Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Hay en este local un viejo menonita trastornado que se vuelve para mirarlos. Es un hombre flaco con chaleco de piel, en la cabeza un sombrero negro de ala recta, bigote ralo. Los reclutas piden whisky y apuran sus vasos y piden más. En las mesas adosadas a la pared se juega al monte y en otra mesa hay putas que miran a los reclutas. Los reclutas están medio de espaldas a la barra con los pulgares metidos en el cinturón y observan. Hablan entre ellos en voz alta acerca de la expedición y el viejo menonita sacude mohíno la cabeza y bebe un poco y murmura.

Os pararán al llegar al río, dice.

El segundo cabo mira hacia donde está el hombre. ¿Me lo dice a mí?

En el río. Ya veréis. Os meterán a todos en la cárcel.

¿Quién?

El ejército de los Estados Unidos. El general Worth.

Y una mierda.

Rezad para que así sea.

Mira a sus camaradas. Se inclina hacia el menonita. ¿Qué significa eso, viejo?

Si cruzáis ese río con vuestro ejército de filibusteros no volveréis nunca.

No pensamos volver. Vamos hacia Sonora.

A ti qué más te da, viejo.

El menonita contempla las sombras que hay ante ellos y que se reflejan hacia él en el espejo de detrás de la barra. Se vuelve a los reclutas. Tiene los ojos húmedos, habla despacio. La ira de Dios está dormida. Estuvo oculta un millón de años antes de que el hombre existiera y solo el hombre tiene el poder de despertarla. En el infierno hay sitio de sobra. Oídme bien. Vais a hacer la guerra de un loco a un país extranjero. Despertaréis a algo más que a los perros.

Pero ellos censuraron al viejo y le maldijeron hasta que se apartó de la barra murmurando, ¿y cómo iba a ser si no?

Estas cosas terminan así. Entre confusión e insultos y sangre. Siguieron bebiendo y el viento soplaba en las calles y las estrellas que habían estado en lo alto descendieron hacia el oeste y aquellos jóvenes se indispusieron con otros jóvenes y hubo intercambio de palabras imposibles de enmendar y al amanecer el chaval y el segundo cabo se arrodillaron junto al chico de Misuri que se llamaba Earl y pronunciaron su nombre pero el otro ya no podía responder. Estaba tumbado en el polvo del patio. Los hombres se habían ido, las putas también. Un viejo barría el piso de arcilla dentro de la cantina. El chico yacía en un charco de sangre con el cráneo reventado, nadie sabía a manos de quién. Alguien se les acercó por el patio. Era el menonita. Soplaba un viento cálido y por el este asomaba una luz gris. Las aves que pasaban la noche entre las parras habían empezado a agitarse y a cantar.

Hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella, dijo el menonita. Se puso en la cabeza el sombrero que sostenía en las manos y giró en redondo y salió por la verja.

IV

En ruta con los filibusteros - En tierra extranjera

Cazando antílopes - Perseguidos por el cólera

Lobos - Reparando los carros - Soledad desértica

Tormentas nocturnas - La manada fantasma

Implorando lluvia - Una heredad en el desierto

El viejo - Nuevo país - Un pueblo abandonado

Boyeros en el llano - Atacados por comanches.

Cinco días después a lomos del caballo del muerto cruzaba la plaza con los demás jinetes y los carros y salía de la ciudad rumbo al sur. Pasaron por Castroville, donde los coyotes habían desenterrado a los muertos y esparcido sus huesos, y cruzaron el río Frío y cruzaron después el Nueces y dejaron el camino a Presidio y giraron al norte con batidores en cabeza y en la retaguardia. Cruzaron e1 del Norte ya de noche y salieron del somero vado arenoso a un desierto tremendo.

Amaneció con la compañía desplegada en larga fila sobre la llanura, gimiendo ya la madera seca de los carros, resoplando los caballos. Ruido sordo de los cascos y rechinar metálico de los enseres y tintineo ininterrumpido de los arneses. Sin contar las escasas chumberas y eléboros y algún que otro trecho de hierba torcida, el terreno era pelado y también lo eran las colinas que había hacia el sur. Por el oeste el horizonte era llano y fiel como un nivel de burbuja.

Los primeros días no vieron caza ni vieron otras aves que unos ratoneros. A lo lejos divisaron rebaños de ovejas o cabras moviéndose por el horizonte entre nubes de polvo y comieron la carne de asnos salvajes que habían matado en la llanura. El sargento portaba en su funda de arzón un pesado rifle Wesson que hacía uso de una boca falsa y taco de papel y que disparaba una bala de forma cónica. Con él mataba pequeños cerdos salvajes del desierto y más adelante, cuando empezaron a ver manadas de antílopes, se detenía al anochecer con el sol a ras de tierra y enroscando un bípode a la pestaña que llevaba en la parte inferior del cañón mataba aquellos animales a distancias de medio kilómetro mientras estaban pastando. El rifle llevaba una mira Vernier montada en la espoleta y el sargento estudiaba la distancia y la fuerza del viento y ajustaba el alza como si estuviera utilizando un micrómetro. El segundo cabo se situaba a su lado con un catalejo y gritaba alto o bajo en caso de que errase el tiro y el carro esperaba cerca de allí hasta que el sargento había cazado tres o cuatro ejemplares y luego regresaba por el llano ya más fresco mientras los desolladores iban dando tumbos y riendo en la plataforma. El sargento nunca enfundaba el rifle sin antes haber limpiado y engrasado el ánima.

Iban bien armados, cada hombre con su rifle y muchos con los revólveres Colt de cinco tiros y pequeño calibre. El capitán llevaba un par de pistolas de dragón en sendas fundas que montaban de través sobre el borrén de la silla, una a cada lado a la altura de la rodilla. Eran armas reglamentarias del ejército estadounidense, patentadas por Colt, y el capitán las había comprado a un desertor en una caballeriza de Soledad pagando ochenta dólares en monedas de oro por ellas y las pistoleras y la turquesa y el cebador con que venían.

El rifle que llevaba el chaval había sido recortado y recalibrado para que pesase poco y la turquesa era tan pequeña que para asentar las balas había que atacarlas con piel de ante. Lo había usado varias veces y el rifle disparaba a donde le daba la gana. Lo sostenía apoyado en el fuste de la silla, pues no disponía de funda. Lo habían llevado así años y años atrás, y la parte anterior de la culata estaba muy gastada por debajo.

Al anochecer el carro volvió con la carne. Los desolladores habían llenado la plataforma de ramas de mezquite y de tocones arrancados del suelo con los caballos y procedieron a descargar la leña y empezaron a cortar en pedazos los antílopes ya destripados en la caja del carro con hachas y cuchillos de caza, riendo en medio de un revoltijo de vísceras, espeluznante escena a la luz de faroles sostenidos a mano. Ya de noche los renegridos costillares humeaban en las llamas y había sobre las brasas un torneo con palos acepillados a los que habían espetado trocitos de carne y había un concierto de escudillas y las chanzas no terminaban. Y durmiendo aquella noche en la fría llanura de un país extranjero, cuarenta y seis hombres envueltos en mantas bajo las mismísimas estrellas, los lobos de la pradera tan parecidos en sus gimoteos, pero todo tan cambiado y singular alrededor.

Cada día se ponían en camino antes de que la oscuridad se hubiera disipado y comían carne fría y bollos y no encendían fuego. El sol se elevaba sobre una columna que en solo seis días de marcha ya carecía de orden. Entre las ropas que llevaban había poca armonía y menos aún entre sus sombreros. Los ponis pintados andaban furtivos y truculentos y un sañudo enjambre de moscas peleaba sin cesar en la plataforma del carro de la carne. El polvo que levantaba la columna se dispersaba y desvanecía rápidamente en la inmensidad del paisaje y no había otro polvo que el del pálido proveedor que los perseguía sin dejarse ver y su caballo magro y su magra carreta no dejan huellas en este ni en ningún otro terreno. A la luz de un millar de fuegos en el crepúsculo azul acerado tiene el hombre su economato y es un comerciante jocoso e irónico siempre dispuesto a seguir cualquier campaña o a acosar a los hombres en sus agujeros precisamente en esas regiones calcinadas adonde acuden para esconderse de Dios. Aquel día enfermaron dos hombres y uno murió al anochecer. Por la mañana otro enfermo ocupó su sitio. Los pusieron a los dos en el carro de los víveres entre sacos de alubias y arroz y café tapados con mantas para que no les diera el sol y viajaron soportando los bandazos y las sacudidas del carro que casi les sacaban la carne de los huesos, de tal manera que suplicaron para que los dejaran en tierra y luego murieron. En el crepúsculo matutino los hombres fueron a cavar unas tumbas con omoplatos de antílope y los cubrieron con piedras y se pusieron de nuevo en camino.

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