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David Foenkinos: La delicadeza

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David Foenkinos La delicadeza

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Nathalie es una mujer afortunada. Felizmente casada con François, pasa los días rodeada de risas y libros. Un día la pena llama a su puerta: François muere inesperadamente. Nathalie languidece entonces entre las paredes de su casa y se vuelca en la ofi cina. Pero justo cuando ha dejado de creer en la magia de la vida, ésta vuelve a sorprenderla y revelarse en su forma más maravillosa.

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Por desgracia, empezó a llover. Ello impediría que los invitados pudieran respirar bajo el cielo y contemplar las estrellas que completaban tan perfecto decorado. En esos casos, a la gente le da por decir tonterías, como por ejemplo que trae suerte que llueva en las bodas. ¿Por qué tiene uno que aguantar siempre esa clase de frases absurdas? Pues claro que no tenía importancia. Llovía, era todo un poco triste y ya está. La velada perdió cierta amplitud al habérsele amputado esos momentos de aire libre. Pronto resultaría agobiante ver la lluvia caer con intensidad creciente. Algunos invitados se marcharían antes de lo previsto. Otros seguirían bailando, igual que si hubiera nevado. Y otros no sabrían muy bien qué hacer. ¿De verdad les importaba eso a los novios? En la felicidad siempre llega un momento en que uno está solo entre la multitud. Sí, estaban solos en el torbellino de la música y los valses. Hay que dar vueltas y vueltas sin parar, decía él, dar vueltas hasta que no sepas adonde ir. Ella ya no pensaba en nada. Por primera vez, vivían la vida en su densidad única y total: la del momento presente.


François cogió a Nathalie de la cintura para sacarla del salón de bodas. Cruzaron el jardín corriendo. Ella le dijo «Estás loco», pero era una locura que la volvía loca de alegría. Empapados, estaban ahora ocultos detrás de unos árboles. De noche, bajo la lluvia, se tumbaron sobre el barro del suelo. El blanco de su ropa ya no era sino un recuerdo. François levantó el vestido de su mujer, reconociendo que era lo que le apetecía hacer desde el principio de la velada. Habría podido hacerlo en la iglesia mismo. Habría sido una manera inmediata de glorificar los dos «sí, quiero». Había contenido su deseo, hasta ese instante. A Nathalie le sorprendió su intensidad. Hacía ya un rato que ni siquiera pensaba. Seguía a su marido, tratando de respirar bien, tratando de no dejarse arrastrar por tan tremendo frenesí. Su deseo seguía al de François. Tenía muchas ganas de que la tomara en ese momento, en su primera noche como marido y mujer. Nathalie esperaba, esperaba, y François no paraba quieto, tenía una energía incontenible, un hambre desmedida de placer. Sin embargo, en el momento de penetrarla, se quedó paralizado. Sintió una angustia que tenía algo que ver con el miedo a una felicidad demasiado intensa, pero no, no era eso, era otra cosa que lo incomodaba en ese instante y que le impedía continuar. «¿Qué pasa?», le preguntó ella. Y él contestó: «Nada… nada… es sólo que es la primera vez que hago el amor con una mujer casada.»

7

Ejemplos de dichos ridículos que a la gente le encanta repetir:

Manos frías, corazón caliente. *Afortunado en el juego, desgraciado en amores.

*Contigo, pan y cebolla.

8

Se fueron de viaje de novios, hicieron fotos y regresaron. Tocaba ahora hincarle el diente a la parte real de la vida. Hacía más de seis meses que Nathalie había terminado sus estudios. Hasta entonces, había utilizado la coartada de la preparación de la boda para no buscar trabajo. Organizar una boda es como formar gobierno después de una guerra. ¿Y qué se hace con los que colaboraron con el enemigo? Es tanta la complejidad de la tarea que está justificado que se emplee mucho tiempo sólo en eso. Bueno, no era del todo verdad. Más que nada, había querido tener tiempo para ella, tiempo para leer, para pasear, como si supiera que después ya nunca volvería a estar tan libre. Como si supiera que se la tragaría el torbellino de la vida profesional, y seguramente el de la vida de casada.


Era hora de enfrentarse a las entrevistas de selección. Tras unos cuantos intentos, se dio cuenta de que no sería tan sencillo. ¿De modo que era eso la vida normal? Y ella que pensaba haberse sacado un título prestigioso, y creía tener también la experiencia de unas cuantas prácticas importantes en empresas donde no se había limitado a servir cafés entre dos tandas de fotocopias. Tenía una entrevista para un puesto en una empresa sueca. Le sorprendió que la recibiera el director general y no el de recursos humanos. En lo que a contratación se refería, éste quería controlarlo todo personalmente. Ésa fue su versión oficial. La verdad era mucho más pragmática: se había pasado por el despacho del director de recursos humanos y había visto la foto del currículo de Nathalie. Era una foto bastante extraña: uno no podía formarse del todo una opinión sobre su físico. Por supuesto, se intuía que no le faltaba atractivo, pero no era eso lo que había atraído la atención del director general. Era otra cosa, algo que no acertaba a definir del todo y que era más una sensación: la sensatez. Sí, eso era lo que había sentido. Tenía la impresión de que esa mujer parecía sensata.


Charles Delamain no era sueco. Pero bastaba entrar en su despacho para preguntarse si no era su ambición serlo algún día, seguramente para complacer a sus accionistas. Sobre un mueble de Ikea había un plato con unos panecillos crujientes, de esos que dejan muchas migas.

– Me ha interesado mucho su trayectoria profesional… y…

– ¿Sí?

– Lleva alianza. ¿Está casada?

– Pues… sí.

Hubo un silencio. Charles había mirado varias veces el currículo de la joven, y no había visto que estaba casada. Cuando ella dijo «sí», volvió a echarle un vistazo. Efectivamente, estaba casada. Era como si, en su cerebro, la foto hubiera solapado la situación personal de esa mujer. Pero, después de todo, ¿tan importante era? Había que proseguir con la entrevista para que no se instalara ningún silencio incómodo.

– ¿Y piensa tener hijos? -continuó Charles.

– Por ahora no -contestó Nathalie, sin la menor vacilación.

Esa pregunta podía parecer del todo natural en una entrevista de trabajo con una mujer joven y recién casada. Pero Nathalie sintió algo distinto, aunque no acertó a definir el qué. Charles había dejado de hablar y la miraba fijamente. Por fin se levantó y cogió un panecillo.

– ¿Quiere un Krisproll?

– No, gracias.

– Debería tomar uno.

– Es usted muy amable, pero no tengo hambre.

– Pues debería acostumbrarse, aquí no se come otra cosa.

– ¿Quiere decir… que…?

– Sí.

9

Nathalie pensaba a veces que la gente envidiaba su felicidad. Era algo difuso, nada concreto en realidad, sólo una impresión pasajera. Pero le daba esa sensación. Se plasmaba en detalles, en sonrisas apenas esbozadas pero muy elocuentes, en maneras de mirarla. Nadie podía imaginar que a veces esa felicidad le daba miedo, Nathalie temía que pudiera llevar intrínseca la amenaza de la desgracia. A veces rectificaba cuando decía «soy feliz», era como una superstición, un recuerdo de todos esos momentos en la vida en que, al final, la suerte no le había sonreído.


La familia y los amigos presentes el día de su boda formaban lo que podría llamarse el primer círculo de presión social. Presión que pedía la venida al mundo de un niño. ¿Tanto se aburrían en su vida como para que les interesara hasta ese punto la de los demás? Así es siempre: vivimos sometidos a la tiranía de los deseos ajenos. Nathalie y François no querían convertirse en un culebrón para su entorno. Por ahora, les gustaba la idea de ser dos, solos en el mundo, de encarnar el cliché absoluto de la armonía sentimental. Desde el día en que se conocieron, habían vivido en una libertad absoluta. Como a ambos les encantaba viajar, habían aprovechado el más mínimo fin de semana soleado para recorrer Europa con romántica inocencia. Testigos de su amor habrían podido verlos en Roma, en Lisboa o en Berlín. Se habían sentido más cerca que nunca uno de otro al alejarse así. Esos viajes ponían de manifiesto también su auténtico sentido de lo novelesco. Les encantaba dedicar la velada a recrear su encuentro, recordando con gusto cada detalle, celebrando la puntería del azar. En materia de mitología de su amor, eran como niños, pues no se cansaban de escuchar la misma historia una y otra vez.

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