Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Pasaron la noche cada cual a los pies de su caballo entre dos fuertes desniveles, uno hacia las alturas y otro hacia el abismo. Glanton estaba sentado en cabeza de la columna con las pistolas delante. Observaba al perro. Reemprendieron la marcha por la mañana y al poco rato encontraron al resto de los batidores y sus caballos y los mandaron de nuevo a explorar. No abandonaron las montañas en todo el día y si Glanton durmió nadie le vio hacerlo.

Los delaware calculaban que el pueblo había sido abandonado hacia diez días y que los gileños se habían dispersado en pequeños grupos hacia todas las direcciones posibles. No había camino que seguir. La compañía siguió adelante en fila india. Los batidores estuvieron ausentes durante dos días. Al tercero llegaron al campamento con sus caballos al borde de la muerte. Aquella mañana habían visto fuegos en lo alto de una mesa azulada a ochenta kilómetros en dirección sur.

XII

Cruzando la frontera - Tormentas

Hielo y relámpagos - Los argonautas asesinados

El azimut - Cita - Asambleas

La matanza de los gileños - Muerte de Juan Miguel

Cadáveres en el lago - El jefe - Un niño apache

En el desierto - Fuegos nocturnos - El virote

intervención quirúrgica - El juez corta una cabellera

Un hacendado – Gallego - Ciudad de Chihuahua.

Durante las dos semanas siguientes cabalgaron de noche y no encendieron fuego. Habían arrancado las herraduras a sus caballos y rellenado de arcilla los agujeros de los clavos, y los que aún tenían tabaco usaban sus petacas para escupir dentro y dormían en cuevas y directamente sobre la piedra. Hacían pasar a los caballos por las huellas dejadas al desmontar y enterraban sus heces como los gatos y apenas hablaban entre ellos. Cruzando en plena noche aquellos áridos escollos de grava se los veía inverosímiles y privados de sustancia. Una conjetura que se presiente en la oscuridad por el crujir de los cueros y el tintineo del metal.

Habían degollado a los animales de carga y repartido la carne después de secarla y viajaban al socaire de las montañas hacia una amplia llanura de sosa con truenos secos hacia el sur y rumores de luz. Bajo una luna gibosa caballo y jinete maneados a sus sombras sobre el terreno azul níveo y con cada centelleo a medida que la tormenta avanzaba aquellas mismas formas se alzaban detrás de ellos con horrible superfluidad como un tercer aspecto de su presencia extraído a martillo negro y salvaje en el ámbito desnudo. Siguieron adelante. Iban como hombres investidos de un propósito cuyo origen los precedía, como legatarios naturales de un orden a la vez imperativo y remoto. Pues aunque todos y cada uno de ellos eran distintos entre sí, conjuntamente formaban una cosa que no existía antes y había en aquella su alma comunitaria vacíos apenas concebibles, como esas regiones dejadas en blanco de los mapas antiguos en donde habitan monstruos y donde no hay del mundo conocido otra cosa que vientos conjeturales.

Cruzaron el del Norte y siguieron rumbo al sur hacia una región todavía más hostil. Se agazapaban todo el día como búhos bajo la tacaña sombra de las acacias y observaban el mundo que se tostaba a su alrededor. En el horizonte aparecieron tolvaneras como el humo de fuegos lejanos pero seres vivos no había ninguno. Observaban el sol en su redondel y al atardecer atravesaron la llanura ahora más fresca donde el cielo se teñía de sangre por el oeste. Llegados a un pozo en el desierto desmontaron y bebieron mano a mano con sus caballos y volvieron a montar y siguieron adelante. Los pequeños lobos del desierto aullaban en la oscuridad y el perro de Glanton trotaba bajo la panza del caballo, precisas como embastes sus pisadas entre los cascos.

Aquella noche sufrieron el azote de una plaga de granizo caída de un cielo sin mácula y los caballos se espantaron y gimieron y los hombres desmontaron y se acomodaron en el suelo con la cabeza cubierta por la silla de montar mientras los pedriscos saltaban en la arena como pequeños huevos lucientes urdidos por un alquimista en la oscuridad del desierto. Tras ensillar de nuevo los caballos y ponerse en camino recorrieron varios kilómetros de hielo empedrado mientras una luna polar aparecía cual ojo de gato ciego sobre el confín del mundo. Por la noche distinguieron las luces de un poblado en la llanura pero no cambiaron de rumbo.

Hacia la mañana divisaron fuegos en el horizonte. Glanton envió a los delaware. El lucero del alba ardía ya pálido en el este. A su regreso se reunieron con Glanton y el juez y los hermanos Brown y hablaron y gesticularon. Finalmente volvieron todos a montar y siguieron adelante.

Cinco carros humeaban en el lecho del desierto y los jinetes echaron pie a tierra y pasaron en silencio entre los cadáveres de los argonautas, aquellos buenos peregrinos anónimos entre las piedras con sus terribles heridas, las vísceras saliéndoles de los costados y sus torsos desnudos erizados de flechas. A juzgar por sus barbas algunos eran hombres y sin embargo tenían extrañas heridas menstruales entre las piernas sin que hubiera presencia de genitales masculinos pues estos les habían sido cortados y colgaban oscuros y extraños de sus bocas abiertas. Con aquellas pelucas ensangrentadas yacían mirando con ojos de mono al hermano sol que ahora salía por el este.

Los carros no eran más que rescoldos armados sobre las formas renegridas de las llantas y los ejes al rojo vivo temblaban en el lecho de las brasas. Los jinetes se acuclillaron frente al fuego e hirvieron agua y bebieron café y asaron carne y se tumbaron a dormir entre los muertos.

Cuando la compañía se puso en camino al anochecer siguieron como antes hacia el sur. Las huellas de los asesinos iban hacia el oeste pero eran hombres blancos que asaltaban a los viajeros en aquel desierto y enmascaraban su faena para que pareciera cosa de salvajes. Las ideas de azar y de destino obsesionan a quienes se embarcan en empresas temerarias. La senda de los argonautas terminaba como se ha dicho en cenizas y el ex cura preguntó si en la convergencia de dichos vectores en el susodicho desierto donde los corazones y el empeño de una nación pequeña han sido aniquilados y barridos por otra algunos no verían en eso la mano de un dios cínico que hubiera orquestado con semejante austeridad y semejante fingida sorpresa una concordancia tan letal. El envío de testigos por un tercer y distinto itinerario podía ser también interpretado en el sentido de un desafío a toda eventualidad, pero el juez, que se había adelantado en su caballo para reunirse con los que teorizaban, dijo que en todo aquello se manifestaba la naturaleza misma del testigo y que su proximidad no era una cosa tercera sino primordial, pues ¿se podía decir de algo que ocurriera sin haber sido observado?

Los delaware se adelantaron con la llegada del crepúsculo y el mexicano John McGill encabezaba la columna, apeándose de vez en cuando de su caballo para tumbarse boca abajo y buscar la silueta de los batidores en el desierto y montar de nuevo sin necesidad de detener a su caballo ni al resto de la compañía. Se movían como animales migratorios bajo una estrella a la deriva y las huellas que dejaban a su paso reflejaban en su leve encorvadura los movimientos de la tierra misma. Hacia el oeste los bancos de nubes descansaban sobre las montañas como la oscura urdimbre del firmamento y las constelaciones de las galaxias flotaban en un aura inmensa sobre las cabezas de los jinetes.

Dos mañanas después los delaware volvieron de su tempranero reconocimiento y explicaron que los gileños acampaban en la orilla de un lago poco profundo a menos de cuatro horas en dirección sur. Les acompañaban mujeres y niños y eran muchos. Cuando Glanton se levantó de aquella asamblea vagó solo por el desierto y estuvo largo rato contemplando la oscuridad de tierra adentro.

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