Saca las manos del caballo, dijo Glanton.
El hombre no hablaba inglés pero obedeció. Empezó a exponer su caso. Gesticulaba, señalaba hacia los otros. Glanton le observaba pero era difícil saber si le estaba escuchando. Se volvió para mirar al chico y a las dos mujeres y miró de nuevo al hombre.
¿Qué sois?, dijo.
El hombre se llevó la mano a la oreja y se lo quedó mirando boquiabierto.
Digo que qué sois. ¿Tenéis un espectáculo?
Miró hacia los otros.
Un espectáculo, repitió Glanton. Bufones.
La cara del hombre se iluminó. Sí, dijo. Si, bufones. De todo un poco. Miró al chico. ¡ Casimiro! ¡Los perros!
E l chico corrió hacia uno de los burros y empezó a hurgar entre los embalajes. Sacó una pareja de animales calvos con orejas de murciélago, ligeramente más grandes que ratas y pardos de color, y los lanzó al aire y los cogió al vuelo y los animales se pusieron a hacer piruetas en sus manos.
¡Mire, mire!, exclamó el hombre. Estaba buscando algo en sus bolsillos y momentos después se puso a hacer malabarismos con cuatro pequeñas pelotas de madera frente al caballo de Glanton. El caballo resopló y alzó la cabeza y Glanton se inclinó en la silla y escupió y se limpió la boca con el dorso de la mano.
Qué gansada, dijo.
El hombre insistía en sus malabares y les gritó algo a las mujeres y los perros bailaban y madre e hija estaban preparando alguna cosa cuando Glanton le habló al viejo.
No sigas con esa mierda. Si queréis venir con nosotros poneos a la cola. No prometo nada. Vámonos.
Picó a su caballo. La compañía se puso en movi miento y el malabarista mandó a las mujeres hacia los burros y el chico se quedó parado con los ojos muy abiertos y los perros bajo el brazo esperando instrucciones. Partieron en medio de la chusma entre grandes conos de escoria y relaves. La gente se los quedó mirando. Algunos hombres estaban cogidos de la mano como enamorados y un niño pequeño llegó tirando de un ciego por un cordel para buscarle un lugar estratégico.
A mediodía cruzaron el pedregoso lecho del río Casas Grandes y siguieron una cama de roca por encima del desvaído hilo de agua dejando atrás un osario donde varios años antes soldados mexicanos habían exterminado un campamento de apaches, mujeres y niños, los huesos y los cráneos esparcidos a lo largo de medio kilómetro y los pequeños miembros de niños de pecho y sus endebles cráneos desdentados como osamentas de pequeños monos en el lugar de su muerte y algunos restos de cestas arruinadas por la intemperie y vasijas rotas entre los cascajos. Siguieron adelante. El río salía de las áridas montañas por un pasillo de árboles verde lima. Al oeste se recortaba el Carcaj y al norte los borrosos picos azules de las Ánimas.
Aquella noche acamparon en una ventosa meseta de piñón y enebro y las lumbres se inclinaban a favor del viento y cadenas de chispas incandescentes correteaban por entre las matas. Los saltimbanquis descargaron sus burros y empezaron a levantar una enorme tienda gris. La lona ilustrada de garabatos arcanos restallaba dando bandazos, se erguía imponente, orzaba y los envolvía en sus faldones. La niña estaba en el suelo sosteniendo una esquina de tela rebelde. Su cuerpo empezaba a reptar por la arena. El malabarista dio unos pasitos. Los ojos de la mujer estaban rígidos a la luz de la lumbre.
Mientras la compañía los observaba fueron arrebatados los cuatro silenciosamente de la vista más allá del radio de luz de la fogata hacia el desierto aullante como suplicantes agarrados a las faldas de una diosa colérica y exaltada.
Las estacas vieron avanzar la tienda inexorablemente hacia la noche. Cuando la familia de malabaristas regresó venían discutiendo entre ellos y el hombre se acercó al borde de la lumbre y escrutó las airadas tinieblas y se dirigió a ellas con un puño amenazador y no quiso volver hasta que la mujer envió al chico a buscarle. Ahora estaba sentado ante el fuego mientras el resto de la familia deshacía el equipaje. Le observaban con inquietud. Glanton le observaba también.
Eh, comediante, dijo.
El malabarista alzó la cabeza. Se señaló con un dedo.
Sí, tú, dijo Glanton.
Se levantó y fue hacia él despacio. Glanton estaba fumando un punto negro. Miró al malabarista.
¿Sabes decir la buenaventura?
El malabarista parpadeó. ¿ Cómo?
Glanton se puso el cigarro en la boca e hizo como que repartía naipes. La baraja, dijo. Para adivinar la suerte.
El malabarista puso una mano en alto. Sí, sí, dijo, sacudiendo la cabeza con vigor. Todo, todo. Levantó un dedo y luego dio media vuelta y fue hacia la colección de fruslerías parcialmente descargadas de los burros. Regresó sonriendo afablemente mientras manipulaba las cartas con gran agilidad.
Ven, dijo. Ven.
La mujer le siguió. El malabarista se agachó delante de Glanton y le habló en voz baja. Se volvió para mirar a la mujer y barajó las cartas y se levantó y tomándola de la mano se la llevó lejos de la lumbre y la hizo sentar mirando hacia lo oscuro. Ella se levantó la falda y se ensimismó y él le vendó los ojos con un pañuelo que había sacado de su camisa.
Bueno, dijo en voz alta. ¿Puedes ver?
No.
¿Nada?
Nada, dijo la mujer.
Bien, dijo el malabarista.
Avanzó en dirección a Glanton con la baraja en la mano. La mujer se quedó sentada como una estatua. Glanton hizo un gesto para que se fuera.
Los caballeros, dijo.
El malabarista se volvió. El negro observaba acuclillado ante la lumbre y cuando el malabarista desplegó las cartas en abanico se levantó y fue hacia él.
El malabarista le miró. Juntó y desplegó de nuevo las cartas e hizo una pasada por encima con la mano izquierda y se las tendió y Jackson tomó una carta y la miró.
Bueno, dijo el malabarista. Bueno. Le aconsejó silencio llevándose un dedo a sus finos labios y cogió la carta y la sostuvo en alto y giró con ella en la mano. La carta crujió una vez audiblemente. Observó a la compañía. Estaban fumando, estaban atentos. Les mostró la carta ejecutando con el brazo un pausado movimiento circular. Llevaba dibujados un bufón vestido de arlequín y un gato. El tonto, dijo en voz alta.
El tonto, repitió la mujer. Levantó ligeramente la barbilla y entonó un sonsonete. El negro consultante permanecía en pie, solemne como un reo. Sus ojos cubrieron la compañía. El juez estaba cara al viento desnudo hasta la cintura, como una gran deidad pálida, y sonrió cuando el negro lo miró a él. La mujer calló. El viento hacía volar el fuego.
Quién, quién, gritó el malabarista.
El negro, dijo ella tras una pausa.
El negro, dijo el malabarista, volviéndose con la carta. Su vestido restallaba al viento. La mujer alzó la voz para hablar de nuevo y el negro preguntó a sus camaradas:
¿Qué dice?
El malabarista se había dado la vuelta y dedicaba pequeñas venias a la concurrencia.
¿Qué dice, Tobin…?
El ex cura meneó la cabeza. Idolatría, negrito, pura idolatría. No le hagas caso.
¿Qué ha dicho, juez?
El juez sonrió. Había estado sacándose bichos de los pliegues de su piel lampiña y levantó una mano con el pulgar y el índice apretados como si fuera a dar la bendición para acto seguido arrojar al fuego una cosa invisible. ¿Qué ha dicho?
Sí. Qué.
Creo que viene a decir que en tu suerte está la suerte de todos nosotros.
¿Y cuál es esa suerte?
El juez sonrió bonachón, su frente fruncida parecía la de un delfín. ¿Tú bebes, Jackie?
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