Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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El ex cura hizo una pausa para encender de nuevo su pipa alargando la mano hacia e1 fuego para coger un carbón como hacían los exploradores indios y devolviéndolo después a las llamas como si allí estuviera mejor.

A ver, ¿qué crees tú que había en esas montañas?, ¿cómo se enteró él?, ¿cómo encontrarlo?, ¿cómo sacar partido de esa información?

Tobin pareció formularse las preguntas a sí mismo. Estaba contemplando el fuego y chupando su pipa. Llegamos a las estribaciones a media tarde y subimos por un arroyo seco y seguimos subiendo creo que hasta la medianoche y luego acampamos pero sin leña ni agua. Cuando se hizo de día los vimos a unos quince kilómetros de distancia en la llanura que se extendía al norte. Cabalgaban de cuatro y seis en fondo y no eran pocos y no tenían ninguna prisa.

Según dijeron los centinelas, el juez estuvo en vela toda la noche. Observando los murciélagos. Subía por la ladera y hacía anotaciones en un cuaderno que llevaba y luego volvía a bajar. Parece que estaba muy animado. Dos hombres habían desertado aquella noche y por tanto solo quedábamos doce y el juez trece. Yo me dedicaba a estudiarlo con calma, al juez. Entonces y ahora también. A ratos parecía un demente y a ratos no. De Glanton, en cambio, sé que está totalmente loco.

Partimos con la primera luz hacia un barranco arbolado. Estábamos en la vertiente norte y en la roca crecían sauces y alisos y cerezos, árboles pequeños. El juez paraba a hacer de botánico y luego nos alcanzaba. Lo juro por Dios. Iba metiendo hojas entre las páginas de su cuaderno. Yo nunca había visto nada igual, y todo el rato con los salvajes perfectamente visibles allá en el llano. A mí hasta me dio tortícolis de tanto mirarlos, y piensa que había un centenar de ellos.

Fuimos a salir a un terreno de pedernal donde todo eran enebros y continuamos sin más. No hubo ningún intento de despistar a sus rastreadores. Cabalgamos todo aquel día. No volvimos a ver a los salvajes porque se habían puesto al socaire de la montaña y estaban en las cuestas de más abajo. Tan pronto atardeció y los murciélagos empezaron a salir el juez alteró de nuevo el rumbo, montado en su caballo con la mano encima del sombrero mientras veía pasar a los animalitos. Acabamos desperdigados entre los enebros y hubo que parar para reagruparse y dejar descansar a los caballos. Nos sentamos casi de noche, nadie dijo nada. Cuando el juez volvió, Glanton y él conferenciaron en voz baja y luego nos pusimos en marcha.

Guiábamos a los caballos a pie. No había vereda, solamente rocas abruptas. Cuando llegamos a la cueva algunos pensaron que el juez era un papanatas si pretendía que nos escondiéramos allí. Pero no, era el nitro lo que buscaba. El nitro, entiendes. Dejamos todas nuestras pertenencias en la entrada de la cueva y llenamos nuestros cuévanos y mochilas y alforjas con tierra de la cueva y partimos al rayar el alba. Cuando llegamos a lo alto del promontorio que había más arriba y miramos hacia atrás vimos que los murciélagos entraban a chorro en aquella cueva, miles y miles de ellos, y siguieron haciéndolo durante cosa de una hora o más pero para entonces ya casi no podíamos verlos.

El juez. Lo dejamos en un collado, junto a un riachuelo de agua transparente. A él y uno de los delaware. Nos dijo que rodeáramos la montaña y que volviéramos a aquel lugar pasadas cuarenta y ocho horas. Descargamos todas las cosas en el suelo y nos llevamos los dos caballos y él y el delaware empezaron a tirar de los cuévanos y las alforjas riachuelo arriba. Me los quedé mirando y me dije que no volvería a ver nunca a aquel hombre.

Tobin miró al chaval. Nunca más. Pensé que Glanton le abandonaría. Seguimos adelante. Al día siguiente nos topamos en la montaña con los dos tipos que habían desertado. Colgaban boca abajo del mismo árbol. Los habían desollado, y te aseguro que eso no le favorece a nadie. Pero si los salvajes no lo habían adivinado aún, ahora lo sabían seguro. Que no teníamos ni una pizca de pólvora.

No íbamos a caballo sino que los guiábamos a pie, procurando que no resbalaran en las rocas, apretándoles el hocico si resoplaban. Pero en esos dos días el juez lixivió el guano de la cueva con agua del arroyo y ceniza de leña y lo hizo precipitar y luego construyó un horno de arcilla donde quemó carbón; de día apagaba el fuego y al caer la noche lo volvía a encender. Cuando los encontramos, él y el delaware estaban sentados en cueros en el riachuelo y primero pensamos que estaban borrachos pero a saber de qué. Toda la cresta de la montaña estaba repleta de apaches y él allí sentado. Se levantó al vernos llegar y fue hasta los sauces y volvió con un par de alforjas y en una había como ocho libras de cristales puros de salitre y en la otra unas tres libras de buen carbón de aliso. Había triturado el carbón en el hueco de una roca, se podría haber hecho tinta con aquel polvo. Cerró las bolsas y las puso a cada lado del arzón de la silla de Glanton y él y el indio fueron a por sus ropas, cosa que me alegró porque yo no había visto nunca un hombre adulto sin un pelo en el cuerpo y encima pesando ciento cincuenta kilos, que es lo que pesaba entonces y pesa ahora. Y puedo afirmarlo porque yo mismo sumé las pesas con mis propios ojos y sobrio en una balanza de pesar ganado en la ciudad de Chihuahua aquel mismo mes y año.

Fuimos montaña abajo sin batidores ni nada. A lo bestia. Estábamos muertos de sueño. Era de noche cuando ganamos el llano y una vez que los caballos descansaron hicimos recuento y montamos para seguir adelante. La luna estaba tres cuartos llena y creciendo y parecíamos jinetes de circo, tan silenciosos, los caballos como sobre cáscaras de huevo. No teníamos manera de saber dónde estaban los salvajes. El último indicio que habíamos tenido de su proximidad eran aquellos pobres imbéciles desollados en el árbol. Nos dirigimos al oeste a través del desierto. Doc Irving iba delante de mí y brillaba tanto que casi le podía contar los pelos de la cabeza.

Cabalgamos toda la noche y de amanecida cuando la luna ya estaba baja encontramos una jauría de lobos. Se escabulleron y volvieron al rato, haciendo tan poco ruido como el humo. Se desperdigaban y atajaban y rodeaban a los caballos. Con todo el descaro del mundo. Nosotros les arreábamos con las trabas y ellos se escabullían, no se oía otra cosa que su respiración, a no ser que lanzaran quejidos o dieran dentelladas. Glanton se detuvo y las alimañas giraron en redondo y se largaron y volvieron otra vez. Dos delaware desandaron un trecho torciendo un poco a la izquierda (son más valientes que yo) y allí encontraron la pieza. Era un antílope, un macho joven muerto la tarde anterior. Estaba medio consumido y nos lanzamos sobre él con los cuchillos y nos llevamos la poca carne que quedaba y nos la comimos cruda montados a caballo. Era la primera carne que probábamos en seis días. Teníamos unas ganas locas de probarla. Buscando piñones en la montaña como si fuéramos osos y lo contentos que nos poníamos si encontrábamos. A los lobos les dejamos poco más que los huesos, pero yo nunca mataría a un lobo y sé que hay otros que sienten como yo.

En todo este tiempo el juez apenas había abierto la boca. Amaneció y nos encontrábamos al borde de un extenso malpaís y su señoría fue a tomar posiciones sobre unas rocas volcánicas que había allí y empezó a soltarnos un discurso. Fue como un sermón, pero no un sermón cualquiera. Más allá de ese malpaís había un pico volcánico y el sol que acababa de salir lo teñía de muchos colores y unos pequeños pájaros oscuros flotaban en el viento y el viento agitaba el viejo sobretodo que el juez llevaba puesto y luego señaló a la solitaria montaña y se embarcó en una oración cuyo objeto todavía desconozco y concluyó diciéndonos que la madre tierra, como la llamó, era redonda como un huevo y contenía dentro de sí todas las cosas buenas. Luego llevó de las riendas al caballo que había estado montando por aquellas escorias negras y vidriosas, un terreno tan traicionero para el hombre como para la bestia, y nosotros detrás del juez como discípulos de una nueva fe.

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