Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Nadie la cogió. La moneda cayó en el polvo y allí se quedó. El alguacil siguió sin desmontar y le hizo una seña al chico.

Es para ti , dijo.

Los otros jinetes lo observaron. El chico se agachó y recogió la moneda y el alguacil asintió con la cabeza y sonrió pero nadie dio las gracias ni se tocó el ala del sombrero. El chico se acercó al alguacil sosteniendo en alto la moneda.

No puedo aceptarla, dijo.

El alguacil enarcó las cejas y asintió vigorosamente con la cabeza.

, dijo. .

El chico se paró a la altura del estribo del alguacil e hizo un ademán con la moneda que tenía en la mano. No, dijo.

¿ No?, dijo el alguacil. ¿Y cómo no ?

El chico dijo que quería su loba. Dijo que no podía venderla. Dijo que si había alguna multa él podía trabajar para pagarla o que si había que pagar un permiso o un peaje por entrar en el país trabajaría para pagarlo, pero que no podía separarse de la loba porque le habían encomendado que cuidase de ella.

El alguacil escuchó al chico hasta el final y después aceptó la moneda y se la lanzó al carretero pues no se puede aceptar una moneda que previamente se ha entregado; luego hizo girar a su caballo, llamó a sus hombres y con los perros delante partieron todos hacia la hacienda y se esfumaron por la verja.

El chico miró al carretero, que había vuelto a subir a su carreta y miraba al chico con las riendas en la mano. Dijo que el alguacil le había dado a él la moneda. Dijo que si el chico la hubiese querido habría tenido que cogerla cuando se la ofrecían. El chico dijo que no quería dinero de aquel hombre ni antes ni ahora. Dijo que si el carretero quería trabajar para un hombre como aquel que lo hiciera, pero que no esperase algo así de su parte. El carretero se limitó a asentir con la cabeza como dando a entender que no esperaba que el chico lo comprendiera pero que tal vez un día sí, con un poco de suerte. Nadie sabe para quién trabaja. Luego hizo chasquear las riendas contra el anca del mulo y arrancó.

Él regresó andando a la cuadra donde estaba encadenada la loba. Habían encargado a un viejo trabajador de la casa que la vigilara y cuidase, que nadie la estorbara. Estaba sentado de espaldas a la puerta fumando en la penumbra. A su lado, sobre la paja, tenía el sombrero. Cuando el chico le preguntó si podía ver a la loba el hombre dio una profunda calada a su cigarrillo, como si considerara la solicitud. Entonces dijo que nadie podía ver a la loba sin autorización del hacendado y que de todos modos no había luz para verla.

El chico permaneció en el vano de la puerta. El hombre no dijo más y al cabo de un rato el chico se volvió y salió. Cruzó el recinto hasta la casa y se paró a mirar desde las puertas del patio. Había hombres riendo y bebiendo, y junto a la pared del fondo vio una ternera dando vueltas en el asador. Bajo la humosa luz de los fogariles que ardían en el largo crepúsculo azul del desierto había mesas repletas de cosas saladas y dulces y frutas en cantidad suficiente para alimentar a más de un centenar de personas. Dio media vuelta y rodeó la casa para buscar a un mozo de cuadra y echar un vistazo a su caballo. En el patio empezaba a sonar música mariachi y en los portales desmontaban más recién llegados, que emergían de la mole en sombras de las montañas que bordeaban el camino hacia el este acompañados de perros y aumentando en número a medida que se acercaban a la verja, donde ardían antorchas dentro de unos tubos de hierro clavados en el suelo.

Los caballos de los invitados poco importantes como él estaban atados a lo largo de una baranda en la parte de atrás de los establos , y el chico encontró a Bird entre ellos. Estaba ensillado, con la brida y las riendas colgando de la perilla, y comía de una gamella doble revestida de hojalata y claveteada que ocupaba la pared de un extremo al otro. Bird levantó la cabeza cuando Billy le habló y miró hacia atrás sin dejar de masticar.

¿ Es su caballo?, preguntó el mozo .

Sí, claro .

¿ Está todo bien ?

Sí. Bien. Gracias .

Los mozos pasaban entre la hilera de caballos quitándoles las sillas, cepillándolos y llenando la gamella. El chico les pidió que dejaran el suyo ensillado y ellos le dijeron que como quisiera. Volvió a mirar a su caballo. Te has adaptado muy bien, ¿verdad?, le dijo.

Fue andando hasta la cuadra, entró por la puerta del fondo y aguardó. En el zaguán estaba casi a oscuras y el mozo que se encargaba de la loba parecía dormido. Buscó una casilla vacía, se metió, arrimó el heno con el pie a una esquina, se tumbó con el sombrero sobre el pecho y cerró los ojos. Hasta él llegaban los gritos de los mariachis y los aullidos de los sabuesos encadenados en una dependencia cercana. Al cabo de un rato se durmió.

Se durmió y mientras dormía tuvo un sueño; soñó con su padre, y en el sueño su padre se había extraviado en el desierto. Veía sus ojos a la luz del día que se extinguía. Su padre estaba de pie mirando hacia poniente, donde el sol acababa de hundirse y el viento surgía de las tinieblas. Las pequeñas dunas de aquel páramo eran todo lo que el viento podía mover, y se movía sobre sí mismo, con un constante hervor migratorio. Como si en su extrema granulación el mundo buscase un freno a su eterno girar. Los ojos de su padre escrutaban la proximidad de la noche en la creciente rojez más allá de la orilla del mundo, y parecían contemplar con terrible ecuanimidad el frío, la oscuridad y el silencio que se echaban sobre él, y entonces las tinieblas lo engulleron todo y en medio del silencio oyó en alguna parte una solitaria campana que doblaba y callaba, y entonces despertó.

Una fila de hombres que portaban antorchas pasaba por la cuadra dejando atrás la casilla donde él había estado durmiendo y sus siluetas desproporcionadas se tambaleaban en las paredes del fondo. El chico se levantó, se puso el sombrero y salió. Habían arrastrado a la loba fuera de su casilla y reculaba en la humosa luz e intentaba ir pegada al suelo a fin de proteger la parte inferior de su cuerpo. Detrás de ella apareció alguien empuñando un rastro viejo con el que la pinchaba para que avanzase y a lo lejos, más allá de las casas, se oyó una vez más el clamoreo de los perros.

El chico siguió a los hombres por el solar en sombras. Cruzaron un portal de madera cuyas puertas colgaban de sendos pilares de piedra y los aullidos de los perros aumentaron y la loba se encogió aún más y forcejeó con la cadena. Varios de los hombres que venían detrás se tambaleaban borrachos y propinaron patadas a la loba mientras la llamaban cobarde. Pasaron por delante de la bodega de piedra, la luz de cuyos socarrenes incidía en las paredes y sacaba a la oscuridad del patio las sombras de las alfardas interiores. La iluminación de dentro parecía alabear las paredes y en el mandil de luz que se abría frente a la puerta las sombras de las figuras del interior remolineaban y se inclinaban. La comitiva entró arrastrando la loba hacia el barro endurecido. Les abrieron paso con profusión de vítores y aclamaciones. Ellos entregaron sus antorchas a unos mozos que las apagaron en el polvo del suelo y cuando todos los hombres hubieron entrado empujaron la pesada puerta de madera y echaron la tranca.

El chico bordeó la muchedumbre. Los congregados formaban un grupo extrañamente uniforme, y entre los comerciantes de los pueblos próximos y los hacendados de las cercanías y los hidalgos de poca monta de los alrededores venidos incluso de Agua Prieta y Casas Grandes con sus trajes muy ceñidos había tenderos y cazadores y gerentes y mayordomos de las haciendas y los ejidos y capataces y vaqueros y unos pocos peones con suerte. No se veía ninguna mujer. A lo largo de la pared del fondo había un graderío de tablas sostenido por andamiajes de postes, y en medio de la bodega una estaca circular de unos seis metros de diámetro delimitada por un palenque bajo de madera. Las tablas del palenque estaban ennegrecidas por la sangre seca de diez mil gallos de pelea que habían muerto allí, y en mitad del reñidero se alzaba un tubo de hierro recientemente hundido en el suelo.

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