron lechos de arroyos donde pequeñas truchas se erguían sobre sus desvaídas aletas para estudiar los hocicos de los caballos que bebían. Cortinas de niebla que olían y sabían a metal llegaban del congosto y los envolvían para luego perderse en el bosque. Atravesaron el vado y siguieron el rastro y a las tres de la tarde entraban en el viejo pueblo de piedra de Jesús María bajo una llovizna persistente.

Avanzaron repicando sobre los mojados adoquines a los que las hojas habían quedado pegadas y cruzaron un puente de piedra y enfilaron la calle bajo los chorreantes aleros de los edificios con balcones y enseguida una torrentera que atravesaba el pueblo. Habían practicado pequeños bocartes en las rocas pulimentadas del río y en las colinas que dominaban el pueblo había un sinfín de túneles y andamiajes y desmontes y relaves. La abigarrada aparición de los jinetes fue anunciada por unos cuantos perros calados que sesteaban en los portales y la compañía torció por una calle estrecha y se detuvo enfrente de una posada.

Glanton dio unos golpes a la puerta y la puerta se entreabrió y apareció un muchacho. Salió después una mujer y los miró y volvió a entrar. Finalmente un hombre fue a abrirles la verja. Estaba un poco borracho y esperó en el portal mientras los jinetes entraban uno detrás de otro al pequeño patio inundado y cuando todos estuvieron dentro cerró la verja.

En la mañana sin lluvia salieron a la calle, andrajosos, pestilentes, adornados de partes humanas como los caníbales. Llevaban las enormes pistolas metidas en el cinto y las pieles cochambrosas con que iban vestidos estaban sucias de la sangre y el humo y la pólvora. Había salido el sol y las ancianas que arrodilladas con bayeta y cubo limpiaban las piedras frente a los comercios se volvían para mirarlos y los tenderos les daban unos cautelosos buenos días mientras sacaban su género. Los americanos eran extraña clientela para aquella clase de tiendas. Se quedaban en el umbral mirando las jaulas de mimbre con pinzones dentro y los descarados loros verdes que se aguantaban en una pata y graznaban desasosegados. Había ristras de fruta seca y de pimientos y artículos de hojalata que colgaban como campanillas y había pieles de cerdo llenas de pulque balanceándose de las vigas como marranos cebados en el corral de un matarife. Pidieron unos vasos. En ese momento un violinista fue a aposentarse en un umbral de piedra y se puso a tocar una canción morisca y cuantos pasaban por allí camino de sus recados matinales no dejaban de mirar a aquellos pálidos y rancios gigantes.

A mediodía encontraron una bodega regentada por un tal Frank Carroll, un garito de techo bajo antaño cuadra cuyas puertas permanecían abiertas hacia la calle para dejar entrar un poco de luz. El violinista los había seguido con lo que parecía ser una gran tristeza y tomó posiciones junto a la puerta, lo que le permitía ver cómo bebían los extranjeros y cómo dejaban sus doblones de oro sobre el mostrador. En el portal había un viejo tomando el sol y el viejo se inclinó hacia el ruidoso interior con una trompetilla de cuerno de cabra, asintiendo como en señal de aquiescencia pese a que no se habló en ningún idioma que él pudiera entender.

El juez había reparado en el músico y dio una voz y le lanzó una moneda que repicó en las piedras de la calle. El violinista la examinó como si pudiera no valer nada y se la guardó entre la ropa y se ajustó el instrumento bajo la barbilla y atacó una tonada que ya era antigua entre los que hablaban castellano de España de doscientos años atrás. El juez salió al vano iluminado por el sol y ejecutó una serie de pasos con extraña precisión y se habría dicho que el violinista y él eran ministriles extranjeros que habían coincidido casualmente en aquella ciudad medieval. El juez se quitó el sombrero y dedicó una reverencia a dos damas que habían dado un rodeo para evitar el garito y luego hizo alocadas piruetas sobre sus pies menudos y vertió un poco de pulque de su vaso en la trompetilla del viejo. Este tapó rápidamente el cuerno con la yema del pulgar y lo sostuvo ante él con mucho cuidado barrenándose la oreja con un dedo. Después bebió.

Al anochecer las calles se llenaron de lunáticos entontecidos que se tambaleaban y maldecían y disparaban a las campanas de la iglesia en una cencerrada impía hasta que salió el cura portando ante él al Cristo crucificado y exhortándolos con latinajos. El hombre fue apaleado y zarandeado obscenamente y le tiraron monedas de oro con él en el suelo aferrado a su cruz. Cuando se levantó no quiso coger las monedas hasta que unos niños corrieron a reunirlas y entonces les ordenó que se las entregaran mientras los bárbaros vociferaban y brindaban por él.

La gente fue desfilando, la calle quedó vacía. Algunos americanos se habían metido en las frías aguas del torrente y estaban chapoteando y subieron empapados a la calle y quedaron sombríos y humeantes y apocalípticos a la media luz de las farolas. Hacía frío y recorrieron la adoquinada población despidiendo vapor como ogros de cuento y se había puesto a llover otra vez.

El día siguiente era la festividad de las Ánimas y hubo una procesión por las calles con una carreta tirada por caballos que portaba un Cristo de tosca factura en un catafalco viejo y manchado. Detrás iba el grupo de acólitos laicos, el cura iba delante haciendo sonar una campanilla. Una cofradía descalza vestida de negro marchaba al final portando cetros de hierbas. El Cristo pasó bamboleándose, pobre figura de paja con la cabeza y los pies tallados. Lucía una corona de escaramujo y unas gotas de sangre pintadas en la frente y lágrimas de color azul en sus cuarteadas mejillas de madera. Los lugareños se arrodillaban y santiguaban y los había que se aproximaban para tocar el manto de la figura y besarle los dedos. La comitiva fue pasando y los niños sentados en los portales comían calaveras de pastel y observaban el desfile y la lluvia en la calle.

El juez estaba a solas en la cantina. También él estaba viendo llover con los ojos menudos de su enorme rostro pelado. Se había llenado los bolsillos de calaveras de caramelo y estaba sentado junto a la puerta ofreciéndolas a los niños que pasaban bajo los aleros pero ellos se alejaban asustados como potrillos.

Por la tarde grupos de lugareños bajaron del cementerio por el lado de la colina y ya de anochecida con velas o fanales aparecieron de nuevo y subieron a la iglesia para rezar. Era casi imposible no cruzarse con grupos de americanos temulentos y aquellos roñosos visitantes se quitaban el sombrero con torpeza y se tambaleaban y reían y hacían proposiciones obscenas a las chicas. Carroll había cerrado su sórdido bar al atardecer pero lo volvió a abrir para que no le desfondaran las puertas. Era ya de noche cuando llegó un grupo de jinetes que se dirigía a California, todo ellos al borde de la extenuación. Pero antes de transcurrida una hora partían de nuevo. A medianoche, cuando se decía que las almas de los muertos rondaban por allí, los cazadores de cabelleras volvían a estar en la calle chillando y disparando a pesar de la lluvia y de la muerte y aquello se prolongó esporádicamente hasta el amanecer.

Al mediodía siguiente Glanton tuvo una especie de acceso debido a su embriaguez y se precipitó desgreñado y loco a un pequeño patio y empezó a abrir fuego con sus pistolas. Por la tarde estaba atado a su cama como un demente y el juez le hacía compañía y le refrescaba la frente con trapos húmedos y le hablaba en voz baja. Mientras, otras voces se oían en las empinadas laderas. Había desaparecido una niña y grupos de ciudadanos habían salido a registrar los pozos de mina. Al poco rato Glanton se durmió y el juez se levantó y salió a la calle.

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