El chaval cruzó hasta las rocas y le cogió la cantimplora. El jefe metió piernas a su caballo y desenvainó la espada que llevaba junto a una pierna e inclinándose al frente pasó la hoja por debajo de la correa y levantó la cantimplora. La punta de la espada estaba a cuatro dedos de la cara del chaval y la correa descansaba en la parte plana de la hoja. El chaval se había quedado quieto y el jinete le arrebató suavemente la cantimplora y la hizo resbalar por la hoja de la espada hasta que la tuvo a su lado. Se volvió entonces a sus hombres y sonrió y todos volvieron a las risotadas y los empujones simiescos.
De una sacudida hizo subir el tapón que colgaba de una tira de cuero y lo encajó con el pulpejo de la mano. Le lanzó la cantimplora al hombre que tenía detrás y miró a los vagabundos. ¿Por qué no se ocultan?, dijo.
¿De usted?
De mí.
Teníamos sed.
Mucha sed, ¿eh?
No respondieron. El hombre golpeaba el borrén de su silla con la parte plana de la espada y parecía estar buscando mentalmente las palabras adecuadas. Se inclinó ligeramente hacia ellos. Cuando los corderos se pierden en el monte, dijo, se les oye llorar. Unas veces acude la madre. Otras el lobo. Les sonrió y levantó la espada y volvió a meterla donde estaba antes y volvió grupas con elegancia y se lanzó al trote entre los otros caballos y los hombres montaron y le siguieron y al poco rato ya no se les veía.
Sproule no se movió de donde estaba. El chaval le miró pero el otro apartaba la vista. Estaba herido lejos de casa en un país enemigo y aunque sus ojos contemplaban aquellas piedras extranjeras que les rodeaban, el vacío que se extendía más allá parecía haberle sorbido el alma.
Bajaron de la montaña salvando las rocas con las manos extendidas al frente y sus sombras contorsionadas en el terreno irregular, como criaturas en busca de sus propias formas. Llegaron al valle de anochecida y se encaminaron por la tierra azul y ya fresca, al oeste las montañas erguidas en la tierra formando una hilera de pizarra mellada y un viento surgido de la nada que hacía escorarse y enroscarse la maleza seca.
Caminaron hasta el anochecer y durmieron en la arena como perros y llevaban un rato durmiendo así cuando algo negro llegó aleteando desde lo más oscuro y se posó en el pecho de Sproule. Largos dedos apuntalaron las alas membranosas con que mantenía el equilibrio mientras andaba por encima de él. Tenía la cara chata y arrugada, perversa, los labios crispados en una horrible sonrisa y los dientes azul claro a la luz de las estrellas. El animal se inclinó. Dibujó en el cuello de Sproule dos estrechos surcos y replegando las alas empezó a beber su sangre.
No con suficiente suavidad. Sproule despertó y levantó una mano. Luego chilló y el murciélago agitó las alas y cayó sentado encima de su pecho y se incorporó de nuevo y silbó y castañeteó los dientes.
El chaval se había levantado y se disponía a arrojarle una piedra pero el murciélago dio un brinco y se perdió en la oscuridad. Sproule se tocaba el cuello y gimoteaba histérico y cuando vio al chaval mirándole allí de pie extendió hacia él acusadoramente sus manos ensangrentadas y luego se las llevó a las orejas y gritó lo que parecía que él mismo no iba a poder oír, un aullido lo bastante atroz para hacer una cesura en el pulso del mundo. Pero el chaval se contentó con escupir al espacio oscuro que había entre los dos. Conozco el paño, dijo. En cuanto os duele algo ya os duele todo.
Por la mañana cruzaron un aguazal seco y el chaval recorrió el cauce en busca de un pozo o una charca pero no había nada. Eligió una hoyada y se puso a cavar con un hueso y cuando había ahondado un par de palmos la arena se tomó húmeda y luego un poco más y un hilillo de agua empezó a llenar los surcos que él abría con los dedos. Se quitó la camisa y la apretó contra la arena y vio que se oscurecía y vio que el agua empezaba a subir entre los pliegues de tela y cuando le pareció que había suficiente hundió la cabeza en la excavación y bebió. Luego se sentó a esperar que se llenara otra vez. Repitió la operación durante más de una hora. Luego regresó por el aguazal con la camisa puesta.
Sproule no quiso quitarse la suya. Trató de aspirar el agua y lo que consiguió fue una bocanada de arena.
Podrías prestarme tu camisa, dijo.
El chaval estaba acuclillado en la grava seca del aguazal. Utiliza la tuya, dijo.
Al quitársela, la camisa se le pegó a la piel y salió un pus amarillo. Tenía el brazo horriblemente hinchado y descolorido y pequeños gusanos se afanaban en la herida abierta. Metió la camisa en el hoyo y se inclinó para beber.
Por la tarde llegaron a un cruce de caminos, cómo llamarlo si no. Un tenue rastro de carros que venía del norte y cruzaba el sendero por el que iban y continuaba hacia el sur. Escrutaron el paisaje buscando orientarse en medio de aquel vacío. Sproule se sentó donde se cruzaban los caminos y miró desde las grandes oquedades de su cráneo en donde tenía alojados los ojos. Dijo que no pensaba levantarse.
Allá abajo hay un lago, dijo el chaval.
Sproule no quiso mirar.
Centelleaba en la lejanía, un reborde de sal en toda la orilla. El chaval lo miró con detenimiento y así también los caminos. Al rato señaló hacia el sur. Yo creo que por ahí pasa más gente.
Tranquilo, dijo Sproule. Vete tú.
Como quieras.
Sproule le vio alejarse. Al cabo de un rato se levantó y le siguió.
Habrían andado unos tres kilómetros cuando se detuvieron a descansar un poco, Sproule sentado con las piernas al frente y las manos en el regazo y el chico en cuclillas un poco más allá. Parpadeando y barbudos y asquerosos.
¿Tú crees que son truenos?, dijo Sproule.
El chaval alzó la cabeza.
Escucha.
El chaval miró al cielo, ahora azul pálido, sin otra marca que el sol ardiendo como un agujero blanco.
Lo noto en el suelo, dijo Sproule.
No es nada.
Escucha.
El chaval se levantó y echó un vistazo. Hacia el norte un leve movimiento de polvo. Lo estuvo observando. Ni se elevaba ni se disipaba.
Era una carreta que daba tumbos por la llanura, tirada por un pequeño mulo. El cochero quizá se había dormido. Cuando vio a los fugitivos en el camino frenó al mulo y empezó a dar media vuelta y casi lo había conseguido pero el chaval se había adelantado ya y agarró la cabezada de cuero y tiró del animal hasta hacer que se detuviera. Sproule se acercó cojeando. Dos niños miraban desde la trasera de la carreta. Estaban tan pálidos de polvo, tan blanco tenían el pelo y tan arrugada la cara, que parecían dos pequeños gnomos. Al ver al chaval frente a él el cochero se echó atrás y la mujer que estaba a su lado se puso a gorjear con voz estridente y a señalar de un horizonte al otro pero el chaval saltó a la plataforma y Sproule le imitó como pudo y se tumbaron boca arriba mirando la recalentada cubierta de vaqueta mientras los dos niños se acurrucaban en el rincón y los observaban con sus ojos negros de ratón de monte y la carreta giró de nuevo al sur y partió con un creciente traqueteo de madera y metal.
Un cántaro de arcilla con agua colgaba del horcate por una correa y el chaval lo bajó y bebió un poco y se lo pasó a Sproule. Luego lo cogió otra vez y bebió el agua que quedaba. Tumbados en la cama del carromato entre cueros viejos y sal derramada, al cabo de un rato se durmieron.
Llegaron al pueblo que ya era de noche. Les despertó notar que la carreta ya no daba sacudidas. El chaval se incorporó y miró hacia afuera. Una calle de barro a la luz de las estrellas. El carro vacío. El mulo resollaba y pateó entre las limoneras. Al poco rato el hombre llegó de las sombras y los condujo por una calle estrecha hasta un patio y allí hizo recular al mulo hasta que la carreta quedó paralela a una pared y luego desenganchó el mulo y se lo llevó.
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