Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Agallas no les faltaban, dijo el veterano, pero no sabían pelear. Aguantaban como podían. Cuentan que encontraron a algunos encadenados a las cureñas de sus piezas, incluidos los que se ocupaban del armón, pero si fue como dicen yo nunca lo vi. Metimos pólvora en los cerrojos. Reventamos las puertas de la ciudad. Los habitantes parecían ratas despellejadas, eran los mexicanos más blancos que hayas visto nunca. Se tiraron al suelo y empezaron a besarnos los pies y todo. El viejo Bill los dejó a todos libres. Bueno, es que él no sabía lo que habían hecho. Solo les dijo que nada de robar. Por supuesto robaron todo lo que les cayó en las manos. Azotamos a un par de ellos y los dos se murieron de eso pero al día siguiente otro grupo robó unos cuantos mulos y Bill los hizo colgar allí mismo. De lo cual fallecieron también. Pero nunca imaginé que yo acabaría aquí metido.

Estaban sentados con las piernas cruzadas a la luz de una vela comiendo con los dedos de unos cuencos de arcilla. El chaval levantó la vista. Señaló a la comida.

¿Qué es eso?, dijo.

Carne de toro de primera, hijo. De la corrida. Será de algún domingo por la noche.

Mastica bien. No te conviene perder fuerzas.

Masticó. Masticó y les habló del encuentro con los comanches y todos masticaron y escucharon y asintieron.

Me alegro de habérmelo perdido, dijo el veterano. Esos hijos de puta son crueles de verdad. Me contaron de un muchacho del Llano, allá por donde los colonos holandeses, que fue capturado y lo dejaron sin caballo ni nada. Le hicieron andar. Seis días después llegó a Fredericksburg arrastrándose a cuatro patas en pelota viva, y ¿sabéis lo que le habían hecho? Pues arrancarle las plantas de los pies.

Toadvine meneó la cabeza. Hizo un gesto hacia el veterano. Grannyrat (“Abuelita rata”, un apodo. N. del T.) los conoce bien, le dijo al chaval. Ha peleado contra ellos. ¿No es verdad, Granny?

El veterano hizo un gesto displicente. Solo maté a unos que robaban caballos. Cerca de Saltillo. No fue gran cosa. Había allí una gruta que había servido de sepultura a los lipanos. Debía de haber más de mil indios allí metidos. Llevaban puestas sus mejores ropas y mantas y eso. Y también sus arcos y sus cuchillos. Sus collares. Los mexicanos se lo llevaron todo. Los desnudaron de pies a cabeza. Les quitaron todo. Se llevaron indios enteros a sus casas y los pusieron en un rincón vestidos de arriba abajo pero empezaron a corromperse desde que habían salido de la gruta y tuvieron que tirarlos. Para colmo entraron unos americanos y les cortaron las cabelleras a los que quedaban para ver de venderlas en Durango. No sé si tuvieron suerte o no. Creo que algunos de aquellos indios llevaban muertos un centenar de años.

Toadvine estaba rebañando la grasa de su cuenco con una tortilla doblada. Miró al chaval guiñando un ojo a la luz de la vela.

¿Qué crees que nos darían por la dentadura de Dientes de Bronce?, dijo.

Vieron argonautas apedazados conduciendo mulos por las calles, venían de Estados Unidos e iban al sur rumbo a la costa a través de las montañas. Buscadores de oro. Degenerados ambulantes que avanzaban hacia al oeste como una plaga heliotrópica. Saludaron escuetamente a los prisioneros y les lanzaron tabaco y monedas a la calle.

Vieron muchachas de ojos negros y la cara pintada fumando puros pequeños, cogidas del brazo y mirándoles con descaro. Vieron al gobernador en persona muy erguido y ceremonioso en su sulky con maineles de seda franquear la puerta doble del patio de palacio y un día vieron una jauría de humanos de aspecto depravado recorrer las calles montando ponis indios sin herrar, medio borrachos, barbados, bárbaros, vistiendo pieles de animales cosidas con tendones y provistos de toda clase de armas, revólveres de enorme peso y cuchillos de caza grandes como espadones y rifles cortos de dos cañones con almas en las que cabía el dedo gordo y los arreos de sus caballos hechos de piel humana y las bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes luciendo escapularios o collares de orejas humanas secas y renegridas y los caballos con los ojos desorbitados y enseñando los dientes como perros feroces y en aquella tropa había también unos cuantos salvajes semidesnudos que se tambaleaban en sus sillas, peligrosos, inmundos, brutales, en conjunto como una delegación de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana.

En cabeza del grupo, colosal e infantil con su cara de niño, cabalgaba el juez. Tenía las mejillas coloradas y sonreía y hacía reverencias a las damas y levantaba aquel mugriento sombrero suyo. La enorme cúpula de su cabeza cuando la enseñaba era de una blancura deslumbrante y tan perfectamente circunscrita que parecía como si la hubieran pintado. Él y la maloliente chusma que le acompañaba pasearon por las calles pasmadas y se plantaron frente al palacio del gobernador donde su jefe, un hombre menudo de pelo negro, demandó entrar dando un fuerte puntapié a las puertas de roble. Las puertas fueron abiertas en el acto y entraron a caballo, entraron todos, y las puertas se cerraron de nuevo.

Señores, dijo Toadvine, me juego algo a que sé lo que se está cociendo.

Al día siguiente el juez estaba en la calle en compañía de otros fumando un puro y meciéndose sobre sus talones. Llevaba un buen par de botas de cabritilla y observaba a los prisioneros arrodillados en la zanja recogiendo la inmundicia a manos desnudas. El chaval estaba mirando al juez. Cuando los ojos del juez se posaron en él el juez se sacó el puro de entre los dientes y sonrió, O pareció que sonreía. Luego volvió a encajarse el puro entre los dientes.

Aquella tarde Toadvine los convocó y se agacharon junto al muro y hablaron en voz baja.

Se llama Glanton, dijo. Toadvine. Tiene un contrato con Trías. Les pagarán cien dólares por cada cabellera y mil por la cabeza de Gómez. Le he dicho que éramos tres. Caballeros, estamos a punto de salir de este pozo de mierda.

No tenemos pertrechos.

Glanton lo sabe. Ha dicho que abastecería a todo aquel que sea de fiar y que lo deduciría de su parte. Así que no se os ocurra decir que no sois auténticos mataindios, yo he insistido en que éramos tres de los mejores.

Tres días después recorrían las calles montados en fila india con el gobernador y su séquito, el gobernador a lomos de un semental gris claro y los asesinos en sus pequeños ponis de guerra, sonriendo y haciendo venias, y las encantadoras muchachas de tez morena arrojándoles flores desde las ventanas y algunas mandando besos y niños corriendo junto a los caballos y viejos agitando el sombrero y gritando hurras y Toadvine y el chaval y el veterano cerrando la marcha, los pies del último embutidos en sendos tapaderos que casi rozaban el suelo, tan largas tenía las piernas y tan cortas el caballo. Hasta el viejo acueducto de piedra al salir ya de la ciudad donde el gobernador les dio su bendición y brindó a su salud y a su suerte en una ceremonia sencilla y acto seguido tomaron el camino que iba al interior.

VII

Jackson blanco, Jackson negro

Un encuentro en las afueras - Colts Whitneyville

Un juicio - El juez entre los litigantes

Indios delaware - El hombre de Tasmania

Una hacienda - El pueblo de Corralitos

Pasajeros de un país antiguo

Escena de una matanza - Hiccius Doccius

La buenaventura - Sin ruedas por un río oscuro

El viento criminal - Tertium quid

El pueblo de Janos - Glanton corta una cabellera

Jackson entra en escena.

Había en esta compañía dos hombres apellidados Jackson, uno negro y otro blanco, ambos de nombre de pila John. Se tenían inquina y mientras cabalgaban al pie de las áridas montañas el blanco se rezagaba hasta que el otro se ponía a su altura y aprovechaba la poca sombra que aquel podía darle y le hablaba murmurando. El negro frenaba a su caballo o bien lo espoleaba para sacarse al otro de encima. Como si el blanco estuviera invadiendo su terreno, como si se hubiera tropezado con un ritual latente en su sangre oscura o en su oscura alma por el cual la forma que él interceptaba del sol sobre aquel pedregal llevara algo del hombre mismo y por consiguiente corriera algún peligro. El blanco se reía y le canturreaba cosas que sonaban a palabras de amor. Todos estaban pendientes de cómo acabaría aquello pero nadie les sugería un cambio de actitud y cuando Glanton miraba de vez en cuando hacia el final de la columna solo parecía interesado en saber que aún los contaba entre sus filas.

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