Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Aquella mañana la compañía se había reunido en un patio detrás de una casa a las afueras de la ciudad. Dos hombres sacaron de un carro una caja de pertrechos de guerra procedente del arsenal de Baton Rouge y un judío prusiano de nombre Speyer forzó la caja con un punzón y un martillo de herrar y sacó un paquete plano envuelto en papel marrón de carnicería que estaba translúcido de grasa como papel de pastelería. Glanton abrió el paquete y dejó caer el papel al suelo. Tenía en la mano un enorme revólver patente Colt de cañón largo y seis disparos. Era un arma de cinto pensada para dragones y aceptaba en sus largos barriletes una carga de rifle y pesaba más de dos kilos una vez cargada. Aquellas pistolas podían atravesar con sus balas cónicas de media onza un grosor de seis pulgadas de madera de frondosa y en la caja había cuatro docenas. Speyer estaba abriendo las grandes turquesas y los cebadores y los accesorios mientras el juez Holden desenvolvía otro de los revólveres. Todos se acercaron a ver. Glanton limpió el ánima y la recámara del arma y le cogió el cebador a Speyer.

Es una preciosidad, dijo uno.

Cargó las cámaras e introdujo una bala y la asentó mediante la palanca de bisagra fijada a la parte inferior del cañón. Cuando todas las cámaras estuvieron cargadas les aplicó fulminante y miró a su alrededor. En aquel patio, aparte de comerciantes y compradores, había otros varios seres vivos. Lo primero que Glanton puso en el punto de mira fue un gato que en ese preciso momento aparecía en lo alto del muro tan silencioso como un pájaro al posarse. El gato giró para abrirse camino entre las cúspides de cristal roto que coronaban la mampostería. Glanton apuntó con una sola mano y accionó el percutor retirándolo con el dedo gordo. La explosión en medio de aquel silencio de muerte fue mayúscula. El gato desapareció sin más. No hubo sangre ni grito, simplemente se esfumó en el aire. Speyer miró inquieto a los mexicanos. Estaban observando a Glanton. Glanton accionó nuevamente el percutor y giró con la pistola. Un grupo de aves de corral que estaban picoteando el polvo en una esquina del patio se quedaron quietas, ladeando nerviosas la cabeza en distintos ángulos. La pistola rugió y una de las gallinas explotó en una nube de plumas. Las otras se alejaron en silencio estirando sus largos pescuezos. Glanton disparó otra vez. Una segunda ave giró sobre sí misma y cayó patas al aire. Las otras se alejaron trinando débilmente y Glanton giró pistola en mano y disparó a una cabra pequeña que tenía la garganta apoyada en la pared de puro pánico y la cabra cayó al polvo muerta en el acto y Glanton disparó a un cántaro de arcilla que reventó en una lluvia de fragmentos y agua y levantó el revólver y apuntó hacia la casa e hizo sonar la campana en su torre de adobe encima del tejado, un sonido solemne que flotó en el vacío después de que el eco de los disparos se hubiera extinguido.

Una bruma de humo gris flotaba sobre el patio. Glanton montó el arma al pelo e hizo girar el barrilete y bajó el percutor. Una mujer apareció en el portal de la casa y uno de los mexicanos le habló y volvió a meterse dentro.

Glanton miró a Holden y luego miró a Speyer. El judío sonrió nervioso.

No valen ni cincuenta dólares.

Speyer se puso serio. ¿Cuánto vale su vida?, dijo.

En Tejas, quinientos dólares, pero descontando tu sucio pellejo.

El señor Riddle opina que es un buen precio.

El señor Riddle no tiene que pagar.

Pero él adelanta el dinero.

Glanton examinó la pistola.

Pensaba que habían llegado a un acuerdo, dijo Speyer.

No hay ningún acuerdo.

Son armas vendidas para la guerra. Nunca verá otras iguales.

No hay acuerdo mientras cierta cantidad de dinero no cambie de manos.

Un destacamento, formado por diez o doce soldados, entró de la calle con las armas apercibidas.

¿Qué pasa aquí?

Glanton miró a los soldados sin interés.

Nada, dijo Speyer. Todo va bien.

¿ Bien? El sargento estaba mirando las aves muertas, la cabra.

La mujer volvió a asomar.

Tranquilo, dijo Holden. Asuntos del gobernador.

El sargento los miró y miró a la mujer que estaba en la puerta.

Somos amigos del señor Riddle, dijo Speyer.

Ándale, dijo Glanton. Tú y tus fantoches de negros.

El sargento dio un paso al frente y adoptó una postura de autoridad. Glanton escupió. El juez había cubierto ya el espacio entre los dos y se llevó al sargento aparte y se puso a conversar con él. El sargento le llegaba a la axila y el juez hablaba efusivamente y gesticulaba con gran vehemencia. Los soldados aguardaron en cuclillas con sus mosquetes, estudiando inexpresivos al juez.

A ese hijoputa no le ofrezcas ni un centavo, dijo Glanton.

Pero el juez venía ya con el sargento para proceder a una presentación oficial.

Le presento al sargento Aguilar, dijo en voz alta, abrazándose al desharrapado militar. El sargento tendió su mano con mucha formalidad. La mano ocupó aquel espacio y la atención de cuantos allí había como algo que requiriese una homologación. Speyer dio un paso al frente y se la estrechó.

Mucho gusto.

Igualmente, dijo el sargento.

El juez le fue presentando a todos los miembros de la compañía, el sargento muy serio él, y los americanos murmurando obscenidades o meneando en silencio la cabeza. Los soldados permanecían sentados sobre los talones y observaban cada movimiento de aquella pantomima con el mismo escaso interés, y finalmente el juez llegó adonde estaba el negro.

Aquella sombría cara de irritación hizo que el sargento se acercara para poder observarlo mejor y luego acometió una laboriosa presentación en español. Explicó al sargento a grandes rasgos la problemática carrera del hombre que tenían delante, bosquejando diestramente con sus manos las formas de los muchos y variados caminos que convergían aquí en la autoridad última de lo existente -asimismo lo expresó- como cordeles que uno hace pasar por el ojo de una anilla. Presentó a su consideración varias alusiones a los hijos de Cam, a las tribus perdidas de los hebreos, ciertos pasajes de los poetas griegos, especulaciones antropológicas en cuanto a la propagación de las razas en su diáspora y aislamiento imputables a los cataclismos geológicos y una valoración de las características raciales con respecto a las influencias climáticas y geográficas. El sargento escuchó todo aquello y más con gran atención y cuando el juez hubo terminado dio un paso al frente y le tendió la mano al negro.

Jackson hizo caso omiso. Miró al juez.

¿Qué le has dicho, Holden?

No se te ocurra insultarle.

¿Qué le has dicho?

La expresión del sargento había cambiado. El juez le pasó el brazo por los hombros y se inclinó para hablarle al oído y el sargento asintió y dio un paso atrás y saludó marcialmente al negro.

¿Qué le has dicho, Holden?

Que en tu país no teníais costumbre de dar la mano.

Antes de eso. Qué le has dicho antes.

El juez sonrió. No es preciso, dijo, que las partes aquí presentes estén en posesión de los hechos concernientes a este caso, pues en definitiva sus actos se ajustarán a la historia con o sin su conocimiento. Pero cuadra con la idea del principio justo que los hechos en cuestión (en la medida en que se los pueda forzar a ello) encuentren depositario en una tercera persona que ejerza de testigo. El sargento Aguilar es precisamente esa persona y cualquier duda acerca del cargo que ostenta no es sino una consideración secundaria comparada con los perjuicios a ese más amplio protocolo impuesto por la agenda inexorable de un destino absoluto. Las palabras son objetos. De las palabras que él detenta no se le puede despojar. El poderío de esas palabras trasciende el desconocimiento que él tiene de su significado.

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