David Foenkinos - La delicadeza

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Nathalie es una mujer afortunada. Felizmente casada con François, pasa los días rodeada de risas y libros. Un día la pena llama a su puerta: François muere inesperadamente. Nathalie languidece entonces entre las paredes de su casa y se vuelca en la ofi cina. Pero justo cuando ha dejado de creer en la magia de la vida, ésta vuelve a sorprenderla y revelarse en su forma más maravillosa.

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60

Fragmento del prospecto del Guronsan:

Estados de fatiga pasajera del adulto.

61

El día transcurrió de forma sencilla. Hubo incluso una reunión del grupo, del todo normal, y nadie podía imaginar que Nathalie iba a ir esa noche al teatro con Markus. Era una sensación bastante agradable. A los empleados les encanta tener secretos, mantener relaciones subterráneas, vivir una existencia que nadie sospecha. Eso le da vidilla a la pareja que forman con la empresa. Nathalie tenía la capacidad de crear compartimentos estancos dentro de su cabeza. De alguna manera, su drama personal la había insensibilizado. Es decir que dirigía la reunión de manera robòtica, olvidando casi que la jornada iba a terminar con una cita. A Markus le habría gustado encontrar en la mirada de Nathalie una atención especial, una señal de complicidad, pero eso no era propio de ella.

Lo mismo le ocurría a Chloé, a quien le habría gustado que los demás percibieran a veces el vínculo privilegiado que la unía a su jefa. Era la única que pasaba momentos con ella que podrían haber entrado en la categoría de «tuteo». Desde que Nathalie había huido del bar, Chloé no había vuelto a intentar organizar una nueva salida. Sabía que esos momentos también podían tener un lado peligroso: ser testigo de la fragilidad de su jefa podía volverse contra ella. Por eso se cuidaba mucho de no excederse y de respetar a raja tabla la jerarquía. Al final del día fue a verla a su despacho:

– ¿Está usted bien? No hemos hablado desde la última vez.

– Sí, es culpa mía, Chloé. Pero lo pasé bien, de verdad.

– ¿En serio? ¿Se marchó usted corriendo pero lo pasó bien?

– Sí, sí, se lo aseguro.

– Ah, pues qué bien, entonces… ¿quiere que volvamos a salir esta noche?

– Huy, no, lo siento, no puedo. Me voy al teatro -dijo Nathalie, como si anunciara el nacimiento de un niño verde.

Chloé no quiso que se notara su sorpresa, pero motivos no le faltaban para estar asombrada. Era mejor no subrayar que una declaración así era todo un acontecimiento. Era preferible hacer como si nada. De vuelta en su despacho, se entretuvo un momento guardando los últimos documentos de su expediente y consultando su correo, y luego se puso el abrigo para marcharse. Cuando se dirigía al ascensor, le llamó la atención una visión de lo más extraña: Markus y Nathalie se marchaban juntos. Se acercó a ellos sin que la vieran. Le pareció oír la palabra «teatro». Sintió enseguida algo que no acertaba a definir. Algo parecido al reparo, al asco incluso.

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Las butacas del teatro son tan estrechas… Markus estaba francamente incómodo. Se lamentaba de tener las piernas largas, algo absolutamente estéril [8]. Por no hablar de otro hecho que acentuaba su tortura: no hay nada peor que estar sentado al lado de una mujer a la que uno se muere de ganas de mirar. El espectáculo estaba a su izquierda, y no sobre el escenario. Y, de hecho, ¿qué veía? No le interesaba gran cosa. ¡Sobre todo porque era una obra sueca! ¿Lo habría hecho aposta Nathalie? Un autor que había estudiado en Uppsala, además. Era como ir a cenar a casa de sus padres. Estaba demasiado distraído para entender nada de la intriga. Seguro que luego hablarían de la obra, y él quedaría como un idiota. ¿Cómo no se había dado cuenta de eso antes? Tenía que concentrarse a toda costa y preparar algún que otro comentario inteligente.

Al final de la función, se sorprendió al darse cuenta de que estaba muy emocionado. Era casi un sentimiento de filiación sueca, de orgullo patrio. Nathalie también parecía feliz. Pero con el teatro no es* fácil saber: a veces la gente parece feliz por la sencilla razón de que el calvario termina por fin. Una vez fuera, Markus quiso lanzarse a exponer la teoría que había elaborado durante la última parte de la obra, pero Nathalie interrumpió la conversación:

– Creo que ahora deberíamos tratar de relajarnos un poco.

Markus pensó en sus piernas anquilosadas, pero Nathalie precisó:

– Vamos a tomar una copa. De modo que a eso se refería con relajarse un poco.

63

Fragmento de La señorita Julia

de August Strindberg,

adaptación al francés de Boris Vian

obra vista por Nathalie y Markus

en su segunda velada juntos:

Señorita Julia

¿Se supone que tengo que obedecerle?

Jean

Por una vez; ¡por su bien! ¡Se lo ruego!

¡Es tarde ya, el sueño embriaga, se altera el espíritu!

64

Ocurrió entonces algo determinante. Un hecho anodino que iba a ir adquiriendo la naturaleza de algo importantísimo. Todo iba saliendo exactamente igual que en su primera velada. Se repitió el mismo embrujo, y más intenso todavía. Markus manejaba la situación con elegancia. Mostraba una sonrisa lo menos sueca posible; era casi una sonrisa española. Encadenó una serie de anécdotas sabrosas, alternando sabiamente las referencias culturales y las alusiones personales, logrando pasar así de lo universal a lo íntimo con soltura. Desplegaba sin exceso el saber hacer del hombre sociable. Pero, en pleno corazón de tanta soltura, de pronto lo asaltó un sentimiento que iba a estropearlo todo: sintió que lo embargaba la melancolía.

Al principio, fue una nubecita de nada, como una forma de nostalgia. Pero no, mirándola de cerca, se podía discernir el aspecto malva de la melancolía. Y mirándola desde más cerca todavía, se podía ver la verdadera naturaleza de una auténtica tristeza. De buenas a primeras, como una pulsión morbosa y patética, se hizo consciente de la vacuidad de esa velada. Se preguntó: pero ¿por qué estoy aquí tratando de parecer interesante? ¿Por qué estoy haciendo reír a esta mujer, por qué me empeño en intentar conquistarla, cuando me es tan radicalmente inaccesible? Su pasado de hombre inseguro lo alcanzó brutalmente. Pero no quedó ahí la cosa. Ese avance del repliegue se vio trágicamente reforzado por un segundo hecho determinante: se le cayó la copa de vino tinto sobre el mantel. Podría haberlo visto como una simple torpeza. Y hasta puede que como una torpeza encantadora: Nathalie siempre había sido sensible a la torpeza. Pero, en ese momento, Markus ya no pensaba en ella. Veía en ese acontecimiento anodino una señal de algo mucho más grave: la aparición del rojo. La irrupción sempiterna del rojo en su vida.

– No pasa nada, no es grave -dijo Nathalie, al ver la cara de horror de Markus.

Claro que no: no era grave, era trágico. El rojo lo remitía a Brigitte. A la visión de las mujeres del mundo entero que lo rechazaban. Una risa malvada zumbaba en sus oídos. Volvían a él las imágenes de todos sus momentos de sufrimiento: era un niño del que se burlaban en el patio del colegio, era un militar al que hacían novatadas, era un turista al que timaban. Todas esas cosas representaba el avance de la mancha roja sobre el mantel blanco. Imaginaba que el mundo lo observaba, el mundo murmuraba a su paso. Su traje de seductor le quedaba grande. Nada podía detener su delirio paranoico. Delirio anunciado por la melancolía y por el simple sentimiento de pensar en el pasado como en un refugio. En ese instante, el presente ya no existía. Nathalie era una sombra, un fantasma del mundo femenino.

Markus se levantó y se quedó un momento en suspenso en medio del silencio. Nathalie lo miraba, sin saber lo que iba a decir. ¿Diría algo divertido? ¿O más bien siniestro? Al final, anunció con voz tranquila:

– Es mejor que me vaya.

– ¿Por qué? ¿Por el vino? Pero… si le pasa a todo el mundo.

– No… no es eso… es sólo que…

– Es sólo que ¿qué? ¿Lo aburro?

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