El chico se abrió paso a empujones desde la parte de atrás en el momento en que arrastraban a la loba por encima de las tablas y la metían en el reñidero. Los de las gradas se levantaron para ver. El hombre que estaba en la estacada encadenó a la loba al tubo y luego la llevó hasta el extremo de la cuerda y la tumbó en el suelo con las patas abiertas para quitarle el bozal casero. Después se apartaron y descorrieron el nudo de la cuerda con que la habían estirado en el suelo. La loba se incorporó y miró en torno a ella. Se la veía pequeña y zarrapastrosa y tenía el lomo arqueado como si fuera un gato. Se le había soltado el vendaje de la pata y se movía de un extremo a otro de la cadena; sus blancos dientes brillaban bajo la luz de los reflectores metálicos del techo.
Los cuidadores ya habían traído la primera pareja de perros, que saltaban, ladraban y tiraban de sus traíllas. Los espectadores llamaron a voces a los dueños de los dos perros que iban delante e hicieron sus apuestas. Eran perros jóvenes e indecisos. Los cuidadores los empujaron por encima del palenque y una vez en el reñidero los perros empezaron a dar vueltas en torno a la loba sin dejar de ladrarle y mirarse entre sí. Los cuidadores los azuzaron a silbidos y los perros siguieron dando vueltas con cautela. La loba se acurrucó y enseñó los dientes. La muchedumbre se puso a gritar y silbar, y poco después un hombre que estaba al otro extremo del reñidero hizo sonar un silbato. Los cuidadores avanzaron, cogieron los extremos de las cadenas, tiraron de los perros, los izaron de nuevo por encima del palenque y se los llevaron mientras los perros volvían a erguirse sobre sus collares y a ladrarle a la loba.
La loba empezó a dar vueltas en círculo cojeando sobre tres patas y luego se agazapó junto al tubo de hierro, donde parecía haber encontrado su querencia. Sus ojos almendrados recorrieron el círculo de caras más allá de la estacada y por un instante levantó la vista hacia las luces. Se acurrucó otra vez y luego se levantó, giró sobre sí misma y se acurrucó de nuevo. Luego se levantó. Una nueva pareja de perros estaba trepando por el palenque.
Cuando los cuidadores soltaron a sus perros estos saltaron hacia delante con los pelos del lomo erizados y corriendo hacia la loba, con la que se enzarzaron en una confusión de gruñidos, dentelladas y sonido de cadenas. La loba peleaba en silencio. Se arrastraron por el suelo y entonces se oyó un aullido agudo y uno de los perros empezó a dar vueltas en círculo con una pata delantera levantada. La loba mordió al otro perro en la mandíbula inferior, lo arrojó al suelo, se puso encima de él, aflojó su presa un instante y a continuación hincó los dientes en su garganta, allí donde el musculoso pescuezo corría bajo los pliegues flojos de piel.
El chico había conseguido situarse en las gradas. De pie junto a uno de los pilares de piedra, se quitó el sombrero para que los de atrás pudiesen ver, pero entonces reparó en que nadie se había quitado el suyo de modo que volvió a ponérselo. Si la hubiera dejado, la loba habría matado al perro, pero el árbitro hizo sonar su silbato y uno de los cuidadores se acercó con una vara de más de un metro y medio de largo y golpeó con ella a la loba en las orejas. La loba abandonó su presa, dio un salto hacia atrás y giró en redondo. Los cuidadores cogieron a sus perros por las cadenas y se los llevaron. Un hombre se adelantó, pasó por encima del palenque y empezó a recorrer el perímetro del reñidero arrojando agua de un balde cual ensimismado horticultor corto de entendederas, apagando metódicamente el polvo del suelo mientras la loba seguía tumbada, jadeando. Bordeando la multitud, el chico se dirigió hacia la puerta trasera, por la que habían desaparecido los perros, y salió al frío de la noche. Un cuidador se disponía a entrar con dos nuevos perros.
Unos muchachos que fumaban junto a la pared posterior de la bodega se volvieron y lo miraron a la luz de la puerta que se abría. Del cobertizo que se alzaba más allá llegaban los continuos aullidos de los perros.
¿ Cuántos perros tienen?, les preguntó.
El que estaba más cerca lo miró. Dijo que tenían cuatro. ¿ Y usted?, preguntó después.
Él explicó que se refería a cuántos había en total, pero ellos se encogieron de hombros.
¿ Quién sabe?, dijeron. Suficientes .
El chico pasó por su lado y se dirigió al cobertizo. Era una construcción alargada con techumbre de cinc. Bajó un farol de su pértiga, levantó el travesaño de la aldaba, empujó la puerta y entró con el farol en alto. A lo largo de la pared los perros saltaban, ladraban y tiraban de sus cadenas. Había más de treinta, en su mayor parte redbones y blueticks criados en el país del norte, pero también animales inclasificables de razas extranjeras y otros que no eran sino pitbulls criados para pelear. Al fondo, encadenados aparte de los demás, había dos enormes airedales; cuando la luz del farol encendió los ojos de aquellos animales, el chico vio una cosa que ni siquiera los perros del reñidero poseían con tan absoluta pureza, y retrocedió desconfiando de las cadenas que los sujetaban. Salió, cerró la puerta, puso el travesaño en el pasador de la aldaba y volvió a colgar el farol en su pértiga. Saludó con un movimiento de cabeza a los muchachos alineados junto a la pared, pasó de largo y entró otra vez en la bodega .
En su ausencia la muchedumbre parecía haber aumentado. En el extremo opuesto de la arena estaban los integrantes de una orquesta de mariachis, enfundados en sus blancos y mal entallados trajes. Divisó a la loba entre el gentío. Estaba sentada sobre las ancas con la boca entreabierta y se lanzaba alternativamente contra los dos perros que giraban alrededor de ella. Uno de los perros había sido mordido en la oreja y al sacudir la cabeza salpicaba de sangre a los cuidadores. El chico se abrió paso entre la muchedumbre y cuando llegó al palenque pasó por encima y se metió en el reñidero.
Al principio lo tomaron por un cuidador más, pero no fue a los perros sino a los cuidadores a quienes se aproximó. Estaban en la parte más apartada del reñidero, agazapados y haciendo fintas en las posturas de ataque y defensa que pretendían que sus perros adoptasen, contorsionándose y gesticulando con las manos en una representación grotesca del combate que se desarrollaba delante de ellos. Cuando el que estaba más cerca vio al chico se puso de pie y dirigió una mirada al árbitro. El árbitro se llevó el silbato a la boca, como si no supiera qué hacer respecto a lo que estaba viendo. El chico pasó junto a los cuidadores y penetró en el perímetro de la circunferencia de tres metros y medio de terreno batido delimitada por la cadena a que estaba atada la loba. Alguien gritó en señal de advertencia y el árbitro hizo sonar su silbato y se hizo el silencio en la bodega. La loba se irguió, jadeante. El chico pasó junto a ella, agarró al primero de los perros por la piel del espinazo, lo levantó por los cuartos traseros, se agachó, cogió su cadena y luego retrocedió con el perro y le entregó la cadena al cuidador. El hombre cogió la cadena y se arrimó el perro a la pierna. ¿ Qué pasó?, dijo.
Pero el chico había echado a andar hacia el segundo perro. Algunos espectadores habían empezado a dar voces y un murmullo amenazador recorrió el recinto. Los cuidadores miraron al árbitro . El árbitro volvió a hacer sonar su silbato y señaló al intruso. Este estiró al segundo perro por su cadena y lo llevó sobre sus patas traseras hasta el otro cuidador y luego giró sobre sus talones y volvió por la loba.
Estaba espatarrada con los flancos hinchándose y deshinchándose y los negros labios replegados, dejando al descubierto los dientes perfectos. El chico se agachó y le habló. No tenía modo de saber si lo mordería o no. Un grupo de hombres había pasado sobre el palenque y avanzaban hacia el chico, pero cuando llegaron al perímetro del reñidero propiamente dicho se detuvieron como si hubieran topado contra una pared. Nadie le dijo nada. Todos parecían estar a la expectativa. Él se levantó, se acercó al tubo de hierro hundido en el suelo, dio una vuelta de cadena alrededor del antebrazo y se acuclilló, cogió la cadena por la argolla y tiró de ella, sin éxito. Nadie se movió, nadie dijo nada. Hizo un nuevo intento. Su frente perlada de sudor brillaba bajo la luz de los reflectores. Intentó por tercera vez arrancar el tubo, pero no lo consiguió. Entonces se levantó, se volvió para coger a la loba por el collar, desabrochó el corchete, atrajo hacia sí la ensangrentada y babeante cabeza y se quedó quieto.
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