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David Foenkinos: La delicadeza

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David Foenkinos La delicadeza

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Nathalie es una mujer afortunada. Felizmente casada con François, pasa los días rodeada de risas y libros. Un día la pena llama a su puerta: François muere inesperadamente. Nathalie languidece entonces entre las paredes de su casa y se vuelca en la ofi cina. Pero justo cuando ha dejado de creer en la magia de la vida, ésta vuelve a sorprenderla y revelarse en su forma más maravillosa.

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– Espero que no hayáis cenado todavía. He hecho sopa.

– ¿Ah, sí? ¿De qué? -preguntó Markus.

– Es la sopa del viernes. No se lo puedo explicar. Estamos a viernes, así que es la sopa del viernes.

– Es una sopa sin corbata -concluyó Markus.

Nathalie se acercó a él:

– Abuela, a veces Markus dice cosas raras. No tienes que preocuparte.

– Huy, hija, yo desde 1945 ya no he vuelto a preocuparme por nada, así que tranquila. Venga, sentaos a la mesa.

Madeleine estaba llena de vitalidad. Había un verdadero contraste entre la energía empleada en preparar la cena y la visión inicial de esa anciana sentada delante de la chimenea. La visita de su nieta le producía un apetito de movimientos. Se atareaba en la cocina, y no quería ayuda. A Nathalie y a Markus les enternecía el ajetreo de ese ratoncito. Todo parecía tan lejos ahora: París, la empresa, los expedientes… El tiempo también volaba: el principio de la tarde en la oficina era un recuerdo en blanco y negro. Sólo el nombre de la sopa, «viernes», los mantenía un poco anclados en la realidad de los días.

La cena transcurrió tranquilamente. En silencio.

Los abuelos no suelen acompañar la felicidad embelesada de ver a los nietos con largas parrafadas. Unos a otros se preguntan cómo están, y enseguida se sumergen en el placer sencillo de estar juntos, sin más. Después de la cena, Nathalie ayudó a su abuela a lavar los platos. Se preguntó: ¿por qué he olvidado lo bien que se está aquí? Era como si, al momento, todas sus felicidades recientes se hubieran visto condenadas a la amnesia. Sabía que ahora tenía la fuerza de retener esa felicidad.

En el salón, Markus se estaba fumando un puro. Él, que apenas toleraba el humo de los cigarrillos, había querido complacer a Madeleine. «Le encanta que los hombres se fumen un puro después de las comidas. No intentes entenderlo. Tú dale gusto, y ya está», le había susurrado Nathalie en el momento en que Markus tenía que contestar al ofrecimiento de la voluta. Éste entonces había declarado una gran apetencia de puro, exagerando bastante mal su entusiasmo, pero Madeleine no se había dado cuenta de nada. De modo que ahí estaba Markus, jugando al amo y señor, en una casa normanda. Una cosa sí lo asombró: no le dolía la cabeza. Peor aún, empezaba a apreciar el sabor del puro. La virilidad se instalaba en él, sin sorprenderse apenas de estar ahí. Experimentaba ese sentimiento paradójico de agarrar violentamente la vida a efímeras bocanadas. Con ese puro era Markus el Magnífico.

Madeleine estaba feliz de ver sonreír a su nieta. Había llorado tanto con la muerte de François: no pasaba un solo día sin que pensara en ello. Madeleine había conocido muchas desgracias en su vida, pero ésa había sido la más violenta. Sabía que había que seguir hacia delante, que la vida consistía sobre todo en seguir viviendo. Por ello, ese momento la aliviaba profundamente. Y por si fuera poco, sentía una auténtica simpatía instintiva por ese sueco.

– Tiene buen fondo.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?

– Lo noto. Instintivamente. Su fondo es maravilloso.

Nathalie volvió a besar a su abuela. Era hora de irse a la cama. Markus apagó su puro diciéndole a Madeleine:

– El sueño es el camino que lleva a la sopa del mañana.

Madeleine dormía abajo, porque subir las escaleras era ya muy cansado para ella. Los otros dormitorios estaban en la planta de arriba. Nathalie miró a Markus: «Así no podrá molestarnos.» Esa frase podía significar cualquier cosa, una alusión sexual o un simple dato práctico: mañana por la mañana podremos dormir tranquilamente. Markus no quería reflexionar. ¿Iba a dormir con ella sí o no? Quería hacerlo, claro, pero entendió que había que subir los peldaños de la escalera sin pensar en ello. Una vez arriba, de nuevo lo sorprendió lo estrecho que era todo. Después del camino que había tomado el coche, después del segundo camino para rodear la casa, era la tercera vez que se sentía falto de espacio. En ese extraño pasillo había varias puertas, que se abrían a otras tantas habitaciones. Nathalie lo recorrió de un extremo a otro y volvió sobre sus pasos, sin decir nada. Ya no había luz eléctrica en esa planta. Encendió las dos velas que estaban sobre una mesita. Su rostro se veía naranja, pero un naranja más bien amanecer que atardecer. Ella también vacilaba, vacilaba de verdad. Sabía que le correspondía a ella decidir. Miró al fuego fijamente a los ojos. Y luego abrió una puerta.

112

Charles cerró la puerta. Estaba como ido, desvanecido incluso, de tan lejos como se sentía de su propio cuerpo. Después de los golpes recibidos a lo largo del día, le dolía la cara. Sabía muy bien que se había comportado como un cerdo, y que le podía caer una muy gorda si las altas instancias suecas se enteraban de que había querido trasladar a un empleado por conveniencias personales. Pero bueno, no había muchas probabilidades de que se supiera. Estaba convencido de que no se los volvería a ver. Su huida tenía el sabor de lo definitivo. Y eso era seguramente lo que más daño le hacía. No volver a ver a Nathalie nunca más. Era todo culpa suya. Había actuado de manera disparatada y se arrepentía muchísimo. Sólo quería verla un segundo, intentar hacerse perdonar, intentar dejar de ser patético a sus ojos. Quería encontrar por fin las palabras que tanto había buscado. Vivir en un mundo en el que aún tuviera una oportunidad de ser amado por Nathalie, un mundo de amnesia afectiva donde pudiera aún verla por primera vez.

Ahora avanzaba por su salón. Y, visión inamovible, se encontró con su mujer en el sofá. Esa escena vespertina era un museo con un único cuadro.

– ¿Qué tal? -preguntó, con un hilo de voz.

– Bien, ¿y tú?

– ¿No estabas preocupada?

– Preocupada ¿por qué?

– Pues por lo de anoche.

– Pues… no. ¿Qué pasó anoche?

Laurence apenas había vuelto la cabeza. Charles le había hablado al cuello de su mujer. Acababa de comprender que ni siquiera se había percatado de su ausencia la noche anterior. Que no había ninguna diferencia entre el vacío y él. Era abisal. Quiso golpearla: equilibrar la cuenta de las agresiones del día. Devolverle al menos una de las tortas que había recibido, pero su mano quedó un instante en suspenso. Se puso a observarla. Su mano estaba ahí, en el aire, solitaria. Comprendió de pronto que ya no soportaba esa falta de amor, que se ahogaba de vivir en un mundo tan reseco. Nadie lo abrazaba nunca, nadie le dedicaba jamás la más mínima muestra de cariño.

¿Por qué eran así las cosas? Había olvidado la existencia de la ternura. Estaba excluido de la delicadeza.

Su mano bajó despacio, y la posó sobre el cabello de su mujer. Se sintió conmovido, verdaderamente conmovido, sin saber muy bien por qué surgía así tanta emoción. Se dijo que su mujer tenía un cabello bonito. Quizá fuera por eso. Bajó un poco más la mano, para tocarle la nuca. Sobre algunos centinelas de su piel sentía el vestigio de sus besos pasados. Los recuerdos de su ardor. Quería hacer de la nuca de su mujer el punto de partida de la reconquista de su cuerpo. Rodeó el sofá para colocarse delante de ella. Se puso de rodillas y trató de besarla.

– ¿Qué haces? -le preguntó ella con voz pastosa.

– Te deseo.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora.

– Me pillas desprevenida.

– ¿Y qué? ¿Es que hay que pedir cita para besarte?

– No… no seas tonto.

– ¿Y sabes lo que estaría bien también?

– No, ¿el qué?

– Que nos fuéramos a Venecia. Sí, lo voy a organizar… Nos vamos un fin de semana… los dos… Nos sentará bien…

– … Sabes que me mareo en barco.

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