Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Los que habían estado de guardia entraron en la oficina y se quedaron de pie humeando ante la lumbre. El negro se quedó en la puerta, ni dentro ni fuera. Habían visto al juez desnudo en lo alto de la muralla, inmenso y pálido en las revelaciones de los relámpagos, recorriendo a zancadas el perímetro y declamando al viejo estilo de la épica. Glanton observaba el fuego en silencio y los hombres se arrebujaron en sus mantas en los lugares más secos del suelo y pronto se quedaron dormidos.

Por la mañana había dejado de llover. El patio estaba encharcado y el caballo que había sido picado por la serpiente yacía muerto con la cabeza informe estirada en el lodo y los otros animales se habían agrupado en la esquina nordeste al pie del torreón y estaban cara a la pared. Hacia el norte las cumbres se veían blancas de nieve al sol recién aparecido y cuando Toadvine salió al aire libre el sol rozaba apenas la parte superior de los muros del recinto y el juez estaba en medio de aquella quietud vaporosa escarbándose los dientes con una espina como si acabara de comer.

Buenos días, dijo el juez.

Hola, dijo Toadvine.

Parece que va a aclarar.

No, si ya ha aclarado, dijo Toadvine.

El juez giró la cabeza y miró hacia el prístino cobalto del día visible. Un águila estaba cruzando el barranco con el sol muy blanco sobre su cabeza y en las plumas de su cola.

Pues sí, dijo el juez. Es verdad.

Los intrusos salieron y se dispersaron por el acantonamiento parpadeando como pájaros. Habían decidido de común acuerdo unirse a la compañía y cuando Glanton cruzó el patio con su caballo llevado de la mano el portavoz del grupo se adelantó para informarle de su decisión. Glanton no se dignó siquiera mirarle. Entró en el cuartel y recogió su silla y sus arreos. Mientras tanto, alguien había encontrado al muchacho.

Estaba boca abajo y desnudo en uno de los cubículos. Esparcidos por la arcilla del suelo había un gran número de osamentas viejas. Como si él, al igual que otros antes que él, hubiera encontrado casualmente la morada de algo hostil. Los intrusos formaron un corro silencioso en torno al cadáver. No tardaron en ponerse a hablar estúpidamente sobre los méritos y virtudes del muchacho muerto.

Los cazadores de cabelleras montaron en sus caballos y cruzaron el recinto hacia el portal ahora abierto al este para dar la bienvenida a la luz e invitarlos a viajar. Mientras ellos salían, los pobres diablos confinados en aquel lugar arrastraron al muchacho y lo dejaron en el barro. Tenía el cuello roto y al depositarlo en el suelo su cabeza cayó sobre el pecho y quedó extrañamente floja. Las colinas que había más allá del pozo de la mina se reflejaban grisáceas en los charcos del patio y la mula medio devorada yacía en el fango sin cuartos traseros como una estampa de los horrores de la guerra. Dentro del cuartel el hombre que había sido herido cantaba himnos religiosos cuando no maldecía a Dios. Los intrusos se quedaron de pie alrededor del muchacho con sus armas de fuego en posición de descanso como patética guardia de honor. Glanton les había dado media libra de pólvora de rifle y varios fulminantes y un pequeño lingote de plomo y mientras la compañía salía del recinto algunos se volvieron para mirarlos, tres hombres allí de pie sin expresión alguna. Nadie hizo adiós con el brazo. El moribundo estaba cantando tumbado junto a las cenizas y mientras partían les llegaron cánticos que recordaban de la infancia y siguieron oyéndolos mientras subían por el arroyo y cruzaban los enebros mojados aún de la lluvia. El moribundo cantaba con claridad y vehemencia y de buena gana los jinetes habrían aminorado el paso solo para oírle un rato más, pues también ellos poseían esas mismas cualidades.

Cabalgaron aquel día por colinas bajas sin otra vegetación que unos arbustos de hoja perenne. Por todas partes saltaban y se escondían ciervos en aquella pradera alta y los cazadores mataron varios sin desmontar y los destriparon y ios subieron a sus caballos y por la tarde habían conseguido un séquito de media docena de lobos de diversos tamaños y tonos que trotaban detrás de ellos en fila india, mirando hacia atrás para cerciorarse de que cada cual ocupara su puesto.

Al atardecer se detuvieron para encender un fuego y asar los venados. La noche los tenía cercados y no había estrellas. Hacia el norte vieron otras fogatas arder rojas y taciturnas en las colinas invisibles. Comieron y reanudaron la marcha, dejando la lumbre sin apagar, y mientras subían hacia las montañas aquel fuego pareció mudar de emplazamiento, ahora aquí, ahora allá, alejándose o moviéndose inexplicablemente en el flanco de su avance. Como un fuego fatuo rezagado en el camino y que todos podían ver pero del que nadie hablaba. Pues esa voluntad de engañar intrínseca a las cosas luminosas puede también manifestarse retrospectivamente y así, mediante la argucia de una etapa conocida de un trayecto ya realizado, puede llevar a los hombres a destinos engañosos.

Mientras recorrían la mesa aquella noche vieron aproximarse hacia ellos casi como su propia imagen un grupo de jinetes destacados en la oscuridad por el resplandor intermitente de un relampagueo seco allá en el norte. Glanton se detuvo sin desmontar y la compañía hizo otro tanto. Los jinetes silenciosos siguieron avanzando. Cuando estuvieron a un centenar de metros se detuvieron también y todos se pusieron a especular en silencio acerca de aquel encuentro.

¿Quiénes sois?, gritó Glanton.

Amigos, somos amigos.

Cada grupo estaba contando los efectivos del otro.

¿De dónde vienen?, dijeron los desconocidos.

¿Adónde van?, dijo el juez.

Eran ciboleros procedentes del norte y traían sus caballos cargados de carne seca. Vestían pieles cosidas con ligamentos de animales y por su forma de estar sobre sus monturas se adivinaba que raramente iban a pie. Portaban lanzas con las cuales cazaban los búfalos salvajes de la llanura y dichas armas estaban adornadas con borlas de plumas y paños de colores y algunos portaban arcos y otros fusiles de chispa con tapones empenachados en la boca del cañón. La carne seca iba empaquetada en pellejos de animal y aparte de las pocas armas que tenían eran tan ajenos a todo artilugio civilizado como los más toscos salvajes de aquella región.

Parlamentaron sin desmontar y los ciboleros encendieron cigarrillos y explicaron que se dirigían a los mercados de Mesilla. Los americanos habrían podido canjear algo de carne pero no llevaban consigo mercancía equivalente y la disposición al trueque les era extraña. Y así los dos grupos se separaron a medianoche, cada cual en la dirección por la que había venido el otro, buscando transformaciones sin fin en los trayectos de otros hombres como acontece a todo viajero.

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Tobin - Escararnuza a orillas del Little Colorado

La katabasis - De cómo apareció el sabio

Glanton y el juez - Nuevo rumbo

El juez y los murciélagos - Guano - Los desertores

Salitre y carbón de palo - El malpaís

Huellas de cascos - El volcán - Azufre

El molde - La matanza de los aborígenes.

El rastro de los gileños desapareció en días sucesivos a medida que se adentraban en las montañas. Encendieron lumbres con madera de acarreo pálida como el hueso y contemplaron en silencio cómo las llamas hacían guiñadas en la brisa nocturna que ascendía de aquellas pedregosas cañadas. El chaval estaba sentado con las piernas cruzadas remendando una cincha con un punzón que le había pedido prestado al ex cura Tobin y el secularizado le miraba trabajar.

Ya habías cosido alguna vez, dijo Tobin.

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