El ex cura hizo una pausa y golpeó la pipa apagada contra el talón de su bota. Miró al juez que estaba con el torso desnudo hacia las llamas como tenía por costumbre. Se volvió y miró al chaval.
El malpaís. Era un laberinto. Subías a toda prisa un pequeño promontorio y de repente te veías rodeado de grietas tan profundas que no te atrevías a saltarlas. Los bordes de cristal negro y puntiagudo y abajo puntiagudas rocas de sílex. Guiábamos a los caballos con el máximo cuidado y aun así les sangraban los cascos. Nuestras botas estaban destrozadas. Trepando a aquellos viejos rellanos resquebrajados comprendías cómo habían ido las cosas, las rocas derretidas habían quedado arrugadas como un budín viejo, la tierra se había hundido hasta su núcleo líquido. Donde que nosotros sepamos está localizado el infierno. Pues la tierra es un globo en el vacío y en verdad no tiene un arriba y un abajo y en esta compañía hay hombres aparte de yo mismo que han visto pequeñas huellas de patas hendidas en la piedra tan claras como el ir y venir de una cervatilla, pero ¿qué cervatilla ha pisado jamás rocas derretidas? No pretendo refutar las Escrituras pero es posible que haya habido pecadores tan rematadamente malos que el fuego del infierno los expulsara de su seno y no me cuesta imaginar que en tiempos pasados fueron pequeños diablos los que traspasaron con sus horcas ese vómito incandescente a fin de recuperar aquellas almas que por error habían sido escupidas de su lugar de condenación hacia los confines del mundo. Sí. Es solo una idea, nada más. Pero en el orden del universo ha de haber un punto en donde los dos mundos se toquen. Y algo dejó aquellas marcas de pezuñas en la lava pues yo las vi con mis propios ojos.
El juez, bueno, el juez no apartaba la vista de aquel cono de muerte que se elevaba en pleno desierto como un enorme chancro. Nosotros le seguíamos solemnes como búhos y cuando volvió la cabeza se echó a reír al ver las caras que traíamos. Llegados al pie de la montaña, lo echamos a suertes y enviamos dos hombres por delante con los caballos. Les vi alejarse. Uno de ellos está ahora mismo aquí y yo le vi alejarse con esos caballos por la escoria como si fuera un condenado a muerte.
Y no es que nosotros no estuviéramos condenados. Cuando levanté la vista él iba ya cuesta arriba, me refiero al juez, con su zurrón al hombro y el rifle a modo de alpenstock. Y lo mismo hicimos todos los demás. No habíamos cubierto la mitad de la ascensión cuando divisamos a los salvajes en la llanura. Seguimos trepando. Yo pensaba que, a malas, nos arrojaríamos al cráter, todo menos dejarnos atrapar por aquellos desalmados. Creo que era mediodía cuando por fin llegamos arriba. Estábamos rendidos. Y los salvajes a menos de quince kilómetros. Miré a mis compañeros y la verdad es que no se les veía muy aguerridos. Habían perdido toda dignidad. Tenían todos buen corazón, y lo tienen aún, y no me gustaba verlos así y pensé que el juez había caído sobre nosotros como una maldición. Pero resultó que yo estaba equivocado. Al menos en esa ocasión. Ahora tengo otra vez mis dudas.
El juez fue el primero en llegar al borde del cono pese a su enorme corpachón y se quedó mirando en derredor como si hubiera ido a contemplar la vista. Luego se sentó y empezó a descamar la roca con su cuchillo. Uno a uno fuimos llegando mientras él permanecía sentado de espaldas a aquella sima y nos dijo a todos que hiciéramos lo que él. Era azufre vivo. Una roncha de azufre todo alrededor del cráter, amarillo intenso con algunas escamas pequeñas de sílice que brillaban, pero en general puras flores de azufre. Nos pusimos a rascar las rocas y fuimos desmenuzando el azufre con los cuchillos hasta que reunimos un par de libras y entonces el juez cogió las alforjas y fue hasta un hueco en las rocas y derramó el carbón y el nitro y lo mezcló todo con la mano y luego echó encima el azufre.
Llegué a pensar que nos pediría que derramáramos nuestra sangre allí dentro como francmasones pero no hubo tal. El juez siguió amasando con las manos hasta dejarlo aquello bien seco y mientras tanto los salvajes en el llano cada vez más cerca y cuando volví la cabeza el juez estaba de pie, ese inmenso patán sin pelo, se había sacado la picha y estaba meando sobre la mezcla, meando con aires de desquite, y entonces nos exhortó a que hiciéramos otro tanto.
De todos modos estábamos medio locos. Nos pusimos en fila. Los delaware también. Todos salvo Glanton y había que ver la cara que ponía. Sacamos nuestros miembros y allá que empezamos a mear y el juez de rodillas amasando con los brazos desnudos y la orina le salpicaba y él venga a gritar que meáramos, joder, que meáramos por nuestras almas o es que no veíamos a los pieles rojas. Y a todo esto sin dejar de reír y convirtiendo aquella masa en un asqueroso mazacote negro, un batido diabólico a juzgar por lo mal que olía y no es que él fuera el pastelero del infierno, digo yo, y entonces sacó su cuchillo y empezó a allanar la cosa sobre las rocas que miraban al sur, extendiéndola a capas finas con la hoja del cuchillo y observando el sol por el rabillo del ojo y todo manchado y apestando a orines y azufre y sin dejar de sonreír y blandiendo el cuchillo con tal destreza que parecía como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Y cuando terminó se volvió a sentar y se limpió las manos en el pecho y observó a los salvajes y todos hicimos lo mismo.
Habían llegado al malpaís y tenían un rastreador siguiendo todos nuestros pasos por las rocas desnudas, volviendo cuando no había camino para avisar a los demás. Yo no sé qué rastro seguiría. El olor quizá. Al poco rato los oímos hablar un poco más abajo. Entonces nos vieron.
Solo Dios sabe lo que pensaron. Estaban desperdigados por la colada y uno de ellos señaló hacia arriba y todos miraron. Atónitos, sin duda. Imagínate ver a once hombres encaramados en el borde de aquel atolón escaldado como aves desorientadas. Se pusieron a parlamentar y nosotros pensamos que tal vez mandarían un grupo a buscar nuestros caballos pero no lo hicieron. Su codicia pudo con todo lo demás y empezaron a subir hacia el cono trepando como posesos por la lava para ver quién llegaba primero.
Teníamos, calculo yo, una hora. Observamos a los salvajes y observamos aquella masa infecta secarse en las rocas y observamos una nube que se dirigía hacia el sol. Poco a poco nos olvidamos de las rocas y hasta de los salvajes porque la nube parecía ir derecha al sol y habría necesitado casi una hora para cruzar por delante y esa era la última hora que nos quedaba de vida. Pues bien, el juez estaba sentado haciendo anotaciones en su cuaderno y vio la nube igual que todos los demás y dejó el cuaderno y observó y lo mismo hicimos todos. Nadie decía nada. No había nadie a quien maldecir ni nadie a quien rezar, solo mirábamos. Y la nube alcanzó una esquina del sol y siguió pasando y no hubo sombra sobre nosotros y el juez cogió su librillo y siguió con sus entradas como antes. Yo le observé. Poco después bajé a tocar con la mano un trozo de aquel mazacote. Despedía calor. Rodeé el borde del cráter y los salvajes subían por los cuatro costados pues no había una ruta que facilitara la ascensión en aquella pendiente pelada. Miré si había piedras que pudiéramos arrojarles pero no había ninguna más grande que un puño, solo gravilla y placas de escoria. Miré a Glanton y vi que estaba observando al juez y parecía haber perdido el juicio.
Entonces el juez cerró su cuaderno y cogió su camisa y la extendió sobre el hueco en la roca y nos dijo que le subiéramos la cosa aquella. Todos sacamos los cuchillos y nos pusimos a raspar y él nos previno de que no sacáramos chispas a aquellos pedernales. La amontonamos encima de su camisa y él se puso a cortarla y desmenuzarla con su cuchillo. Entonces gritó: Capitán Glanton.
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