David Foenkinos - La delicadeza

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Nathalie es una mujer afortunada. Felizmente casada con François, pasa los días rodeada de risas y libros. Un día la pena llama a su puerta: François muere inesperadamente. Nathalie languidece entonces entre las paredes de su casa y se vuelca en la ofi cina. Pero justo cuando ha dejado de creer en la magia de la vida, ésta vuelve a sorprenderla y revelarse en su forma más maravillosa.

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71

No sobraba espacio. El alivio de ambos bastaba para llenar la habitación. Estaban felices de estar a solas. Markus miraba a Nathalie, y la vacilación que leía en sus ojos lo alteraba profundamente.

– Bueno, ¿qué hay de ese regalo? -le preguntó ella.

– Se lo doy, pero tiene que prometerme que no lo abrirá hasta que llegue a su casa.

– Trato hecho.

Markus le tendió un paquetito que Nathalie se guardó en el bolso. Se quedaron un momento así, un momento que dura todavía. Markus no se sentía obligado a hablar, a llenar el silencio. Estaban relajados, felices de volver a estar juntos. Al cabo de un ratito, Nathalie dijo:

– A lo mejor deberíamos volver a la fiesta. Va a parecer raro si no.

– Tiene razón.

Salieron del despacho y avanzaron por el pasillo. Cuando volvieron al lugar de la fiesta, se llevaron una sorpresa: ya no había nadie. Todo estaba terminado y recogido. Se preguntaron: ¿cuánto tiempo habían estado en el despacho?

Una vez en su casa, sentada en el sofá, Nathalie abrió el paquete. Descubrió un tubito dispensador de caramelos Pez. No daba crédito, porque ya no se vendían en Francia. Ese gesto la conmovía profundamente. Se puso el abrigo y volvió a salir. Paró un taxi con un movimiento del brazo (un gesto que de pronto le pareció muy simple).

72

Artículo de la Wikipedia sobre los caramelos PEZ:

El nombre PEZ viene del alemán Pfefferminz, o menta, que fue el primer sabor comercializado. Los PEZ son originarios de Austria y se exportan a todo el mundo. El dispensador de PEZ es una de las características de la marca. Su gran variedad lo convierte en un objeto muy apreciado por los coleccionistas.

73

Una vez delante de la puerta, vaciló un momento. Era tan tarde… Pero ya que había ido hasta allí, era absurdo volverse. Llamó una vez, y luego otra. Nada. Entonces empezó a golpear la puerta. Al cabo de un rato, oyó pasos.

– ¿Quién es? -preguntó una voz angustiada. -Soy yo -contestó.

La puerta se abrió, y lo que vio Nathalie la dejó desconcertada. Su padre tenía el pelo revuelto y la mirada perdida. Parecía sonado, como si le hubieran robado algo. Quizá se tratara de eso al fin y al cabo: acababan de robarle el sueño.

– Pero ¿qué haces aquí? ¿Ocurre algo?

– No… estoy bien… Quería verte.

– ¿A estas horas?

– Sí, es urgente.

Nathalie entró en casa de sus padres.

– Tu madre está durmiendo, ya la conoces. Aunque se parara el mundo, ella seguiría durmiendo.

– Sabía que te despertaría a ti.

– ¿Quieres tomar algo? ¿Una infusión?

Nathalie asintió, y su padre se fue a la cocina. Su relación con su padre era reconfortante. Una vez pasada la sorpresa, éste había recobrado su calma habitual. Se notaba que se iba a "ocupar de todo. Sin embargo, en ese momento de la noche, Nathalie pensó furtivamente que estaba más viejo. Lo había visto sólo en su forma de andar con sus zapatillas para estar por casa. Se dijo: es un hombre al que han despertado en plena noche, pero se toma el tiempo de ponerse las zapatillas para ir a ver lo que ocurre. Esa precaución de los pies era conmovedora. Su padre volvió al salón.

– Bueno, ¿qué pasa, pues? ¿Qué era eso que no podía esperar?

– Quería enseñarte esto.

Se sacó entonces del bolsillo el dispensador de caramelos Pez, y, al instante, el padre sintió la misma emoción que su hija. Ese pequeño objeto los remitía al mismo verano. De repente, su hija tenía ocho años. Nathalie se acercó entonces a su padre, delicadamente, para apoyar la cabeza en su hombro. Había en los Pez toda la ternura del pasado, todo lo que se había dilapidado con el tiempo también, no brutalmente, sino de manera difusa. Había en los Pez el tiempo de antes de la desgracia, el tiempo en que la fragilidad se resumía a una caída, a un arañazo. Había en los Pez la idea de su padre, el hombre hacia el que, de niña, le gustaba correr, saltar a sus brazos y, una vez contra su pecho, podía pensar en el futuro con férrea seguridad. Se quedaron anonadados en la contemplación del dispensador Pez, que llevaba intrínsecos todos los matices de la vida, un objeto ínfimo y ridículo, y sin embargo tan conmovedor.

Fue entonces cuando Nathalie se puso a llorar. A llorar de verdad, eran las lágrimas de ese sufrimiento contenido frente a su padre. No sabía por qué, pero nunca se había abandonado delante de él. ¿Quizá porque era hija única? ¿Quizá porque también tenía que interpretar el papel del hijo? Del que no llora. Pero era una niña pequeña, una niña que había perdido a su marido. Entonces, después de todo ese tiempo, en el ambiente evaporado de los Pez, se puso a llorar en los brazos de su padre. Se abandonó a la deriva, con la esperanza del consuelo.

74

Al día siguiente, al llegar a la oficina, Nathalie estaba un poco enferma. Al final se había quedado a dormir en casa de sus padres. Al amanecer, justo antes de que se despertara su madre, había pasado un momento por su casa. En memoria de las noches de juerga de su juventud, esas noches en las que podía salir hasta el amanecer, cambiarse de ropa y luego ir directamente a clase. Sentía esa paradoja del cuerpo: un estado de agotamiento que te mantiene despierto. Pasó un momento por el despacho de Markus, y le sorprendió ver que tenía exactamente la misma expresión que el día anterior. Algo así como la fuerza tranquila de lo idéntico. Era una idea que la tranquilizaba, que la aliviaba incluso.

– Quería darle las gracias… por el regalo.

– De nada.

– ¿Puedo invitarlo a una copa esta noche?

Markus asintió, pensando: Estoy enamorado de ella, y siempre es ella la que toma la iniciativa de nuestras citas. Pensó sobre todo que ya no debía tener miedo, que había sido ridículo por su parte replegarse así, protegerse. Uno nunca debería tratar de evitarse un dolor potencial. Una vez más seguía reflexionando, contestándole incluso, cuando Nathalie ya hacía rato que se había ido. Seguía pensando que todo eso podía llevarlo al sufrimiento, a la decepción, al callejón sin salida afectivo más aterrador que existe. Sin embargo, tenía ganas de seguir ese camino. Tenía ganas de partir hacia un destino desconocido. Nada era trágico. Sabía que existían transbordadores entre la isla del dolor, la del olvido y aquélla, más lejana todavía, de la esperanza.

Nathalie le había propuesto verse directamente en el bar. Era mejor ser un poco discretos después de su huida de la fiesta el día anterior. Por no hablar de las preguntas de Chloé. Markus estaba de acuerdo aunque, en lo más hondo de sí mismo, habría sido capaz de organizar una rueda de prensa para anunciar cada una de sus citas con Nathalie. Llegó el primero, y decidió instalarse en un lugar bien a la vista. Un lugar estratégico para que nadie pudiera perderse la escena de la llegada de la hermosa mujer con la que estaba citado. Era un acto importante, que desde luego no había que considerar como algo superficial. En ningún caso era vanidad masculina. Había que ver en ello algo mucho más importante: había en ese acto la primera realización de una aceptación de sí mismo.

Por primera vez en mucho tiempo, Markus había olvidado llevarse un libro al salir de casa por la mañana. Nathalie le había dicho que se reuniría con él lo antes posible, pero no cabía excluir que su espera pudiera durar un poco. Markus se levantó para coger un periódico gratuito y se enfrascó en la lectura. No tardó en interesarlo profundamente un artículo. Y fue justo cuando estaba sumido en ese suceso cuando Nathalie hizo su aparición:

– Hola, ¿lo interrumpo?

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