Aquella noche acamparon en el lecho de un barranco pedregoso y el chico condujo a la loba hasta una charca de agua estancada en las rocas que quedaban más abajo, y sujetó la cuerda mientras ella metía las patas en el agua y hundía el hocico para beber. En un momento en que ella levantó la cabeza el chico vio el movimiento que hacía el gaznate y el agua que le chorreaba por las mandíbulas. Se sentó en una roca y la observó sin soltar la cuerda. El agua corría casi negra entre las peñas bajo el intenso azul del crepúsculo y sobre la superficie apareció el humo de su aliento. La loba bajaba y subía la cabeza, bebiendo a la manera de los pájaros.
Por toda cena comió unas judías envueltas en un par de tortillas que le había dado el segundo grupo de personas que había visto ese día. Eran unos menonitas que iban hacia el norte con una muchacha que necesitaba atención médica. Parecían campesinos sacados de un cuadro del siglo pasado y hablaban poco. No explicaron qué le ocurría a la muchacha. Las tortillas eran muy fibrosas y las judías empezaban a estar agrias, pero se las comió. La loba lo miraba. Esto no es comida para lobos, le dijo. Así que no mires.
Terminó de comer y bebió un largo trago del agua fresca con que acababa de llenar la cantimplora y luego encendió un fuego y recorrió el perímetro iluminado reuniendo toda la leña posible. Había armado su pequeño campamento a un buen trecho del sendero, pero en aquella región el resplandor de la lumbre era visible desde una distancia considerable y el chico casi esperaba que algún viajero tardío apareciese durante la noche. Nada de eso ocurrió. Envuelto en la manta permaneció sentado mientras el frío aumentaba y las estrellas corrían ardiendo hacia el sur sobre las negras moles montañosas donde debían de vivir y tener su hogar los lobos.
Al día siguiente en un valle orientado hacia el sur vio pequeñas flores azules entre las peñas, y hacia el mediodía cruzó un amplio desfiladero entre montañas y se detuvo a contemplar el valle del río Bavispe. Sobre el sendero de fuertes altibajos pendía una tenue neblina azul. El chico, que estaba hambriento, olisqueó el aire al igual que la loba y luego siguieron adelante con más cautela.
El humo procedía de sendero abajo, donde un grupo de indios se había detenido a almorzar a orillas de un pequeño arroyo. Eran trabajadores de las minas de Chihuahua occidental, y en sus frentes angostas lucían las marcas de las correas. Eran seis indios en total, que viajaban y se dirigían a su pueblo, en el estado de Sonora, llevando consigo el cuerpo de uno de tantos compañeros muertos bajo un andamiaje. Llevaban tres días en camino y aún les quedaban otros tres, pero habían tenido suerte con el tiempo. El cadáver estaba aparte, sobre unas hojas, dentro de un tosco féretro hecho con varas y cuero de vaca. Iba envuelto en cañamazo y atado con cuerda y fajas de hierba, y el cañamazo de la mortaja estaba trabajado con cinta roja y verde y adornado con ramas de acebo; uno de los indios montaba guardia a su lado, o quizá solo le hacía compañía al muerto. Hablaban algo de español y lo invitaron a comer sin excesivas ceremonias, como era costumbre en el país. A la loba no le hicieron el menor caso. Se acuclillaron en sus delgadas prendas caseras mientras con los dedos comían pozole de unos cuencos de hojalata pintada y pasaban de mano en mano un balde que contenía una infusión de una de sus hierbas preferidas. Se chuparon los dedos, se los secaron en la parte posterior del brazo y liaron cigarrillos de punche en espatas de maíz. Nadie le preguntó nada. Ni de dónde era ni adónde iba. Le hablaron de tíos y padres que habían escapado a Arizona huyendo de las guerras con que los castigaban los mexicanos y uno de ellos había estado en aquel país para verlo, después de andar nueve días a pie por las montañas y el desierto hasta llegar allí y otros nueve para volver. Le preguntó al chico si era de Arizona; él dijo que no y el indio asintió y dijo que entre los hombres era costumbre exagerar las virtudes de su propio país.
Aquella noche desde la linde del prado donde acampó divisó las ventanas iluminadas de las casas de una colonia a orillas del Bavispe, a unos dieciséis kilómetros de distancia. El prado rebosaba de flores que se cerraban en el crepúsculo y volvían a abrirse al salir la luna. No encendió fuego. Él y la loba se sentaron juntos a oscuras y vieron cómo las sombras emergían en el prado y trotaban y se desvanecían y volvían a emerger. La loba miraba con las orejas apuntando hacia delante y olisqueaba el aire, primero en una dirección, luego en otra, como si quisiera instigar la vida del mundo. Él se sentó arrebujado con la manta y contempló las sombras en movimiento mientras la luna se elevaba sobre las montañas que se erguían a su espalda, y a lo lejos, a orillas del Bavispe, las luces parpadearon una a una hasta extinguirse por completo.
Por la mañana se detuvo en un guijarral y examinó el agua donde el río era ancho y transparente y estudió la luz sobre las rápidas aguas que descendían allí donde la corriente se inclinaba en el recodo. Aflojó la cuerda que llevaba amarrada al borrén de la silla y desmontó. Guió a la loba y al caballo hasta los bajos y los tres bebieron agua del río; sabía a pizarra y estaba muy fría. Se levantó y se secó la boca y miró hacia el sur de la región donde las despobladas cumbres de los Pilares Teras se erguían al sol.
No pudo encontrar un vado lo bastante somero para que la loba pudiera cruzarlo sin nadar. Sin embargo, pensó que podría mantenerla a flote, y retrocedió río arriba hasta el guijarral, donde metió el caballo en el río.
No había llegado muy lejos cuando vio que la loba empezaba a nadar, y enseguida comprobó que estaba en apuros. Era probable que el bozal le impidiese respirar. La loba empezó a patalear en el agua con creciente desesperación. Los vendajes de la pata herida comenzaron a soltarse y dispersarse en la corriente, y eso pareció aterrorizarla, pues trató de volverse en dirección contraria a la cuerda que la sujetaba. El chico sofrenó al caballo, que dio media vuelta con el agua formando saetines entre sus patas y se colocó de cara a la cuerda, pero él ya le había soltado las riendas y se puso de pie con el agua hasta la mitad del muslo.
Agarró a la loba por el collar y la sostuvo para que no se hundiese, eso fue todo lo que pudo hacer. Le pasó la otra mano por el pecho para levantarla y tocó los fríos y correosos pezones casi desprovistos de pelo. Trató de calmarla, pero la loba pataleaba frenéticamente en el agua. La cuerda flotaba río abajo y tiraba del collar, de modo que él le sostuvo la cabeza en alto y volvió como pudo al caballo con las piedras del lecho del río moviéndose bajo sus botas y el agua bullendo entre sus piernas y desenganchó la cuerda y dejó el cabo flotando. La cuerda se desenrolló sola, se estiró en el agua y quedó a merced de la corriente. El vendaje se había soltado de la pata herida y flotaba libremente. El chico se volvió y miró hacia la ribera. Al hacerlo el caballo pasó por su lado como una exhalación y avanzó a trote corto por los bajos hasta salir al guijarral, donde se volvió y se quedó humeando en el frío de la mañana; luego echó a andar río abajo mientras sacudía la cabeza.
El chico se afanó en volver con la loba, hablándole y sosteniéndole la cabeza en alto. Cuando ganaron los bajos donde ella podía hacer pie la soltó y ganó la orilla; una vez en el guijarral empezó a recoger la cuerda que arrastraba y la sacó del agua. Cuando tuvo la cuerda arrollada y colgada al hombro se volvió para ir en busca del caballo. Aguas abajo, en el guijarral, había dos jinetes observándolo.
El aspecto de aquellos hombres no le gustó nada. Miró un poco más allá, donde su caballo estaba paciendo en medio de unos sauces, y vio la culata del rifle asomar por el portacarabinas. Miró a la loba. Estaba observando a los jinetes.
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