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David Foenkinos: La delicadeza

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David Foenkinos La delicadeza

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Nathalie es una mujer afortunada. Felizmente casada con François, pasa los días rodeada de risas y libros. Un día la pena llama a su puerta: François muere inesperadamente. Nathalie languidece entonces entre las paredes de su casa y se vuelca en la ofi cina. Pero justo cuando ha dejado de creer en la magia de la vida, ésta vuelve a sorprenderla y revelarse en su forma más maravillosa.

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3

Los tres libros preferidos de Nathalie:

Bella del señor, de Albert Cohen

*

El amante, de Marguerite Duras

*

Laseparación, de Dan Franck

4

François trabajaba en el ámbito de las finanzas. Bastaba pasar cinco minutos con él para darse cuenta de que eso era tan incongruente como la vocación comercial de Nathalie. Quizá haya una dictadura de lo concreto que contraría siempre las vocaciones. Dicho esto, resulta difícil imaginar a qué otra cosa habría podido dedicarse. Aunque lo hayamos visto casi tímido en el momento de conocer a Nathalie, era un hombre lleno de vitalidad, desbordante de ideas y de energía. Apasionado como era, habría podido dedicarse a cualquier cosa, incluso a vender corbatas. Era un hombre al que uno se imaginaba perfectamente con una maleta llena de corbatas, tenía la labia necesaria para convencer. Poseía el encanto irritante de la gente que es capaz de venderte cualquier cosa. Con él, uno se iría a esquiar en verano y a nadar en lagos islandeses. Era de esa clase de hombres que abordan a una mujer una sola vez en la vida, y van y aciertan. Todo parecía salirle bien. Así es que, las finanzas, pues sí, por qué no. Formaba parte de esos aprendices de bróker que manejan millones con el recuerdo reciente de cuando jugaban al Monopoly. Pero, en cuanto salía del banco en el que trabajaba, era otra persona. El CAC 40 se quedaba en su torre. Su profesión no le había impedido seguir cultivando sus pasiones. Por encima de todo, le gustaba hacer puzzles. Podía parecer extraño, pero nada canalizaba mejor su energía desbordante que pasarse las tardes de los sábados juntando miles de piezas. A Nathalie le gustaba observar a su novio, de cuclillas en el salón. Era un espectáculo silencioso. De repente, François se levantaba y gritaba: «¡Venga, vamos a tomar el aire!» Sí, esto es lo último que queda por precisar: las transiciones no iban con él. Le gustaban las rupturas, pasar del silencio al estruendo.

Con François, el tiempo transcurría a velocidad de vértigo. Era como si tuviera la capacidad de saltarse días, de crear extrañas semanas sin jueves. Acababan de conocerse y ya estaban celebrando su segundo aniversario de noviazgo. Dos años sin el más mínimo nubarrón, su relación habría dejado pasmados a todos los especialistas en tirarse los trastos a la cabeza.

Los miraban como se admira a un campeón. Eran el maillot amarillo del amor. Nathalie seguía estudiando, con resultados brillantes, a la vez que trataba de hacer más llevadera la vida cotidiana de François. El haber elegido a un hombre un poco mayor que ella, que ya tenía una profesión, le permitió abandonar el domicilio familiar. Pero como no quería vivir a su costa, decidió trabajar unas cuantas noches por semana de acomodadora en un teatro. Estaba contenta con ese empleo, pues compensaba el ambiente algo frío de la universidad. Una vez instalados los espectadores en sus butacas, Nathalie se sentaba en el fondo de la sala. Desde allí, asistía a una función que se sabía de memoria. Moviendo los labios al mismo tiempo que las actrices, saludaba al público cuando llegaba el momento de los aplausos. Antes de eso, vendía el programa.

Como conocía perfectamente las obras, se divertía insertando diálogos de Molière en su vida cotidiana, recorría el salón lamentándose de que el gato había muerto. Esas últimas noches, era Lorenzaccio de Musset lo que Nathalie interpretaba, soltando réplicas aquí y allá, en la incoherencia más total. «Ven aquí, el húngaro tiene razón.» O: «¿Quién está en el fango? ¿Quién se arrastra ante las murallas de mi palacio con tan espantosos gritos?». Eso oía François, aquel día, mientras intentaba concentrarse.

– ¿Puedes hablar más bajo? -preguntó.

– Sí, claro.

– Es que estoy haciendo un puzzle muy importante.

Entonces Nathalie se quedó callada, respetando la aplicación de su novio. Ese puzzle parecía distinto a los demás. No se veía ningún dibujo, no había castillos ni personajes. Se trataba de un fondo blanco sobre el que destacaban líneas curvas de color rojo. Líneas que resultaron ser letras. Era un mensaje en forma de puzzle. Nathalie dejó el libro que acababa de abrir para observar el progreso del puzzle. De vez en cuando, François volvía la cabeza hacia ella. El espectáculo de la revelación avanzaba hacia su desenlace. Sólo quedaban unas pocas piezas, y ya Nathalie acertaba a adivinar el mensaje, un mensaje construido con meticulosidad, mediante cientos de piezas. Sí, ahora ya podía leer lo que ponía: «¿Quieres casarte conmigo?»

5

Ganadores del campeonato del mundo de puzzle

que se celebró en Minsk del 27 de octubre al 1 de noviembre de 2008:

1. Ulrich Voigt – Alemania: 1.464 puntos.

Mehmet Murat Sevim – Turquía: 1.266 puntos.

Roger Barkan – Estados Unidos: 1.241 puntos.

6

Como no podía ser de otra manera, la boda fue preciosa. Una celebración sencilla y tierna, ni extravagante ni sobria. Había una botella de champán para cada invitado, lo cual resultaba de lo más práctico. La alegría reinante no era fingida. En una boda hay que estar de humor festivo; mucho más que en un cumpleaños. Hay una jerarquía en la obligación de la alegría, y las bodas están en la cúspide de la pirámide. Hay que sonreír, hay que bailar y, más tarde, hay que animar a los viejos a irse a la cama. No olvidemos precisar la belleza de Nathalie, que se había trabajado su aparición, en un movimiento ascendente, cuidando con varias semanas de antelación su peso y su cutis. Una preparación dominada a la perfección: estaba en el culmen de su belleza. Había que detener en el tiempo ese instante único, de la misma manera que Amstrong había plantado la bandera americana en la Luna. François observó a Nathalie con emoción y, mejor que nadie, grabó en su memoria ese momento. Su mujer estaba ante él, y sabía que era esa imagen y no otra la que surgiría ante sus ojos en el momento de su muerte. Así ocurría con la felicidad absoluta. Nathalie se levantó entonces para coger el micrófono y cantó una canción de los Beatles [2]. A François le encantaba John Lennon. De hecho, en su honor, se casó vestido de blanco de los pies a la cabeza. Así, cuando los novios bailaban, la blancura de uno se perdía en la del otro.

Por desgracia, empezó a llover. Ello impediría que los invitados pudieran respirar bajo el cielo y contemplar las estrellas que completaban tan perfecto decorado. En esos casos, a la gente le da por decir tonterías, como por ejemplo que trae suerte que llueva en las bodas. ¿Por qué tiene uno que aguantar siempre esa clase de frases absurdas? Pues claro que no tenía importancia. Llovía, era todo un poco triste y ya está. La velada perdió cierta amplitud al habérsele amputado esos momentos de aire libre. Pronto resultaría agobiante ver la lluvia caer con intensidad creciente. Algunos invitados se marcharían antes de lo previsto. Otros seguirían bailando, igual que si hubiera nevado. Y otros no sabrían muy bien qué hacer. ¿De verdad les importaba eso a los novios? En la felicidad siempre llega un momento en que uno está solo entre la multitud. Sí, estaban solos en el torbellino de la música y los valses. Hay que dar vueltas y vueltas sin parar, decía él, dar vueltas hasta que no sepas adonde ir. Ella ya no pensaba en nada. Por primera vez, vivían la vida en su densidad única y total: la del momento presente.

François cogió a Nathalie de la cintura para sacarla del salón de bodas. Cruzaron el jardín corriendo. Ella le dijo «Estás loco», pero era una locura que la volvía loca de alegría. Empapados, estaban ahora ocultos detrás de unos árboles. De noche, bajo la lluvia, se tumbaron sobre el barro del suelo. El blanco de su ropa ya no era sino un recuerdo. François levantó el vestido de su mujer, reconociendo que era lo que le apetecía hacer desde el principio de la velada. Habría podido hacerlo en la iglesia mismo. Habría sido una manera inmediata de glorificar los dos «sí, quiero». Había contenido su deseo, hasta ese instante. A Nathalie le sorprendió su intensidad. Hacía ya un rato que ni siquiera pensaba. Seguía a su marido, tratando de respirar bien, tratando de no dejarse arrastrar por tan tremendo frenesí. Su deseo seguía al de François. Tenía muchas ganas de que la tomara en ese momento, en su primera noche como marido y mujer. Nathalie esperaba, esperaba, y François no paraba quieto, tenía una energía incontenible, un hambre desmedida de placer. Sin embargo, en el momento de penetrarla, se quedó paralizado. Sintió una angustia que tenía algo que ver con el miedo a una felicidad demasiado intensa, pero no, no era eso, era otra cosa que lo incomodaba en ese instante y que le impedía continuar. «¿Qué pasa?», le preguntó ella. Y él contestó: «Nada… nada… es sólo que es la primera vez que hago el amor con una mujer casada.»

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