El capitán hablaba en voz baja y vehemente. Inclinó la cabeza a un lado y miró al chaval con cierta benevolencia. El chaval se frotó las palmas de las manos en las rodilleras de su mugriento pantalón. Miró de reojo al hombre sentado a su lado, pero parecía haberse dormido.
¿Qué hay de la silla?, dijo.
¿Silla?
Sí señor.
¿No tienes silla?
No señor.
Pensaba que tenías un caballo.
Un mulo.
Ah.
Tengo un resto de silla encima del mulo pero no queda gran cosa. Tampoco es que quede gran cosa del mulo. Dijo que me darían un caballo y un rifle.
¿Eso dijo el sargento Trammel?
Yo no le prometí ninguna silla, dijo el sargento.
Le conseguiremos una.
Pero sí le dije que le buscaríamos ropa que ponerse, capitán.
Bien. Seremos irregulares pero no queremos parecer una chusma; ¿verdad que no?
No señor.
Tampoco nos quedan caballos domados, señor, dijo el sargento.
Domaremos uno.
El chico que entendía mucho de caballos está de permiso.
Ya lo sé. Busque a otro.
Sí señor. Quizá este muchacho sepa domar caballos. ¿Lo has hecho alguna vez?
No señor.
A mí no me digas señor.
Sí señor.
Sargento, dijo el capitán, bajando del escritorio.
Sí señor.
Enrole a este hombre.
El campamento estaba río arriba a las afueras de la ciudad. Una tienda hecha con pedazos de lona de carro, unas cuantas chozas construidas con zarzas y al fondo un corral en forma de ocho igualmente hecho de zarzas donde unos cuantos ponis pintados soportaban el sol de mala gana.
Cabo, llamó el sargento.
El cabo no está.
Desmontó y fue hacia la tienda y retiró el faldón de la entrada. El chaval esperó montado en su mulo. Tres hombres tumbados a la sombra de un árbol le miraron. Hola, dijo uno.
Hola.
¿Eres nuevo?
Supongo.
¿El capitán ha dicho cuándo nos largamos de este agujero inmundo?
No.
El sargento salió de la tienda. ¿Dónde está?, dijo.
Se fue a la ciudad.
A la ciudad, repitió el sargento. Ven aquí.
El hombre se levantó del suelo y fue lentamente hacia la tienda y se quedó de pie con las manos a la espalda.
Este muchacho no tiene equipo, dijo el sargento.
El hombre asintió.
El capitán le ha dado una camisa y dinero para que le remienden las botas. Hemos de conseguirle una montura y también una silla.
Una silla.
Habrá que vender bien el mulo para poder comprarle todo eso.
El hombre contempló el mulo y luego miró pestañeando al sargento. Se inclinó para escupir al suelo.
De ese mulo no sacamos ni diez dólares.
Lo que saquemos servirá.
Acaban de matar otro ternero.
No quiero saber nada de eso.
Yo no puedo hacer nada.
Al capitán no le diré nada. Pondría los ojos en blanco hasta que se le salieran de las cuencas y le cayeran al suelo.
El hombre volvió a escupir. Bueno, eso sí que es verdad.
Ocúpese de este hombre. He de irme.
Bueno.
No hay nadie enfermo, ¿verdad?
No.
Menos mal.
Se irguió sobre la silla y rozó con las riendas el cuello de su caballo. Miró hacia atrás y meneó la cabeza.
Por la tarde el chaval y otros dos reclutas fueron a la ciudad. Se había bañado y afeitado y llevaba unos pantalones de pana azul y la camisa de algodón que le había dado el capitán y a excepción de las botas parecía un hombre totalmente distinto. Sus amigos montaban pequeños y coloreados caballos que cuarenta días atrás habían correteado libres por la pradera y ahora respingaban y brincaban y entrechocaban las mandíbulas como las tortugas.
Espera a tener uno de estos, dijo el segundo cabo. Eso sí que es divertirse a base de bien.
Son buenos caballos, dijo el otro.
Ahí dentro todavía quedan uno o dos que podrían serlo.
El chaval los miró desde su mulo. Cabalgaban uno a cada lado como si le escoltaran y el mulo trotaba con la cabeza erguida y los ojos yendo de un lado para otro. Te harán caer de culo al suelo, dijo el otro cabo.
Cruzaron una plaza repleta de carros y ganado. De inmigrantes y tejanos y mexicanos y de esclavos e indios lipanos y delegaciones de karankawas altos y austeros, la cara teñida de azul y las manos cerradas en torno a los palos de sus lanzas de dos metros, salvajes casi desnudos que con sus rostros pintados y su secreta afición por la carne humana parecían presencias monstruosas incluso entre tan fabulosa compañía. Cabalgando con las riendas cortas los reclutas dejaron atrás el juzgado y bordearon los muros altos de la cárcel cuya mampuesta superior estaba erizada de fragmentos de vidrio. En la plaza principal se había congregado una banda de música que estaba afinando los instrumentos. Los jinetes torcieron por Salinas Street dejando atrás pequeños garitos y puestos de café y en esta calle había bastantes mexicanos, guarnicioneros y comerciantes y propietarios de gallos de pelea y zapateros y remendones en sus casetas o en tiendas de adobe. El segundo cabo era tejano y hablaba un poco de español y les dijo que quería cambiar el mulo. El otro chico era de Misuri. Estaban muy alegres, aseados y bien peinados, todos con la camisa limpia. Previendo ambos una noche de alcohol, quizá de amor. Cuántos jóvenes no han vuelto a casa tiesos y muertos tras noches parecidas con parecidos planes.
Trocaron el mulo equipado como estaba por una silla de fabricación tejana, apenas el fuste recubierto de cuero crudo, no nueva pero en buen estado. Por una brida y un bocado que sí eran nuevos. Por una manta de lana tejida en Saltillo que estaba llena de polvo, nueva o no. Y también una moneda de oro de dos dólares y medio. El tejano observó aquella pequeña moneda en la mano del chaval y exigió más dinero pero el guarnicionero dijo que no y levantó las manos en un gesto concluyente.
¿Y mis botas qué?, dijo el chaval.
Y sus botas, dijo el tejano.
¿Botas?
Sí. Hizo gestos de coser.
El guarnicionero miró las botas del muchacho. Juntó las yemas de los dedos en un gesto de impaciencia y el chaval se quitó las botas y se quedó descalzo en el polvo.
Cuando todo estuvo listo se miraron unos a otros en mitad de la calle. El chaval se había colgado al hombro su arnés nuevo. El segundo cabo se volvió al muchacho de Misuri. ¿Tienes algo de dinero, Earl?
Ni un centavo.
Pues yo tampoco. Lo mejor será que volvamos a ese agujero cochambroso.
El chaval movió el peso del arzón que llevaba al hombro. Todavía hemos de bebernos este cuarto de águila, (Eagle, “águila”, moneda de oro de 0 dólares. N. del T.) dijo.
En el Laredito ya se ha puesto el sol. Los murciélagos abandonan sus nidos en el palacio de justicia y en la torre y sobrevuelan el barrio. El aire va cargado de olor a carbón de palo. Niños y perros descansan junto a las galerías de adobe y gallos de pelea aletean y se posan en las ramas de los frutales. Ellos, los tres camaradas, van a pie siguiendo un muro de barro sin encalar. De la plaza llegan débiles los sonidos de una banda. Pasan frente a la carreta de un comerciante de agua y frente a un agujero en la pared donde a la luz de una pequeña fragua un viejo da forma al metal a martillazos. Al pasar junto a un zaguán ven a una joven cuya belleza es digna de las flores de la región.
Llegan por fin a una puerta de madera. Está engoznada a una puerta más grande y todos han de salvar el umbral de un palmo de alto cuya madera han desgastado un millar de botas, donde centenares de imbéciles han tropezado o caído o trastabillado ebrios hasta la calle. Pasan frente a una ramada que hay en un patio junto a una vieja pérgola donde pequeñas aves de corral cabecean en la penumbra entre retorcidas parras estériles y entran a una cantina donde hay luces encendidas y agachando la cabeza para salvar un dintel bajo van directos al mostrador uno dos y tres.
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