Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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No más que algunos.

Creo que ella te previene contra el demonio del ron. Prudente consejo, ¿no te parece?

Eso no es decir la buenaventura.

En efecto. El cura lleva razón.

El negro frunció el entrecejo pero el juez se inclinó hacia delante y le miró con detenimiento. No arrugues esa frente endrina, amigo mío. Al final todo te será revelado. A ti como a cualquier otro.

Varios de los allí sentados parecieron sopesar las palabras del juez y algunos se volvieron para mirar al negro. Se le veía inquieto como un homenajeado y al final se apartó del círculo de luz y el malabarista se levantó e hizo un gesto con las cartas, desplegándolas en abanico ante él, y avanzó siguiendo el círculo de las botas de los hombres con las cartas extendidas como si ellas mismas hubieran de encontrar su candidato.

Quién, quién, iba susurrando.

Todos se mostraban remisos. Cuando llegó a la altura del juez, el juez, que estaba sentado con la mano abierta sobre la amplia extensión de su barriga, levantó un dedo y señaló.

Ese de ahí, dijo. Blasarius.

¿Cómo?

El joven.

El joven, repitió el malabarista en un susurro. Miró lentamente en derredor con aire de misterio hasta que sus ojos se posaron en el susodicho. Pasó entre los aventureros apretando el paso. Se plantó delante del chaval, se agachó con las cartas en la mano y las desplegó en abanico con un pausado movimiento rítmico similar a los de ciertas aves en el cortejo.

Una carta, una carta, dijo.

El chaval le miró y luego miró a sus compañeros.

Adelante, dijo el malabarista ofreciendo la baraja.

Cogió un naipe. Nunca los había visto iguales, pero el que había elegido le sonaba un poco. Puso la carta del revés, la examinó y le dio la vuelta.

El malabarista tomó en la suya la mano del muchacho y giró la carta para poder verla. Luego la cogió y la sostuvo en alto.

El cuatro de copas, dijo en voz alta.

La mujer levantó la cabeza. Parecía una marioneta ciega a la que hubiera sorprendido el repentino tirar de un cordel.

Cuatro de copas, dijo. Movió los hombros. El viento hacía ondear sus prendas y sus cabellos.

Quién es, gritó el malabarista.

El hombre más…, dijo ella. El más joven. El muchacho.

El muchacho, dijo el malabarista. Giró la carta para que todos la vieran. La mujer se quedó sentada como la interlocutora ciega entre Bóaz y Yakín representada en la única carta de aquella baraja que no verían salir a la luz, pilares verdaderos y verdadera carta, falsa profetisa para todos. Reanudó su salmodia.

El juez reía en silencio. Se inclinó un poco para ver mejor al chaval. El chaval miró a Tobin y a David Brown y miró al propio Glanton pero ellos no se reían. El malabarista le observaba con extraña intensidad. Siguió la mirada del chaval hasta el juez y en sentido inverso. Cuando el chaval le miró, el malabarista le ofreció una sonrisa torcida.

Lárgate, dijo el chaval.

El otro adelantó una oreja. Un gesto común y que servía en cualquier lengua. La oreja era oscura y deforme, como si al utilizarla de aquella forma hubiera recibido no pocos tortazos, o como si se hubiera arruinado por culpa de las noticias que otros hombres le ofrecían. El chaval repitió sus palabras pero uno de Kentucky que se llamaba Tate y que había estado en los rangers de McCulloch igual que Tobin y otros de la compañía se inclinó para susurrarle algo al adivino y luego se levantó, hizo una ligera inclinación y se apartó. La mujer había dejado de cantar. El malabarista se tambaleaba ligeramente a merced del viento y el fuego fustigaba el campamento con su azote incandescente. Quién más, dijo en voz alta.

El jefe, dijo el juez.

El malabarista buscó a Glanton con la mirada. Glanton estaba impertérrito. El malabarista miró hacia la mujer sentada más allá, cara a la negrura, bamboleándose un poco, compitiendo con la noche en sus harapos. Se llevó un dedo a los labios y extendió los brazos en un gesto de incertidumbre.

El jefe, susurró el juez.

Pasando junto al grupo que rodeaba la lumbre el malabarista se plantó delante de Glanton y se agachó y le ofreció las cartas, desplegándolas con ambas manos. Sus palabras, si es que llegó a hablar, pasaron desapercibidas. Glanton sonrió con los ojos achicados por la arena que el viento levantaba. Adelantó una mano, la detuvo y miró al hombre. Luego cogió la carta.

El malabarista cerró la baraja y se la guardó en algún recoveco de su vestido. Hizo ademán de coger la carta que sostenía Glanton. Quizá la tocó, quizá no. La carta desapareció. Primero estaba en la mano de Glanton y luego ya no estaba. Los ojos del malabarista la siguieron allá donde se había perdido en la oscuridad. Tal vez Glanton había visto la figura del naipe. ¿Qué podía haber significado para él? El malabarista estiró el brazo fuera del círculo de luz hacia el caos desnudo pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó sobre Glanton, creando así un instante de extraño vínculo, los brazos del viejo en torno al jefe como si quisiera consolarlo en su escuálido seno.

Glanton blasfemó y se lo sacó de encima y en ese preciso momento la mujer empezó a canturrear.

Glanton se levantó.

Ella levantó la barbilla, farfullando a la noche.

Hazla callar, dijo Glanton.

La carroza, la carroza, gritó la bruja. Invertida. Carta de guerra, de venganza. La vi sin ruedas sobre un río oscuro…

Glanton le gritó y ella hizo una pausa como si hubiera oído, pero no era así. La mujer parecía haber captado un nuevo rumbo en sus adivinaciones.

Perdida, perdida. La carta está perdida en la noche.

La niña, que todo este rato había permanecido al borde de la tremenda oscuridad, se persignó en silencio. El viejo malabarista seguía de rodillas allí donde había caído. Perdida, perdida, susurró.

Un maleficio, gritó la vieja. Qué viento tan malvado…

Verás cómo te callas de una vez, dijo Glanton sacando su revólver.

Carroza de muertos, llena de huesos. El joven que…

Como un yinn imponente, el juez pasó sobre el fuego y las llamas lo restituyeron como si en cierto modo hubiera sido connatural a su elemento. Rodeó a Glanton con los brazos. Alguien arrebató a la vieja la venda que llevaba y ella y el malabarista fueron despedidos a tortazos y cuando la compañía se dispuso a dormir y la lumbre a medio consumir rugía en el vendaval como una cosa viva aquellos cuatro permanecieron agachados al borde del círculo de luz entre sus extraños cachivaches y observaron las llamas escurrirse en la dirección del viento como absorbidas por un maelstrom en aquel vacío, un vórtice en aquel desierto a propósito del cual el tránsito del hombre y sus propios cálculos quedan igualmente abolidos. Como si al margen de la voluntad o del hado él y sus bestias y sus avíos viajaran bajo consignación, tanto en las cartas como en sustancia, hacia un destino totalmente ajeno.

Cuando partieron de madrugada el día era muy pálido con el sol aún por salir y el viento había menguado durante la noche y las cosas de la noche ya no estaban. El malabarista fue en su burro hasta la cabeza de la columna y se puso a hablar con Glanton y cabalgaron juntos y no habían dejado de hacerlo cuando por la tarde la compañía llegó a la localidad de Janos.

Un ruinoso presidio amurallado hecho totalmente de adobe, una esbelta iglesia de adobe y atalayas de adobe y todo ello lavado por las lluvias y aterronado y cayéndose en una blanda decadencia. Precedida la llegada de los jinetes por perros de casta anónima que aullaban lastimeramente y se escabullían entre las paredes desmoronadas.

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