Encontraron la senda del grupo con la primera luz y al anochecer del día siguiente los habían alcanzado. El poni del guerrero ausente estaba ensillado con los caballos de repuesto y bajaron las alforjas y se repartieron sus pertenencias y ya nadie volvió a mencionar el nombre del desaparecido. Por la noche el juez fue a sentarse con ellos junto a la lumbre y les interrogó y dibujó un mapa en el suelo y lo examinó. Luego se puso de pie y lo borró con sus botas y por la mañana se pusieron todos en camino como si nada hubiera pasado.
El camino les llevó entre robles y encinas enanos y por un terreno pedregoso en las vetas de cuyas pendientes crecían árboles negros. Cabalgaron a pleno sol entre la hierba alta y por la tarde llegaron a una escarpa que tal parecía el margen del mundo conocido. Hacia el nordeste la llanura de San Agustín llameaba en la luz cada vez más pálida, la tierra silenciosa difuminándose en su larga curvatura bajo el telar de humo de los depósitos subterráneos de carbón que ardían allí desde hacía mil años. Los caballos recorrieron cautelosos el filo de la escarpa y los jinetes miraron con variadas expresiones aquella tierra vetusta y desnuda.
En días sucesivos atravesarían una región en donde las piedras podían asarte la carne de las manos y donde todo era roca. Cabalgaron en estrecha enfilada por una senda que era una alfombra de bolas de excrementos de cabra secos y cabalgaron apartando la cara de la pared de roca y del aire abrasador que despedía, estarcidas en la piedra las encorvadas siluetas negras de los montadores con una definición a la vez austera e implacable como formas capaces de violar su convenio con la carne que las había creado y continuar autónomas su camino sobre la roca desnuda sin encomendarse a sol, hombre ni dios.
Descendieron de aquella región por una profunda garganta, repiqueteando sobre las piedras, claros de fresca sombra azul. En la arena reseca del lecho del arroyo huesos viejos y restos de vasijas pintadas y grabados en la roca sobre sus cabezas pictogramas de caballos y pumas y tortugas y españoles a caballo con casco y adarga y desdeñosos de la piedra y del silencio y hasta del tiempo. Alojados en grietas y fallas un centenar de metros más arriba había nidos de paja y echazones de inundaciones antiguas y los jinetes oyeron el murmullo del trueno en la anónima lejanía y prestaron atención al estrecho pedazo de cielo que veían en espera de que una repentina oscuridad anunciara lluvia inminente, zigzagueando entre los prietos flancos del cañón, las piedras blancas de cuyo río seco eran redondas y lisas como huevos arcanos.
Acamparon aquella noche en las ruinas de una cultura antigua, un pequeño valle donde había un cauce de agua clara y buena hierba de montaña. Las viviendas de barro y piedra quedaban tapiadas por un peñasco que sobresalía sobre ellas y todo el valle estaba surcado por restos de viejas acequias. En la arena suelta había multitud de fragmentos de cerámica y trozos de madera renegridos y huellas de venados y otros animales lo cruzaban y volvían a cruzar en todas direcciones.
El juez recorrió las ruinas al atardecer. Las antiguas habitaciones estaban aún negras de humo de leña y entre las cenizas y las mazorcas secas había viejos pedernales y cacharros rotos. Varias escalas podridas de madera apoyadas aún en las paredes de las viviendas. Vagó por los kivas (kivas: aposentos grandes, normalmente usbterráneos, utilizados para ceremonias religiosas en ciertas aldeas indias. N. del T.) recogiendo pequeños artefactos y luego se sentó en un muro alto y estuvo escribiendo en su cuaderno hasta que oscureció.
La luna se elevó llena sobre el cañón y un silencio absoluto reinó en el pequeño valle. Tal vez eran sus propias sombras lo que mantenía alejados a los coyotes, pues no se los oía, como tampoco se oía viento ni pájaros en aquel paraje, tan solo el correr del riachuelo por la arena allí donde terminaba el trecho iluminado por las lumbres.
A lo largo del día el juez había hecho varias incursiones a las rocas de la garganta por la que habían pasado y ahora acababa de extender en el suelo parte de un toldo de carro y estaba clasificando sus hallazgos y ordenándolos frente a la lumbre. En su regazo tenía el cuaderno de piel y fue cogiendo cada cosa, pedernal o cerámica o herramienta o hueso, y dibujándolos aplicadamente en su libro. Dibujaba con gran naturalidad y no se le vio arrugar aquella frente pelada ni fruncir aquellos labios extrañamente infantiles. Las yemas de sus dedos recorrieron el contorno de un mimbre antiguo adherido a un fragmento de arcilla cocida y lo plasmó también en su cuaderno con bonitos sombreados y gran economía de trazos. Es dibujante como es otras muchas cosas, y su destreza queda siempre en evidencia. De vez en cuando dirige la vista al fuego o a sus compañeros de armas o a la noche. Para terminar colocó ante él el escarpe de una armadura fabricada en algún taller de Toledo tres siglos atrás, un pequeño tapadero metálico frágil y comido por el verdín. De esto hizo el juez un croquis de perfil y en perspectiva, rotulando las dimensiones con su pulcra letra, haciendo anotaciones al margen.
Glanton le observaba. Cuando hubo terminado cogió el escarpe y lo examinó una vez más atentamente y luego hizo con él una pelota de chapa y lo arrojó al fuego. Reunió los otros artefactos y los lanzó también a las llamas y sacudió el toldo y lo guardó doblado junto con el cuaderno entre sus bártulos. Luego se sentó con las manos ahuecadas en el regazo y aparentemente satisfecho con el mundo, como si se le hubiera consultado a él en el momento de su creación.
Un tal Webster oriundo de Tennessee había estado mirando al juez y le preguntó qué se proponía hacer con todas aquellas notas y bocetos y el juez sonrió y le dijo que su intención era borrarlo todo de la memoria del género humano. Webster sonrió y el juez soltó una carcajada. Webster le miró de soslayo y dijo: Está claro que alguna vez has sido dibujante, esos dibujos se parecen bastante al original. Pero nadie puede meter todo el mundo dentro de un libro. Como tampoco nada de lo que sale dibujado en un libro es como aparece.
Bien dicho, Marcus, le espetó el juez.
Pero a mí no me dibujes, dijo Webster. Yo no quiero estar en tu libro.
El mío o el de cualquier otro, dijo el juez. Lo que ha de ser no se desvía ni una pizca del libro en que está escrito. ¿Cómo podría? Sería un libro falso, y un libro falso no es libro ni es nada.
Eres muy diestro planteando enigmas y no voy a medirme contigo a palabras. Pero procura que mi abollada jeta no aparezca en ese cuaderno porque no me gustaría que lo fueras enseñando a desconocidos.
El juez sonrió. Esté o no esté en mi libro, cada hombre reside temporalmente en su prójimo y este en aquel y así sucesivamente en una infinita cadena de ser y de testigo hasta los más remotos confines del mundo.
Prefiero ser yo mi propio testigo, dijo Webster, pero los demás habían empezado ya a echarle en cara su engreimiento, y además quién quería ver su maldito retrato y acaso pensaba que habría peleas para verlo el día que lo descubrieran y que quizá acabarían embreando el retrato a falta del original. Hasta que el juez levantó la mano y pidió una tregua y les dijo que los sentimientos de Webster iban por otro camino, que no estaban motivados por la vanidad y que una vez había retratado a un viejo indio hueco sin darse cuenta de que así encadenaba al hombre a su propia representación. Y es que no podía dormir por miedo a que un enemigo se llevara el retrato y lo desfigurara y tan fiel era el retrato que no soportaba la idea de que alguien lo arrugara o se lo pudiera tocar y atravesó con él el desierto en busca del paradero del juez y le pidió consejo sobre cómo preservar aquel objeto y el juez se lo llevó a las montañas y enterraron el retrato en el fondo de una cueva donde todavía debía de estar, que eluez supiera.
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