Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Webster escupió al oír aquello y se secó la boca y observó de nuevo al juez. Ese hombre, dijo, no era más que un salvaje ignorante y pagano.

En efecto, dijo el juez.

No es mi caso.

Excelente, dijo el juez, alcanzando su portamanteo. Entonces no te importa que te dibuje…

Me niego a posar para un retrato, dijo Webster. Pero no es lo que tú dices.

La compañía guardaba silencio. Alguien se levantó para avivar el fuego y la luna subió y se hizo pequeña sobre las ruinas y el riachuelo que entreveraba la arena en el lecho del valle brilló como el metal forjado y salvo el sonido que aquel producía no se oía nada más.

Juez, ¿cómo eran los indios de estos andurriales?

El juez levantó la vista.

Indios muertos diría yo. ¿Y tú, juez?

No tan muertos.

Como albañiles no eran del todo malos. Los salvajes que ahora viven por estos pagos no tienen ni idea.

No tan muertos, repitió el juez. Luego les contó otra historia y es la que sigue.

En la región occidental de los Alleghanys, cuando todavía era una tierra virgen, vivía hace años un hombre que tenía una guarnicionería al pie de la carretera federal. Su oficio era guarnicionero y de ahí el taller, mas apenas le sacaba partido, ya que por aquel pasaje pasaban pocos viajeros a caballo. Tan es así que adoptó la costumbre de disfrazarse de indio y apostarse unos kilómetros más arriba de su taller esperando a que pasara algún transeúnte para pedirle dinero. Hasta entonces nunca había hecho daño a nadie.

Un día acertó a pasar un hombre y el guarnicionero salió de detrás de un árbol con sus abalorios y sus plumas y le pidió unas monedas. El hombre era joven y se negó y adivinando que el guarnicionero era blanco le habló de un modo que hizo enrojecer de vergüenza al falso indio hasta el punto de que invitó al joven a que lo acompañara hasta su casa.

El guarnicionero vivía en una cabaña de madera que había construido él mismo y tenía esposa y dos hijos todos los cuales le tenían por loco y solo esperaban la oportunidad de huir de él y de aquel paraje inhóspito adonde los había llevado. Así que acogieron con agrado al huésped y la mujer le dio de cenar. Pero mientras comía, el viejo empezó a insistir otra vez para sacarle algún dinero y dijo que eran pobres como en efecto lo eran y el viajero le escuchó y luego sacó dos monedas que el viejo no había visto jamás y el viejo las cogió y las examinó y se las enseñó a su hijo varón y el joven terminó de cenar y le dijo que podía quedarse con las dos.

Pero la ingratitud abunda más de lo que os imagináis y, como no estaba satisfecho, el guarnicionero empezó a preguntarle si no tendría por casualidad otra moneda de aquellas para su esposa. El viajero apartó su plato y se encaró al viejo y le soltó un discurso y en aquel discurso el viejo oyó cosas que ya sabía pero había olvidado y oyó cosas nuevas que ligaban con las primeras. El viajero concluyó diciéndole al viejo que estaba perdido tanto para Dios como para los hombres y que no dejaría de estarlo mientras no aceptara a su hermano en su corazón como si fuera él mismo y no acudiera en auxilio de sus semejantes en algún lugar desértico del ancho mundo.

Mientras terminaba su alocución pasó por el camino un negro tirando de un coche fúnebre que transportaba a uno de su raza y el coche estaba pintado de rosa y el negro iba vestido con prendas de colores como un payaso de feria y el joven señaló a aquel negro que pasaba y dijo que incluso un negro tan negro…

Aquí el juez hizo una pausa. Había estado mirando fijamente la lumbre y levantó la cabeza y echó una ojeada en derredor. Su narración tenía mucho de recital. No había perdido el hilo de su relato. Sonrió a los que le estaban escuchando.

Dijo que incluso un maldito negro como aquel no era menos hombre entre los hombres. Y entonces el hijo del guarnicionero se levantó y se puso a orar, señalando hacia el camino y reclamando que se le hiciera un sitio al negro. Con estas palabras. Que se le hiciera un sitio. Como es natural, a estas alturas negro y coche fúnebre habían pasado de largo.

Ante esto el viejo se arrepintió de nuevo y juró que el muchacho tenía razón y la madre que estaba junto a la lumbre no daba crédito a sus oídos y cuando el viajero anunció que había llegado el momento de partir ella tenía lágrimas en los ojos y la niña salió de detrás de la cama y se agarró a las piernas del joven.

El viejo se brindó a acompañarlo un trecho para desearle buen viaje y asesorarle sobre cuál dirección tomar y cuál no, pues apenas había postes indicadores en aquella parte del mundo.

Por el camino le habló de la vida en aquel lugar salvaje donde uno veía a gente a la que no volvía a ver nunca más y en esas llegaron al cruce y allí el viajero le dijo al viejo que ya le había acompañado bastante y le dio las gracias y se despidieron el uno del otro y el desconocido siguió su camino. Pero el guarnicionero parecía incapaz de resignarse a perder su compañía y le llamó y le acompañó un trecho más. Y al poco rato llegaron a un lugar donde el camino atravesaba un frondoso bosque y en aquel lugar sombrío el viejo mató al viajero. Le mató con una piedra y le cogió la ropa y el reloj y el dinero y lo enterró junto al camino en una tumba poco honda. Luego volvió a su casa.

De camino se desgarró la ropa y se hizo sangre con un pedernal y le explicó a su mujer que unos ladrones los habían asaltado y que habían asesinado al viajero y solamente él había podido escapar. La mujer rompió a llorar y al cabo de un rato hizo que la llevara al lugar de los hechos y cogió unas primaveras silvestres que allí cecían en abundancia y las puso sobre la tumba y volvió muchas veces a aquel paraje hasta que ya no pudo andar.

El guarnicionero vivió para ver crecido a su hijo y nunca más volvió a hacer daño a nadie. En su lecho de muerte le llamó y le contó lo que había hecho. Y el hijo dijo que le perdonaba si es que a él le correspondía hacerlo y el viejo dijo que así era y luego murió.

Pero el joven no lo lamentó pues estaba celoso del muerto y antes de marcharse fue a visitar la tumba y retiró las piedras y sacó los huesos y los esparció por el bosque y luego se fue. Se fue al oeste y él mismo se convertiría en un asesino.

La vieja aún vivía por entonces y como no tenía conocimiento de lo que había pasado pensó que los animales salvajes habrían desenterrado los huesos dejándolos esparcidos por allí. Puede que no encontrara todos los huesos pero los que sí encontró los devolvió a la sepultura y luego los cubrió y apiló las piedras encima y siguió llevando flores a aquel lugar. Siendo ya muy vieja decía a la gente que el que estaba allí enterrado era su hijo y para entonces tal vez era así.

Aquí el juez levantó la vista, risueño. Se produjo un silencio y en seguida empezaron todos a expresar a gritos sus discrepancias.

No era guarnicionero sino zapatero, gritó uno, y al final se demostró que él no lo había hecho.

Y otro: No vivía en ningún despoblado, tenía un taller en el centro mismo de Cumberland, Maryland.

Nunca se supo de quién eran aquellos huesos. La vieja estaba loca, eso lo sabía todo quisque.

El del ataúd era hermano mío y trabajaba con una troupe de comediantes de Cincinnati, Ohio, y lo mataron de un tiro por una mujer.

Y así sucesivamente hasta que el juez levantó las dos manos reclamando silencio. Un momento, dijo. Esta historia tiene un corolario. A aquel viajero cuyos huesos ya nos son familiares le esperaba una joven esposa que estaba gestando un hijo del viajero. Pues bien, ese hijo, la existencia de cuyo padre en este mundo es histórica e hipotética ya antes de que el hijo vea la luz, va por el mal camino. Toda su vida llevará ante sí el ídolo de una perfección que jamás podrá alcanzar. El padre fallecido le deja sin patrimonio, pues es sobre la muerte del padre sobre lo que el hijo tiene derechos y esa es su herencia, mucho más que sus bienes. No llegará a conocer las mezquindades que templaron al hombre en vida. No le verá bregar con quimeras de cosecha propia. No. El mundo que hereda da al hijo un testimonio falso. Es un hombre arruinado por un dios yerto y nunca encontrará su propio camino.

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