Iban vestidos con sucias ropas de faena, sombrero y botas, y en las negras fundas de cuero que colgaban de sus cintos llevaban pistolas automáticas calibre 45 del ejército americano. Habían espoleado ya a sus cabalgaduras y avanzaban con aire muy indolente. Se acercaron por su flanco izquierdo y mientras uno sofrenaba su caballo el otro pasaba de largo y se paraba detrás de él. El chico se volvió a mirarlos. El primer jinete lo saludó con un gesto de la cabeza. Luego miró río abajo en dirección a su caballo, miró a la loba y volvió a mirarlo.
¿ De dónde viene?, preguntó.
América .
El hombre asintió. Miró hacia la otra orilla. Se inclinó y escupió en el suelo. Sus documentos, dijo.
¿ Documentos ?
Sí. Documentos .
No tengo ningún documento .
El hombre se lo quedó mirando un rato.
¿ Cómo se llama?, preguntó.
Billy Parham.
El hombre adelantó levemente el mentón señalando río abajo. ¿ Es su caballo ?
Sí, claro .
La factura, por favor .
El chico miró al otro jinete, pero tenía el sol detrás y sus rasgos quedaban a contraluz. Miró de nuevo al que hacía las preguntas. No tengo papeles, dijo.
¿ Pasaporte ?
Nada .
El jinete siguió montado con las muñecas despreocupadamente cruzadas sobre la silla. Hizo una seña al otro jinete, que avanzó por el guijarral, cogió el caballo del chico por el ronzal y lo trajo. El chico se sentó en los guijarros y se quitó las botas, primero una, luego la otra, las vació de agua y volvió a calzarse. Se quedó sentado con los codos apoyados en las rodillas y miró a la loba y luego hacia los altos Pilares que emergían bajo el sol, al otro lado del río. Supo que por lo menos no subiría allí aquel día.
Tomaron el camino en la dirección de la corriente. El jinete que iba en cabeza llevaba el rifle del chico cruzado sobre el fuste de la silla, el chico cabalgaba detrás, con la loba pisándole los talones, y el tercer jinete cerraba la marcha a unos treinta metros de distancia. El camino se apartaba del río y corría por un prado extenso donde había vacas paciendo. Las vacas alzaron la cabeza sin dejar de rumiar lentamente, examinaron a los jinetes y luego bajaron la cabeza para seguir comiendo. Los jinetes cabalgaron por el prado hasta llegar a una carretera; luego torcieron hacia el sur, siguieron camino y entraron en un poblado que consistía en un puñado de casas de barro que se pudrían al borde de la calzada.
Mirando siempre hacia delante recorrieron la calle llena de roderas. Unos cuantos perros que dormían al sol se levantaron y se acercaron a los caballos por detrás para olisquearlos. Al llegar a un edificio de adobe que se alzaba al final de la calle los jinetes se detuvieron, desmontaron y esperaron a que el chico atase la loba a las varas de un carro que había enfrente y todos entraron.
El lugar olía a moho. En las paredes había frescos descoloridos y desteñidos vestigios de frisos. Los restos de un techo de cáñamo pendían como harapos de las altas vigas. El piso era de baldosas grandes sin vidriar y al igual que las paredes estaba mal alineado y las baldosas aparecían rotas en numerosos sitios allí donde los caballos las habían pisado. Solo había ventanas en los lados sur y este. Carecían de cristal, las pocas que tenían contraventanas estaban cerradas y por las que permanecían abiertas soplaba el viento levantando polvo y entraban y salían las golondrinas. Al fondo de la habitación había una mesa larga y estrecha y una silla de madera tallada de respaldo alto. Contra la pared del fondo se veía un archivador metálico cuyo cajón superior había sido abierto hacía tiempo con un hacha. Las polvorientas baldosas mostraban por todas partes las huellas de pájaros, ratones, lagartijas, perros y gatos, como si aquella estancia fuese un perpetuo enigma para todos los seres vivos de la vecindad. Los jinetes permanecieron bajo las musgosas colgaduras del techo y el primero fue hasta la puerta de doble hoja que había en uno de los lados mientras acunaba el rifle en un brazo y llamó con los nudillos y en voz alta y luego se quitó el sombrero y aguardó.
A los pocos minutos la puerta se abrió y apareció un mozo joven que se puso a hablar con el jinete. Este señaló hacia afuera con la cabeza y el mozo miró hacia la puerta exterior y al otro jinete y al chico y luego entró por donde había salido y cerró la puerta. Esperaron. En la calle los perros habían empezado a congregarse frente al edificio. Algunos eran visibles a través de la puerta abierta. Miraban la loba atada y luego se miraban los unos a los otros mientras un larguirucho perro mestizo de color ceniza se paseaba de un lado a otro delante de ellos con el rabo erguido y el espinazo como la aleta dorsal de una carpa.
De pronto, un joven y saludable alguacil apareció en el vano de la puerta. Miró breve pero fijamente al chico y se volvió hacia el hombre que tenía su rifle.
¿ Dónde está la loba?, preguntó.
Afuera .
Asintió con la cabeza.
Se pusieron el sombrero y cruzaron la estancia. El que sostenía el rifle empujó al chico hacia delante y el alguacil volvió a mirarlo.
¿ Cuántos años tiene?, preguntó.
Dieciséis .
¿ Es suyo el rifle ?
Es de mi padre .
¿ No es ladrón usted? ¿Asesino ?
No .
El alguacil señaló al hombre con el mentón y le dijo que le devolviera al chico su rifle y luego salió por la puerta de la calle.
Frente al edificio había más de dos docenas de perros y un número similar de niños. La loba se había agazapado bajo el carro, de espaldas al edificio. Entre la malla de aquel bozal casero era posible distinguir todos los dientes de su boca. El alguacil se agachó, se echó el sombrero hacia atrás, apoyó las manos sobre los muslos y la examinó. Luego miró al chico. Le preguntó si era arisca y el chico le dijo que sí. Le preguntó dónde la había capturado y él dijo que en las montañas. El hombre asintió. Se levantó, habló con sus ayudantes y luego se volvió y entró de nuevo en el edificio. Los ayudantes miraron a la loba con gesto de preocupación.
Finalmente desataron la cuerda y la sacaron a rastras de debajo del carro. Los perros habían empezado a aullar y a andar de un lado a otro, y el gran perro gris salió disparado y dio un mordisco a la loba en los cuartos traseros. La loba giró en redondo y arqueó el lomo. Los ayudantes se la llevaron. El perro gris se aprestó a atacar de nuevo y uno de los ayudantes se volvió y le propinó una patada que lo alcanzó en la parte inferior de la quijada, cerrándole la boca de golpe con un ruido a manotada que provocó risas entre los niños.
El mozo había salido ya del edificio llevando una llave y arrastraron a la loba por la calle hasta un cobertizo de adobe; descorrieron el cerrojo, abrieron la puerta con un ruido de cadenas, metieron a la loba y volvieron a cerrar la puerta. El chico les preguntó qué pensaban hacer con ella, pero se encogieron de hombros, fueron por sus caballos, montaron y se alejaron al trote calle abajo, tirando a un lado y a otro de la barbada de sus caballos a los que hacían corvetear como si hubiera habido mujeres cerca mirando. El mozo sacudió la cabeza y entró en el edificio con la llave.
El chico estuvo hasta mediodía sentado a la puerta del edificio. Había sacado los cartuchos de la recámara del rifle y los había puesto a secar; luego secó el rifle, volvió a cargarlo, lo metió en el portacarabinas. Bebió de la cantimplora, echó el resto del agua en la copa del sombrero, dio de beber al caballo y ahuyentó la jauría que se había reunido delante del cobertizo. Las calles estaban desiertas, el día era soleado, pero frío. Por la tarde apareció el mozo y dijo que lo habían mandado a preguntarle qué quería. El chico dijo que todo lo que quería era que le devolviesen la loba. El mozo asintió y volvió a entrar. Cuando salió de nuevo dijo que lo enviaban a decir que la loba estaba requisada como contrabando, pero que él podía irse gracias a la clemencia del alguacil que había tenido en cuenta su juventud. El chico dijo que la loba no era contrabando sino una propiedad cuya custodia le había sido encomendada y que quería recuperarla. El mozo oyó todo cuanto tenía que decir y volvió a entrar en el edificio.
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