Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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El chaval le miró y se echaron a andar.

El sitio se encontraba barranco arriba y de camino hubieron de pasar entre un fárrago de rocas y escoria y siniestras matas de bayoneta. Pequeños arbustos negros y oliváceos se marchitaban al sol. Avanzaron a traspiés por el agrietado lecho de arcilla de un cauce seco. Descansaron y siguieron adelante.

El manantial estaba en lo alto de unos salientes de roca viva, agua vadosa que se escurría entre la roca negra y resbaladiza y los gordolobos y guayacanes que formaban un pequeño y peligroso jardín suspendido. Al llegar al fondo del barranco e1 agua era apenas un chorrito y hubieron de inclinarse por turnos aplicando los labios a la piedra como devotos ante una efigie santa.

Pasaron la noche en una pequeña cueva justo encima de aquel punto, un viejo relicario de pedernal descantillado y esquirlas esparcidas por todo el lecho de piedra con cuentas de concha y huesos pulidos y el carbón de antiguas fogatas. Compartieron la manta y Sproule tosió quedamente en la oscuridad y de vez en cuando se levantaban para ir a beber a la piedra. Partieron antes de salir el sol y al amanecer estaban de nuevo en la llanura.

Siguieron el terreno pisoteado por los guerreros y a media tarde encontraron un mulo desfallecido que había sido alanceado y dejado por muerto y luego se toparon con otro. El sendero se estrechaba entre unas rocas y al poco rato llegaron a un arbusto del que colgaban bebés muertos.

Se detuvieron codo con codo, tambaleándose al asfixiante calor. A aquellas pequeñas víctimas, habría siete u ocho, les habían hecho agujeros en el maxilar inferior y así colgaban por la garganta de las ramas rotas de un mezquite mirando ciegos al cielo desnudo. Calvos y pálidos e hinchados, larvas de un ser inescrutable. Los náufragos continuaron, miraron hacia atrás. Nada se movía. Por la tarde arribaron a un pueblo en la llanura de cuyas ruinas aún salía humo y todos sus habitantes estaban muertos. Desde lejos parecía un horno de ladrillos derruido. Permanecieron a cierta distancia escuchando un buen rato el silencio antes de entrar.

Recorrieron lentamente las callejuelas de barro. Había cabras y ovejas en sus corrales y cerdos muertos en el lodo. Pasaron frente a chabolas de barro en cuyos portales y suelos yacían cadáveres en todas las posturas de la muerte, desnudos e hinchados y extraños. Encontraron platos de comida a medio consumir y un gato salió a sentarse al sol y los observó sin interés y el aire quieto y sofocante de la tarde iba cargado de moscas.

Al final de la calle había una plaza con bancos y árboles donde unos buitres se apiñaban en negras y repulsivas colonias. Un caballo yacía en mitad de la plaza y en un portal había gallinas picoteando restos de comida derramada. Estacas carbonizadas ardían sin llama allí donde los tejados se habían venido abajo y un burro aguardaba de pie en el pórtico de la iglesia.

Se sentaron en un banco y Sproule se llevó el brazo herido al pecho y se meció adelante y atrás y parpadeó al sol.

¿Qué quieres hacer?, dijo el chaval.

Conseguir un poco de agua.

Aparte de eso.

No sé.

¿Quieres que probemos a volver?

¿A Tejas?

No sé adónde si no.

No lo conseguiríamos.

Eso lo dices tú.

Yo ya no digo nada.

Estaba tosiendo otra vez. Se aguantaba el pecho con la mano buena, tratando de recobrar el resuello.

¿Qué tienes, un catarro?

No. Estoy tísico.

¿Tísico?

Sproule asintió. Vine aquí por motivos de salud.

El chaval le miró. Meneó la cabeza y se levantó y cruzó la plaza hacia la iglesia. Entre las viejas ménsulas de madera tallada había zopilotes agazapados y el chaval cogió una piedra y la tiró en aquella dirección pero los pájaros no se inmutaron.

Las sombras eran más largas ahora en la plaza y pequeñas pelotas de polvo viajaban por las calles de arcilla reseca. Los carroñeros ocupaban los ángulos superiores de las casas con sus alas extendidas en posturas de exhortación como pequeños obispos oscuros. El chaval volvió al banco y apoyó allí un pie y se acodó en la rodilla. Sproule no se había movido, seguía sujetándose el brazo.

Este cabrón me las hace pasar putas, dijo.

El chaval escupió y miró calle abajo. Será mejor que nos quedemos aquí esta noche.

¿Tú crees que no habrá problema?

¿Por qué lo dices?

¿Y si vuelven los indios?

Para qué iban a volver.

Ya. Pero ¿y si vuelven?

No volverán.

Se apretó el brazo.

Ojalá tuvieras un cuchillo, dijo el chaval.

Ojalá lo tuvieras tú.

Con un cuchillo se podría conseguir carne.

Yo no tengo hambre.

Creo que deberíamos explorar esas casas a ver qué encontramos.

Ve tú.

Necesitamos un sitio donde pasar la noche.

Sproule le miró. Yo no tengo por qué moverme, dijo.

Bueno. Haz lo que te dé la gana.

Sproule tosió y escupió. Esa es mi intención, dijo.

El chaval dio media vuelta y se alejó.

Los portales eran bajos y hubo de agachar la cabeza para salvar el travesaño de los dinteles, bajar escalones para entrar en los frescos aposentos. No había más muebles que algunos jergones para dormir, un arcón de madera para guardar harina. Fue de casa en casa. En una habitación el esqueleto de un pequeño telar negro y humeando. En otra un hombre con la carne chamuscada y tirante, los ojos cocidos en sus cuencas. En la pared de adobe había un nicho con figuras de santos vestidos con ropa de muñecas, las burdas caras de madera pintadas de vivos colores. Ilustraciones recortadas de un periódico viejo y pegadas a la pared, el pequeño retrato de una reina, un naipe de tarot que era el cuatro de copas. Había ristras de pimientos secos y unas cuantas calabazas. Una botella de cristal con hierbas dentro. Afuera un patio de greda con una cerca de ocote y un horno de arcilla totalmente hundido donde un bodrio negro temblaba en la luz interior.

Encontró un tarro con alubias y unas tortillas secas y lo llevó todo a la casa del final de la calle donde los rescoldos del tejado seguían consumiéndose y calentó la comida en las cenizas y comió en cuclillas como un desertor que saqueara las ruinas de la ciudad que ha abandonado.

Al volver a la plaza no vio a Sproule por ninguna parte. Todo estaba en sombras. Cruzó la plaza y subió los escalones de piedra hasta la puerta de la iglesia y entró. Sproule estaba en el atrio. Largos contrafuertes de luz caían de los ventanales de la pared oeste. No había bancos en la iglesia y el piso de piedra estaba cubierto de los cuerpos escalpados y desnudos y parcialmente devorados de unas cuarenta personas que se habían parapetado en aquella casa de Dios huyendo de los paganos. Los salvajes habían abierto agujeros en el techo y les habían disparado desde arriba y el suelo estaba sembrado de astiles de flecha allí donde se las habían arrancado a los muertos para quitarles la ropa. Habían arrastrado los altares y saqueado el tabernáculo y desalojado de su cáliz de oro al gran Dios durmiente de los mexicanos. Las efigies de los santos colgaban sesgadas de los muros como si hubiera habido un terremoto y en el piso del presbiterio yacía hecho pedazos un Cristo en su féretro de cristal.

Un gran charco de sangre comunal rodeaba a los asesinados. Había formado una especie de budín en el que se apreciaban numerosas huellas de lobos o perros y sus bordes se habían ido secando hasta adquirir el aspecto de una cerámica color vino. La sangre corría en oscuras lenguas por el suelo uniendo las lajas como una lechada y penetraba en el atrio donde las piedras estaban ahuecadas por los pies de los fieles y de sus padres antes que ellos y habíase abierto camino escalones abajo para gotear entre las huellas escarlata de los carroñeros.

Sproule se volvió y miró al chaval como si hubiera adivinado sus pensamientos pero el chaval solo meneó la cabeza. Trepaban moscas a los cráneos pelados de los muertos y moscas caminaban por las arrugadas cuencas de sus ojos.

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