– Tú -dice con voz apagada-. Eres tú.
Palidece todavía más y se aleja de mí, tambaleándose, para salir de la cola, sin dejar de mirarme mientras retrocede, y, de repente, es como si el resto del mundo se hubiera fundido.
Su número, su muerte, me dejan completamente anonadado.
Más de cincuenta años en el futuro, y ahí está ella, escabulléndose fácilmente de su vida, bañada en amor y luz. Lo puedo notar, por todo mi ser, dentro de mí y de mi cabeza. Y no está sola, yo estoy con ella: ella es yo y yo soy ella. ¿Cómo?
De repente, se da la vuelta y echa a correr por el pasillo. Uno de los guardias la ve y le grita, pero ella no se detiene.
– ¡Uuau! ¡Una fugitiva! -dice Junior detrás de mí-. No irá lejos, no sin haberse matriculado. -Y lleva razón. Ninguna de las puertas se abrirá. Veo cómo zarandea un pomo tras otro, desesperada. Los aparatos del techo siguen sus movimientos. Se está poniendo histérica: da puñetazos y patadas contra el vidrio. Y, entonces, dos guardias la agarran por debajo de los brazos y la traen de vuelta hasta nuestra posición, antes de llevársela a una habitación lateral, cerca del mostrador de recepción. Ella forcejea y grita, con la cara contraída por la rabia, aunque, cuando abre los ojos durante un segundo y me vuelve a ver, hay alguna cosa más, tan clara como su número.
Está aterrorizada.
Aterrorizada por mí.
Quieren saber qué me pasa, por qué intentaba huir. ¿Qué puedo decir? ¿Qué les puedo contar sin parecer loca? ¿Que acabo de conocer al chico que veo en mis pesadillas? ¿Que, noche tras noche, estamos atrapados en un incendio y él agarra al bebé, a mi bebé, y lo lanza a las llamas?
Y de repente ahí está, en mi nueva escuela. Ese diablo. Esa persona que únicamente existe en mi cabeza… Él está ahí.
Y ahora sé que no es una pesadilla. Es otra cosa, algo real.
Sí, esto irá realmente bien. Papá les ha contado todo sobre mí, mi historial de suspensiones, expulsiones y exclusiones. Ahora pensarán que además de ser mala, estoy loca. De modo que no digo nada. Ninguna explicación. Ninguna disculpa. Me llevo la típica bronca. Conocen mi historia al dedillo, las escuelas que me han puesto de patitas en la calle, el tipo de cosas por las cuales me han echado. Por lo que parece, soy una privilegiada por poder disfrutar de un sitio como éste. Debería verlo como una oportunidad de empezar de nuevo, de pasar página.
Me quedo allí de pie, pensando: «No sabéis una mierda de mí» , y noto cómo se tensa la piel de mi barriga contra el tejido rígido de la camisa. «Nadie sabe toda la verdad.»
Entonces me llevan de vuelta a matriculación, me emparejan con un chico de aspecto serio que está ahí para asegurarse de que vaya al aula de tutoría y no vuelva a ausentarme sin permiso. Recorro los pasillos con la mirada en busca de ese chico, el chico de la pesadilla. Me quedo de pie en la entrada del aula de tutoría mirando a los chicos antes de entrar. Si está allí, en mi grupo de tutoría, no pienso quedarme en él. Pero no está, y me tranquilizo durante un rato. Así que encuentro una mesa y me quedo allí sentada, con la vista al frente, mientras mi tutor sigue su discursito. No oigo nada de lo que dice. Y lo único que pienso es: «Ese chico, ¿es real? ¿Quién es? ¿Por qué está aquí?» Y, al cabo de un rato, estoy medio segura de que me lo he inventado, de que estoy realmente loca y de que mi cabeza está empezando a destrozar mis días, además de mis noches.
Entonces, en el recreo, le vuelvo a ver.
Está solo, sentado en un muro bajo que hay cerca del bloque de ciencias. Desde donde estoy, puedo verle sin que sepa que estoy ahí. Intento vaciar la locura de mi cerebro y le miro tal y como lo haría un ser humano normal. Le estudio.
Es una de esas personas que no se pueden estar quietas ni que la vida les vaya en ello. No para de mover la pierna mientras está en el muro. De vez en cuando, asiente con la cabeza como si escuchara música, pero no puedo ver ningún auricular.
No me sorprende que esté solo. Hay algo raro en él, algo diferente: su forma de moverse, de ser. ¿De qué tengo miedo? No es más que un elemento extraño, un bicho raro, un don nadie.
Al cabo de un rato, se saca una libreta del bolsillo y empieza a escribir, inclinándose hacia delante con el brazo curvado. Sea lo que sea lo que escribe, no quiere que nadie más lo vea. Así que el chico tiene secretos… En cierto modo, me gusta. Y también me gusta que tenga una libreta, que escriba sobre el papel, porque a mí me gusta dibujar sobre el papel y notar un lápiz en mi mano, cosa que ahora casi nadie hace: todo son pantallas táctiles y reconocimiento de voz. Él es diferente. Lo diferente está bien. Y, sinceramente, me muero de ganas de saber qué esconde en esa libreta.
Se gira mientras escribe y el lado izquierdo de su rostro refleja la luz. Realmente es guapo, no, es más que eso, es hermoso: la forma de su cara, esos ojos profundos, la firmeza de su barbilla, la curva de sus labios. Y su piel. Es cálida y morena, casi del color de la miel, y tan fina y luminosa… que no parece justo. El chico de la pesadilla, del cual tengo miedo, está asustado. Tiene la cara tan marcada que uno puede notar su crudeza.
No es él.
No puede serlo.
Resoplo y meneo la cabeza. Me he puesto en ridículo y me he metido en problemas sin ningún motivo en mi primer día. Felicidades, Sarah.
Debe de haber advertido cómo me movía de reojo, porque se gira y me ve. Cierra de golpe la libreta y vuelve a guardársela en el bolsillo, sin dejar de mirarme. Parece tan culpable como me siento yo, atrapados mirándonos. Y, a pesar de ello, no aparto mis ojos de él y, mientras nos aguantamos la mirada, el corazón me da un vuelco. Hay una conexión entre nosotros.
No estoy loca.
Le conozco y él a mí.
Oh, Dios mío, ¿qué está pasando?
– ¿Ha ido bien?
La abuela está encaramada en su taburete de la cocina cuando llego a casa, justo donde esperaba encontrarla. Esté donde esté -aquí, en Weston-, siempre encuentra algún sitio donde encaramarse, algún lugar que es suyo, y se queda ahí, bebiendo té y encadenando un cigarrillo tras otro todo el día.
Me encojo de hombros.
– Supongo.
Aunque nunca parece moverse, no se pierde ni un condenado detalle, la abuela, aunque no estoy preparado para contarle nada de la escuela. Todavía no. No tiene por qué saber que ya me he ganado un enemigo y que he conocido a una chica.
Junior no me molesta, ni tampoco sus amenazas. He soportado a imbéciles como él que me decían cosas como ésa durante toda mi vida. Si quiere que le dé otra paliza, lo haré. No le tengo miedo. Su número, sin embargo, es otro tema. Me lo apunté en el recreo, pero aun así no me lo puedo sacar de la cabeza. Es una muerte horrible y ocurrirá dentro de poco. Y los sentimientos son tan fuertes que me hacen pensar cosas que no quiero. Como que quizá yo esté allí cuando suceda. Quizá soy yo quien sostiene el cuchillo…
Incluso ahora, en la cocina, apoyado en el banco, sudo y tengo la sensación de que voy a desmayarme. ¿Y si mis números son iguales a los suyos? ¿Y si lo que percibí era mi muerte y no la suya? No saber mi propio número me molesta más que ninguna otra cosa. He intentado verlo mediante todos los métodos evidentes: mirar en los espejos, los reflejos de las ventanas, incluso en el agua. Pero nada funciona. Tiene que ser cara a cara y la única persona en el mundo a la que no puedo mirar… soy yo.
Supongo que eso es lo que realmente me preocupa de los veintisietes. Hay tantos, que hay muchas posibilidades de que yo también sea uno de ellos. Hay cientos en la escuela. Y trece en mi grupo de tutoría.
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