Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Siguieron adelante y por el este el sol arrojaba pálidas franjas de luz que luego fueron tomando un tono más espeso como de sangre rezumando a oleadas repentinas que se ensanchaban por capas y allí donde la tierra se escurría hacia el cielo en el borde de la creación la coronilla del sol surgió de la nada cual bálano de un gran falo rojo hasta que salvó la arista oculta y quedó agazapado y vibrante y malévolo detrás de ellos. Las sombras de las piedras pequeñas parecían líneas trazadas a lápiz en la arena y las formas de los hombres y sus caballerías avanzaban alargadas ante ellos como hebras de la noche de donde habían partido, como tentáculos que los ataran a la oscuridad que habría de venir. Cabalgaban con la cabeza gacha, sin rostro bajo sus sombreros, como un ejército dormído sobre la marcha. A media mañana había muerto otro hombre, lo sacaron del carro en donde había ensuciado los sacos sobre los que descansaba y lo enterraron también y reemprendieron la marcha.

Ahora los seguían grandes lobos pálidos de ojos amarillos que trotaban con primoroso paso o se agazapaban en el rielante calor para observarlos cuando se detenían a mediodía. Avanzaban otra vez. Galopando, acercándose cautelosos, andando despacio con su largo hocico pegado al suelo. Al atardecer sus ojos saltaban y guiñaban desde el borde de la luz que arrojaba el fogarín y por la mañana al reemprender el camino en la fría penumbra los jinetes los oían gruñir y dar dentelladas detrás de ellos cuando asaltaban el campamento en busca de restos de carne.

Los carros estaban tan resecos que oscilaban como perros y la arena los estaba royendo. Las ruedas mermaban y los radios se tambaleaban en sus ejes y repiqueteaban como peines de telar y por la noche metían radios postizos en las muescas y los ataban con tiras de cuero en verde e introducían cuñas entre el hierro de las llantas y los camones recalentados por el sol. Y así avanzaban, la estela de sus penurias irreales como el rastro de los crótalos en la arena. Las espigas de las llantas se soltaron y fueron cayendo al suelo. Las ruedas empezaban a romperse.

Al décimo día de marcha y con cuatro muertos por el camino cruzaron una llanura de pura piedra pómez donde no crecían matojos ni maleza hasta donde alcanzaba la vista. El capitán ordenó parar y llamó al mexicano que hacía de guía. Hablaron y el mexicano gesticuló y el capitán gesticuló también y al rato siguieron adelante.

A mí esto me parece la carretera del infierno, dijo un hombre desde las filas.

¿Qué cree el capitán que van a comer los caballos?

Pues tendrán que picar de la arena como las gallinas y esperar a que llegue el momento de comer maíz desgranado.

Dos días después empezaron a encontrar huesos y prendas desechadas. Vieron esqueletos semienterrados de mulas con los huesos tan blancos y bruñidos que parecían incandescentes incluso en aquel calor sofocante y vieron alforjas y albardas y huesos de hombres y vieron un mulo entero cuya carcasa renegrida estaba dura como el hierro. Siguieron adelante. Bajo un mediodía deslumbrante atravesaron el páramo como un ejército fantasma, tan pálidos de polvo que parecían sombras de números borrados en una pizarra. Los lobos los seguían más pálidos aún y se agrupaban y saltaban a ras de tierra y apuntaban al cielo sus flacos hocicos. Por la noche daban de comer a los caballos a mano y los abrevaban directamente de unos cubos. No había más enfermos. Los supervivientes yacían callados en aquel vacío de cráter y observaban las blanquísirnas estrellas cruzar la oscuridad. O dormían con sus corazones extranjeros latiendo en la arena como peregrinos extenuados en la superficie del planeta Anareta, aferrados a una anonimia que giraba en la noche. Siguieron adelante y los calces de los carros adquirieron un brillo de cobre por la acción de la piedra pómez. Hacia el sur las cordilleras azules parecían ancladas en la imagen más pálida que les devolvía la arena, como reflejos en un lago, y ya no había lobos.

Decidieron cabalgar de noche, jornadas silenciosas salvo por el traqueteo de los carros y el resollar de los animales. Extraño grupo de ancianos bajo el claro de luna con los bigotes y las cejas teñidos de blanco por el crepúsculo. A medida que avanzaban, las estrellas se daban empellones y cruzaban el firmamento dibujando arcos para morir del otro lado de las montañas negras. Acabaron conociendo bien el cielo nocturno. Ojos occidentales que veían más bien construcciones geométricas que los nombres dados por los antiguos. Atados a la estrella polar daban la vuelta a la Osa Mayor mientras Orión aparecía por el suroeste como una enorme corneta eléctrica. La arena era azul a la luz de la luna y las llantas de los carros giraban entre las siluetas de los jinetes como aros relucientes que viraran y rodaran exangües y vagamente náuticos cual finos astrolabios, y las gastadas herraduras de los caballos eran como una plétora de ojos que parpadearan a ras del suelo del desierto. Vieron tormentas tan distantes que ni siquiera se las oía, silenciosos relámpagos corno sábanas de luz y la negra espina dorsal de la cordillera parecía palpitar antes de ser engullida de nuevo por las tinieblas. Vieron caballos salvajes correr por la llanura, batiendo sus sombras en la noche y dejando a su paso en el claro de luna un polvo vaporoso, apenas una alteración cromática.

El viento sopló durante toda la noche y el polvo finísirno les ponía los dientes de punta. Arena en todas partes, arenilla en todo lo que comían. Y por la mañana un sol color de orina asomó legañoso entre los lienzos de polvo a un mundo turbio y sin accidentes. Los animales flaqueaban. Decidieron detenerse y montar un campamento sin leña y sin agua y los maltrechos ponis gimotearon acurrucados como perros.

Aquella noche atravesaron una región salvaje y eléctrica en donde extrañas formas blandas de fuego azul corrían por el metal de los arreos y las ruedas de los carros giraban corno aros de fuego y pequeñas formas de luz azul pálido iban a posarse en las orejas de los caballos y en las barbas de los hombres. Toda la noche fucilazos sin origen visible temblaron en el oeste más allá de las masas de cúmulos, convirtiendo en azulado día la noche del desierto lejano, las montañas en el repentino horizonte negras y vívidas y ceñudas como un paisaje de un orden distinto cuya verdadera geología no era la piedra sino el miedo. La tormenta se acercó por el suroeste y los relámpagos iluminaron el desierto a su alrededor, azul y árido, grandes extensiones estruendosas surgidas de la noche absoluta corno un reino diabólico invocado de repente o tierra suplantada que no dejaría rastro ni humo ni ruina llegado el día, corno no los deja una pesadilla.

Se detuvieron en la oscuridad para dejar descansar a los animales y varios hombres metieron sus armas en los carros por miedo a atraer los relámpagos y uno que se llamaba Hayward dijo una oración pidiendo lluvia. Oró así: Dios Todopoderoso, si eso no se aparta demasiado de tus designios eternos, qué te parece si nos envías un poquito de lluvia.

Dilo en voz alta, clamaron algunos, y arrodillándose gritó Hayward en medio de los truenos y del viento:

Señor, aquí abajo estamos más secos que la cecina. Manda unas pocas gotas a estos pobres muchachos perdidos en la pradera y tan lejos de casa.

Amén, dijeron, y montando en sus caballos siguieron adelante. No había pasado una hora que el viento empezó a refrescar y de aquella salvaje oscuridad empezaron a caer gotas de lluvia del tamaño de la metralla. Pudieron notar el olor de la piedra mojada y el olor dulzón de los caballos mojados y el cuero mojado. Siguieron adelante.

Cabalgaron al calor del día siguiente con los barriletes de agua vacíos y los caballos extenuados y por la tarde aquellos elegidos, astrosos y blancos de polvo como una compañía de panaderos armados y a caballo errando de pura demencia, dejaron atrás el desierto por una brecha en las lomas y descendieron hacia un solitario jacal, burda choza de barro y juncos con un establo rudimentario y unos corrales.

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