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David Foenkinos: La delicadeza

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David Foenkinos La delicadeza

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Nathalie es una mujer afortunada. Felizmente casada con François, pasa los días rodeada de risas y libros. Un día la pena llama a su puerta: François muere inesperadamente. Nathalie languidece entonces entre las paredes de su casa y se vuelca en la ofi cina. Pero justo cuando ha dejado de creer en la magia de la vida, ésta vuelve a sorprenderla y revelarse en su forma más maravillosa.

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11

Basta respirar para que el tiempo pase. Nathalie llevaba ya cinco años trabajando en su empresa sueca. Cinco años de actividades de todo tipo, de ir y venir por los pasillos y el ascensor. Más o menos el equivalente de un trayecto París-Moscú. Cinco años y mil doscientos doce cafés de la máquina. De los cuales, trescientos veinticuatro durante las cuatrocientas veinte reuniones celebradas con clientes. Charles se alegraba mucho de contarla entre sus colaboradores más cercanos. Era bastante frecuente que la convocara a su despacho sólo para felicitarla. Desde luego, cuando actuaba así, lo hacía preferentemente a última hora de la tarde. Cuando ya se había ido todo el mundo. Pero tampoco era algo descarado. Sentía mucha ternura por ella, y apreciaba esos momentos en que coincidían a solas los dos. Por supuesto, trataba de crear un terreno propicio a la ambigüedad. A ninguna otra mujer le habrían pasado inadvertidas sus intenciones, pero Nathalie vivía en la extraña bruma de la monogamia. Perdón, del amor. De ese amor que aniquila a todos los demás hombres, pero también toda visión objetiva de cualquier intento de seducción. A Charles todo aquello lo divertía, y pensaba en ese François como en un mito. Quizá también esa manera que tenía Nathalie de no entrar nunca en el juego de la seducción se le antojara a Charles una suerte de desafío. Sin duda algún día conseguiría por fin crear un ambiente ambiguo entre ellos, aunque sólo fuera mínimamente. A veces, cambiaba de actitud de manera radical, y se arrepentía de haberla contratado. La contemplación cotidiana de esa feminidad inaccesible le resultaba agotadora.

La relación de Nathalie con el jefe, que los demás empleados juzgaban privilegiada, provocaba tensiones. Ella intentaba aplacarlas, no entrar en las pequeñas mezquindades de la vida laboral. Si mantenía las distancias con Charles era también por ese motivo. Para no adoptar el papel anticuado de la favorita. La elegancia y el aura que poseía a ojos de su jefe debían quizá volverla aún más exigente consigo misma. Es lo que Nathalie sentía, sin saber si estaba justificado o no. Todo el mundo le vaticinaba un gran porvenir en la empresa a esa joven brillante, enérgica y trabajadora. En varias ocasiones los accionistas suecos habían sabido de sus excelentes iniciativas. Las envidias que suscitaba se materializaban en golpes bajos, en intentos de desestabilizarla. Ella nunca se quejaba, eso de volver a casa y lloriquearle a François no iba con ella. Era también una manera de dar a entender que todo eso de la ambición no tenía mucha importancia. Esa capacidad suya de que los problemas le resbalaran se consideraba una virtud. Quizá fuera ésa su mejor cualidad: la de saber esconder sus flaquezas.

12

Distancia entre París y Moscú

2.478 kilómetros

13

Nathalie solía llegar agotada al fin de semana. Los domingos le gustaba leer, tumbada en el sofá, tratando de alternar las páginas con los sueños cuando la somnolencia se imponía sobre la ficción. Se cubría las piernas con una manta, ¿y qué más podríamos decir? Ah, sí: le gustaba prepararse una tetera entera, para bebérsela en varias tazas, a sorbitos, como si el té fuera una fuente inagotable. Ese domingo, aquel en el que todo ocurrió, estaba leyendo una larga novela rusa, de un escritor menos conocido que Tolstoi o Dostoievski, un hecho este que puede incitar a reflexionar sobre la injusticia de la posteridad. Le gustaba la indolencia del protagonista, su incapacidad para actuar, para imponer su energía sobre la vida. Había cierta tristeza en esa debilidad. Como con el té, le gustaban las novelas-río.

François pasó por su lado: «¿Qué lees?» Ella le dijo que era un autor ruso pero no precisó más, pues le pareció que sólo lo preguntaba por educación, sin verdadero interés. Era domingo. A Nathalie le gustaba leer, y a François, ir a correr. Llevaba ese pantalón corto que a ella le parecía un poco ridículo. Nathalie no podía saber que era la última vez que lo vería. François daba saltitos por toda la casa. Tenía esa costumbre de querer calentar siempre en el salón, de respirar fuerte antes de irse, como para dejar un gran vacío tras de sí. Y no cabe duda de que eso fue lo que hizo. Antes de irse, se inclinó sobre su mujer y le dijo algo. Curiosamente, a posteriori Nathalie no recordaría esas palabras. Lo último que se habían dicho se volatilizaría. Y después, se quedó dormida.

Cuando despertó, no acertaba a saber cuánto tiempo había dormido. ¿Diez minutos o una hora? Se sirvió un poco más de té. Estaba aún caliente. Eso era una indicación. Nada parecía haber cambiado. Era exactamente la misma situación que antes de quedarse dormida. Sí, todo era idéntico. Sonó el teléfono durante ese regreso a lo idéntico. El ruido del timbre se mezcló con el vapor del té, en una extraña concordancia de sensaciones. Nathalie descolgó. Un segundo después, su vida ya no era la misma. Con un gesto mecánico, marcó la página del libro con un señalador y salió corriendo de casa.

14

Cuando llegó al vestíbulo del hospital, no supo qué decir ni qué hacer. Permaneció largo rato sin moverse. En el mostrador de información le indicaron por fin dónde encontrar a su marido. Lo descubrió tendido. Inmóvil. Nathalie pensó: parece dormido. De noche no se mueve nunca. Y ahí, en ese instante, era sólo una noche como las demás.

– ¿Qué probabilidades tiene? -le preguntó al médico.

– Mínimas.

– ¿Qué quiere decir eso? ¿Mínimas quiere decir ninguna? Si es así, dígame que ninguna.

– No puedo decirle eso, señora. Las probabilidades son ínfimas. Nunca se sabe.

– ¡Claro que tiene que saberlo! ¡En eso consiste su trabajo!

Nathalie gritó esa frase con todas sus fuerzas. Varias veces. Y luego calló. Entonces miró fijamente al médico, inmóvil él también, petrificado. Había asistido a numerosas escenas dramáticas. Pero esa vez, sin que pudiera explicar por qué, sentía como un grado superior en la jerarquía del drama. Contemplaba el rostro de esa mujer, contraído por el dolor. Incapaz de llorar, de tanto como el dolor la secaba por dentro. Nathalie avanzó hacia él, perdida y ausente. Antes de desplomarse en el suelo.

Cuando volvió en sí, vio a sus padres. Y a los de François. Un momento antes, estaba leyendo, y ahora de pronto ya no estaba en su casa. La realidad se recompuso. Quiso dar marcha atrás en el sueño, marcha atrás en el domingo. No era posible. No era posible, eso es lo que no dejaba de repetirse en una letanía alucinatoria. Le explicaron que François estaba en coma. Que nada estaba perdido, pero ella se daba perfecta cuenta de que todo había acabado. Lo sabía. No tenía el valor de luchar. ¿Para qué? Mantenerlo con vida una semana. ¿Y luego qué? Lo había visto. Había visto su inmovilidad. No se vuelve de una inmovilidad como ésa. Se queda uno así para siempre.

Le dieron calmantes. Todo y todos a su alrededor estaban deshechos. Y había que hablar. Consolarse. Nathalie no tenía fuerzas para ello.

– Voy a quedarme a su lado. Para velarlo.

– No, no sirve de nada. Es mejor que vayas a casa a descansar un poco -le dijo su madre.

– No quiero descansar. Tengo que quedarme aquí, tengo que quedarme aquí.

Al decir eso, estuvo a punto de desmayarse. El médico trató de convencerla de que se marchara con sus padres. Ella preguntó: «Pero ¿y si se despierta, y no estoy aquí?» Hubo entonces un silencio incómodo. Nadie creía que pudiera despertar. Trataron, en vano, de tranquilizarla: «La avisaremos enseguida, pero ahora de verdad lo mejor es que descanse un poco.» Nathalie no contestó. Todos la animaban a tumbarse, a abandonarse al movimiento horizontal. Se marchó, pues, con sus padres. Su madre le hizo un caldo que no pudo ni probar. Se tomó otros dos calmantes, y se desplomó sobre su cama. En su habitación, la de su infancia. Por la mañana todavía era una mujer. Y ahora se dormía como una niña.

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