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Jenny Downham: Antes de morirme

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Jenny Downham Antes de morirme

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A sus 16 años, Tessa sabe que le queda poco de vida, por eso elabora una lista con diez cosas que hacer antes de morir, como probar el sexo, las drogas, conducir un coche… y la más desgarradora de todas, enamorarse… Un día como cualquier otro te enteras de que te quedan unos pocos meses de vida. Un golpe difícil de asimilar, sin duda, pues ¿cómo afrontas semejante realidad? ¿Qué mecanismos psicológicos se desatan ante la certeza de lo inevitable? La historia de Tessa ofrece una mirada mucho más amplia que el dudoso espectáculo de compartir un trance doloroso. Una nueva percepción del tiempo, la redefinición de las relaciones con los padres y amigos, las primeras aventuras amorosas; en suma, un proceso de madurez acelerado que, narrado con inolvidables momentos de ironía y humor, destila una vitalidad sorprendente al tiempo que invita a la reflexión sobre el verdadero valor de las cosas.

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Camino despacio hasta la parad de taxis, saboreando los detalles: la cámara de videovigilancia de la farola que gira sobre su eje, los móviles que suenan a mi alrededor. El hospital parece encogerse cuando susurro un adiós, la sombra de los plátanos oscurece todas sus ventanas.

Una chica pasa por mi lado repiqueteando con sus tacones y despidiendo olor a pollo frito mientras se chupa los dedos. Un hombre lleva en brazos a un niño que no para de berrear y le grita al móvil:

– ¡No, no puedo comprar patatas, joder!

Creamos modelos, compartimos momentos. A veces creo que soy la única capaz de verlo.

Comparto mi chocolate con el taxista cuando nos incorporamos al denso tráfico de la hora del almuerzo. Me cuenta que hoy hace turno doble y que hay demasiados coches en la calle para su gusto. Los señala con ademán de desesperación mientras avanzamos lentamente por el centro de la ciudad.

– ¿A dónde iremos a parar? -se pregunta.

Le ofrezco un Chewit para animarlo. Luego le mando otro mensaje a Adam: "Tnes promesas q cumplir".

El tiempo ha cambiado, las nueves tapan el sol. Bajo la ventanilla. El frío aire de abril conmociona mis pulmones.

El taxista tamborilea con los dedos sobre el volante.

¡Menudo atasco!

Me gusta: el tráfico que se para y avanza a trompicones, el ronco traqueteo de un autobús, la sirena apremiante que suena a lo lejos. Me gusta avanzar tan despacio por la calle principal; así tengo tiempo para vez los huevos de Pascua que no se han vendido en el escaparate del quiosco, las colillas barridas que forman una pulcra montañita junto a la entrada del Chicken Joint. Veo niños que llevan cosas extrañísimas: un oso polar, un pulpo.

frente a Mothercare, bajo las ruedas de un cochecito de bebé, veo mi nombre, desvaído ya, pero serpenteando todavía por la acera hasta llegar al banco.

Llamo a Adam. No responde, así que le mando otro mensaje:

"Te deseo."

Sencillo y directo.

En el cruce hay una ambulancia ladeada y con las puertas abiertas, lanzando destellos azules sobre la calzada. La luz se refleja incluso en los bajos nubarrones. Una mujer yace en la carretera con una manta por encima.

– Mira eso -dice el taxista.

Todo el mundo está mirando: la gente de los otros coches, los oficinistas que han salido a tomar un sándwich. La mujer tiene la cabeza tapada, pero le asoman las piernas. Lleva medias; los zapatos componen ángulos extraños. Su sangre, oscura, forma un charco a su lado.

El taxista me lanza una ojeada por el retrovisor.

– Esto le hace pensar a uno, ¿eh?.

– Sí. Es tan tangible. Estar y no estar.

Cuando llamo a la puerta de Adam, siento como si tuviera savia en los dedos de los pies u me subiera por los tobillos y pantorrillas.

Sally abre una rendija y se asoma. Me embarga una oleada de afecto hacia ella.

– ¿Está Adam?

– ¿No estabas en el hospital?

– Ya no.

Parece desconcertada.

– Adam no me ha dicho que fueras a salir hoy.

– Es una sorpresa.

– ¿Otra? -Suspira, abre un poco más la puerta y mira su reloj-. No volverá hasta las cinco.

– ¿Las cinco?

Me mira con el entrecejo fruncido.

– ¿Estás bien?

– No. Las cinco es demasiado tarde. Podría estar completamente anémica para esa hora.

– ¿Dónde está?

Se ha ido a Nottingham en tren. Le han concedido una entrevista.

– ¿Para qué?

Para la universidad. Quiere empezar en septiembre.

El jardín me da vueltas.

– Ya veo que te sorprende tanto como me sorprendió a mí.

Me quedé dormida entre sus brazos en aquella cama de hospital. "Tócame", le pedí, y él me tocó. "Te quiero -me dijo -. No te atrevas a decirme que no es verdad". Me hizo una promesa. Empieza a llover cuando recorro el sendero hacia la cancela. Una lluvia fina y plateada, como si cayeran telarañas.

Capítulo 35

Arranco el vestido de seda de su percha y le hago un corte horizontal justo por debajo de la cintura. Las tijeras estás afiladas, así que es fácil, como deslizar metal por agua. Al vestido azul cruzado le abro una raja en diagonal en el pecho. Los coloco junto sobre la cama, como un par de amigos enfermos, y los acaricio.

No me sirve de nada.

Los estúpidos tejanos que compre con Cal nunca me han quedado bien, así que les corto las perneras a la altura de las rodillas. Les arranco los bolsillo a todos los pantalones de chándal abro agujeros en mis sudaderas y lo tiro todo sobre la cama.

Tardo una eternidad en romper las botas. Me duelen los brazos y resuello. Pero esta mañana me han hecho una transfusión y en las venas me hierve la sangre de otras personas, así que no me detengo. Rajo las dos botas de arriba abajo. Dos alarmantes heridas.

Quiero estar vacía. Quiero vivir en un lugar despejado.

Abro la ventana y lanzo las botas. Aterrizan en la hierba.

El cielo es un único nubarrón gris. Cae una débil llovizna.

El cobertizo está mojado. La hierba está húmeda. La barbacoa se oxida sobre sus ruedas.

Saco el resto de ropa del armario. Me silban los pulmones, pero no paro. Los botones salen disparados cuando desgarro los abrigos. Hago pedazos los jerséis. Agujereo todos los pantalones. Pongo los zapatos en fila en el alféizar de la ventana y les corto las lengüetas.

Es agradable. Me siento viva.

Cojo los vestidos de la cama y los tiro por la ventana junto con los zapatos. Caen al jardín y se quedan allí bajo la lluvia.

Compruebo el móvil. No hay mensajes. Ni llamadas perdidas.

Odio mi habitación. Todo en ella me recuerda a otras cosas.

El pequeño cuenco de porcelana de St. Ives. El tarro de cerámica marrón donde mamá guardaba las galletas. El perro dormido con su pantufla que tenía la abuela en la repisa de la chimenea. Mi manzana verde de cristal. Todo acaba en la hierba salvo el perro, que se estrella contra la valla.

Los libros se abren cuando los lanzo. Sus hojas aletean como aves exóticas, se rompen y bajan revoloteando. Los CD y DVD pasan como Frisbees por encima de la vallas. Que se los ponga Adam a sus nuevos amigos de la universidad cuando yo haya muerto.

Edredón, sábanas, mantas, todo va fuera. Los frascos y cajas de medicamentos de mi mesita de noche, la jeringuilla mecánica de infusión subcutánea, la crema Dirpobase, la Aqueous Cream. El joyero.

Rajo el puf, decoro el suelo con bolas de poliestireno y arrojo la bolsa vacía a la lluvia. El jardín está muy animado. Crecerán cosas.

Árboles de pantalones. Vides de libros. Luego me tiraré yo misma por la ventana y echaré raíces en esa franja oscura que hay junto al cobertizo.

Sigo sin recibir ningún mensaje. Lanzo el móvil por la ventana.

El televisor pesa como un coche. Me duele la espalda. Me arden las piernas. Lo arrastro por la alfombra. No puedo respirar, tengo que parar. La habitación se mueve. Respira. Respira. Puedes hacerlo. Tiene que desaparecer todo.

Subo el televisor al alféizar.

Y abajo.

Explota en medio de un espectacular estruendo de plástico y cristal.

Ya está. Todo fuera. He terminado.

Papá entra corriendo y se detiene en seco, boquiabierto.

– Eres un monstruo -susurra.

Tengo que taparme los oídos.

Él se acerca y me sujeta por los brazos. Su aliento huele a tabaco rancio.

– ¿Es que quieres dejarme sin nada?

– ¡No había nadie en casa!

– ¿Y por eso has decidido arrasar con todo?

– ¿Donde estabas?

En el supermercado. Luego he ido al hospital a visitarte, pero te habías ido. No has dado un susto de muerte.

– Me importa un carajo, papá!

– ¿Pues a mí sí me importa, joder! Esto te va a dejar completamente exhausta.

– Es mi cuerpo. ¡Hago con él lo que quiero!

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