Oh Dios, dijo el sargento.
Un susurro de flechas atravesó la compañía y varios hombres se tambalearon y cayeron de sus monturas. Los caballos se encabritaban y corcoveaban y las hordas mongoles corrieron paralelas a sus flancos y giraron y arremetieron en pleno sobre ellos lanzas en ristre.
La columna se había detenido y los primeros disparos empezaron a sonar. El humo gris de los rifles se confundía con el polvo que levantaban los lanceros al hacer brecha en sus filas. El chaval notó que su caballo se desinflaba bajo sus piernas con un suspiro neumático. Había disparado ya su rifle y estaba sentado en el suelo trajinando con la cartuchera. Cerca de él un hombre tenía una flecha clavada en el cuello y estaba ligeramente encorvado como si rezara. El chaval habría tratado de estirar la punta de hierro ensangrentada pero entonces vio que el hombre tenía otra flecha clavada hasta las plumas en el pecho y estaba muerto. Por todas partes había caballos caídos y hombres gateando y vio a uno que estaba sentado cargando su rifle mientras la sangre le chorreaba de las orejas y vio hombres con sus revólveres desensamblados tratando de encajar los barriletes cargados que llevaban de repuesto y vio hombres de rodillas bascular hacia el suelo para trabarse con su propia sombra y vio cómo a algunos los alanceaban y los agarraban del pelo y les cortaban la cabellera allí mismo y vio caballos de guerra pisoteando a los caídos y un pequeño poni cariblanco con un ojo empañado surgió de las tinieblas y le mordió como un perro y desapareció. De los heridos los había que parecían privados de entendimiento y los había que estaban pálidos bajo la máscara de polvo y otros se habían ensuciado encima o se habían desplomado sobre las lanzas de los salvajes. Que ahora atacaban en un frenético friso de caballos con sus ojos estrábicos y sus dientes limados y jinetes desnudos con manojos de flechas apretados entre las mandíbulas y escudos que destellaban en el polvo y volviendo por el flanco contrario de la maltratada tropa en medio de un concierto de quenas y deslizándose lateralmente de sus monturas con un talón colgado del sobrecuello y sus arcos cortos tensados bajo el pescuezo tenso de los ponis hasta haber rodeado a la compañía y dividido en dos sus filas e incorporándose de nuevo como figuras en un cuarto de los espejos, unos con rostros de pesadilla pintados en sus pechos, abatiéndose sobre los desmontados sajones y alanceándolos y aporreándolos y saltando de sus ponis cuchillo en mano y corriendo de un lado a otro con su peculiar trote estevado como criaturas impulsadas a adoptar formas impropias de locomoción y despojando a los muertos de su ropa y agarrándolos del pelo y pasando sus cuchillos por el cuero cabelludo de vivos y muertos por igual y enarbolando la pelambre sanguinolenta y dando tajos y más tajos a los cuerpos desnudos, arrancando extremidades, cabezas, destripando aquellos raros cuerpos blancos y sosteniendo en alto grandes puñados de vísceras, genitales, algunos de los salvajes tan absolutamente cubiertos de cuajarones que parecían haberse revolcado como perros y algunos que hacían presa de los moribundos y los sodomizaban entre gritos a sus compañeros. Y ahora los caballos de los muertos venían trotando de entre el humo y el polvo y empezaban a girar en círculo con estribos sueltos y crines al aire y ojos ensortijados por el miedo como los ojos de los ciegos y unos venían erizados de flechas y otros traspasados por una lanza y se tropezaban y vomitaban sangre mientras cruzaban el escenario de la matanza y se perdían otra vez de vista. El polvo restañaba los pelados cráneos húmedos de los escalpados, quienes con el reborde de pelo por debajo de la herida y tonsurados hasta el hueso yacían como monjes desnudos y mutilados sobre el polvo ahogado en sangre y por todas partes gemían y farfullaban los moribundos y gritaban los caballos heridos en tierra.
A la deriva en el Bolsón de Mapimí- Sproule
Un árbol de bebés muertos - Escenas de una matanza
Zopilotes - Los asesinados de la iglesia
Una noche entre los muertos - Lobos
Lavanderas en el vado - A pie hacia el oeste
Espejismo - Encuentro con bandidos - El vampiro
Cavando un pozo - Encrucijada en pleno desierto
La carreta - Muerte de Sproule - Arrestados
La cabeza del capitán - Supervivientes
Camino de Chihuahua - La ciudad
La prisión - Toadvine.
Con la oscuridad, un solo individuo se levantó portentosamente de entre los recién asesinados y se escabulló al claro de luna. El sitio en donde había yacido estaba empapado de sangre y de orina de las vejigas vaciadas de los animales y anduvo sucio como estaba y hediendo cual pestilente progenie de la hembra encarnada de la guerra misma. Los salvajes estaban agrupados en terreno alto y se podía ver la luz de sus fogatas y oír sus extraños y lastimeros cánticos allá donde se habían instalado para asar las mulas. Se abrió camino entre hombres pálidos y tullidos, entre los espatarrados caballos, y tras orientarse por las estrellas se encaminó hacia el sur. La noche tomaba un millar de formas en los matorrales y él iba con la vista fija en el suelo que pisaba. Estrellas y luna menguante hacían de sus devaneos una sombra tenue en la oscuridad del desierto y los lobos aullaban en lo alto de la sierra dirigiéndose al norte, hacia la matanza.
Con luz de día se encaminó hacia unos afloramientos rocosos que distinguió como a un kilómetro al otro lado del valle. Estaba trepando ya entre los enormes bloques de piedra allí diseminados cuando oyó una voz que llamaba en medio de la inmensidad. Barrió el llano con la mirada pero no vio a nadie. Cuando la voz sonó de nuevo volvió la cabeza y se sentó a descansar y no tardó en ver algo que avanzaba cuesta arriba, un harapo de hombre que se encaramaba a los desprendimientos del talud. Midiendo mucho sus movimientos, volviendo la vista atrás. El chaval podía ver que nadie ni nada le seguía.
Llevaba una manta sobre los hombros y la manga de la camisa rasgada y oscura de sangre y el brazo en cuestión lo sostenía doblado sobre el pecho con la otra mano. Se llamaba Sproule.
Eran un grupo de ocho. Su caballo había recibido varias flechas y se había derrumbado por la noche mientras lo montaba y los demás, entre ellos el capitán, habían seguido adelante.
Se sentaron el uno junto al otro y vieron alargarse el día a sus pies en la llanura.
¿No has salvado nada de tus cosas?, dijo Sproule.
El chaval escupió y negó con la cabeza. Miró al otro.
¿Está muy mal ese brazo?
Los he visto peores, dijo Sproule.
Se quedaron mirando toda aquella extensión de arena y roca y viento.
¿Qué clase de indios eran?
No lo sé.
Sproule tosió fuerte en la mano cerrada y se arrimó el brazo ensangrentado. Que me zurzan si no son un claro aviso para cualquier cristiano, dijo.
Permanecieron a la sombra de un saliente de roca hasta pasado el mediodía, tras haber acondicionado con las manos en el polvo de lava gris un sitio donde dormir, y por la tarde se pusieron en camino siguiendo la estela de la batalla y en la inmensidad del paisaje eran muy pequeños y se movían muy despacio.
Por la tarde se dirigieron nuevamente hacia el lindero de roca y Sproule señaló a una mancha oscura en la cara de un risco pelado. Parecía una marca de antiguos fuegos. El chaval hizo visera con la mano. Las paredes estriadas del cañón ondeaban como pliegues de cortina por la acción del calor.
Eso podría ser un manantial, dijo Sproule.
Está bastante lejos.
Cuando veas agua más cerca, allá que iremos.
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