J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—¿Por qué te marchaste de Londres? —preguntó con timidez.

—Porque mi madre quería estar cerca del gilipollas de su novio —masculló Gaia—. Gavin Hughes. ¿Lo conoces?

Ella negó con la cabeza.

—Seguro que los has oído follar —añadió Gaia—. Los oye toda la calle. Deja la ventana abierta una noche y ya verás.

Sukhvinder intentó disimular su conmoción, pero la sola idea de oír a sus padres, casados y formales, manteniendo relaciones sexuales ya le parecía suficientemente horrorosa. Gaia también se había puesto colorada, pero Sukhvinder pensó que de rabia, no de vergüenza.

—La dejará tirada. Mi madre es una ilusa. Después de follar, el tío se larga pitando.

Sukhvinder jamás habría hablado así de su madre; ni ella ni las gemelas Fairbrother (que en teoría aún eran sus mejores amigas). Niamh y Siobhan trabajaban juntas con otro microscopio un poco más allá. Desde la muerte de su padre, parecían más ensimismadas, siempre iban juntas y ya no estaban tan pendientes de Sukhvinder.

Andrew Price no dejaba de observar a Gaia por un hueco entre aquel mar de caras blancas. Sukhvinder lo había notado y creía que Gaia no, pero se equivocaba. Sencillamente no se tomaba la molestia de devolverle las miradas a Andrew o pavonearse, porque estaba acostumbrada a que los chicos la miraran; era algo que le pasaba desde que tenía doce años. Había dos chicos de sexto que siempre aparecían en los pasillos, con mucha más frecuencia de lo que parecía dictar la ley de las probabilidades, cuando ella iba de un aula a otra, y ambos eran más guapos que Andrew. Sin embargo, ninguno podía compararse con el chico con quien había perdido la virginidad poco antes de mudarse a Pagford.

Gaia casi no podía soportar que Marco de Luca siguiera existiendo físicamente en el universo, y separado de ella por doscientos doce kilómetros dolorosos e inútiles.

—Tiene dieciocho años —le contó a Sukhvinder—. Es medio italiano. Juega muy bien a fútbol. Le van a hacer una prueba para el equipo juvenil del Arsenal.

Gaia había mantenido relaciones sexuales con Marco cuatro veces antes de marcharse de Hackney, y las cuatro veces le había birlado los condones a Kay, que los guardaba en su mesilla de noche. En el fondo, quería que su madre supiera hasta dónde había tenido que llegar para grabarse en la memoria de Marco, porque iban a obligarla a abandonarlo.

Sukhvinder la escuchaba fascinada, pero sin confesarle que ya había visto a Marco en la página de Facebook de su nueva amiga. En todo Winterdown no había nadie que pudiera compararse con él: se parecía a Johnny Depp.

Gaia se inclinó sobre la mesa y se puso a juguetear, distraída, con el ocular del microscopio; al otro lado del aula, Andrew Price la miraba fijamente cada vez que creía que Fats no se daría cuenta.

—A lo mejor me es fiel. Sherelle va a dar una fiesta el sábado por la noche y lo ha invitado. Me ha jurado que no le dejará hacer nada. Pero mierda, ojalá…

Se quedó mirando fijamente el tablero de la mesa con aquellos ojos tan moteados, y Sukhvinder la observó con humildad, deslumbrada por su belleza y fascinada por su vida. La idea de tener otro mundo en el que estabas perfectamente integrada, donde tenías un novio futbolista y una pandilla de amigos guays y muy unidos, se le antojaba, aunque la hubieran separado a la fuerza de allí, una situación digna de asombro y envidia.

A la hora de comer fueron juntas al centro, lo que Sukhvinder casi nunca hacía; las gemelas Fairbrother y ella solían comer en la cafetería del instituto.

Estaban en la acera, delante del quiosco donde habían comprado unos bocadillos, cuando oyeron un grito desgarrador:

—¡La zorra de tu madre ha matado a mi abuela!

Los alumnos de Winterdown que andaban por allí miraron alrededor, desconcertados, buscando la procedencia de los gritos, y Sukhvinder los imitó, tan confusa como ellos. Entonces vio a Krystal Weedon en la otra acera, apuntándola con la mano como si fuera una pistola. Había cuatro chicas más con ella, colocadas en hilera en el bordillo, esperando a que el tráfico les permitiera cruzar.

—¡La zorra de tu madre ha matado a mi abuela! ¡Me las va a pagar, y tú también!

A Sukhvinder se le encogió el estómago. Todos la miraban fijamente. Dos chicas de tercero se escabulleron. Sukhvinder notó que los transeúntes se transformaban en una manada vigilante e impaciente. Krystal y sus amigas estaban de puntillas, listas para saltar del bordillo en cuanto se abriera un espacio entre los coches.

—Pero ¿qué dice? —le preguntó Gaia.

Sukhvinder tenía la boca tan seca que no pudo contestar. Correr no tenía sentido: llevaba todas las de perder, porque Leanne Carter era la chica más rápida de su curso. Tenía la impresión de que lo único que se movía eran los coches que pasaban, ofreciéndole unos pocos segundos más de seguridad.

Y entonces apareció Jaswant, acompañada por varios chicos de sexto.

—¿Todo bien, Jolly? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Jaswant no había oído a Krystal; era pura casualidad que pasara por allí con su séquito. Al otro lado de la calle, Krystal y sus amigas habían formado un corrillo.

—Nada —mintió Sukhvinder, aliviada y sin dar crédito a aquel indulto provisional.

Delante de aquellos chicos no podía contarle a Jaz lo que estaba ocurriendo. Dos de ellos medían más de un metro ochenta. Todos miraban fijamente a Gaia.

Jaz y sus amigos fueron hacia la puerta del quiosco y Sukhvinder los siguió tras lanzarle una mirada angustiada a Gaia. Desde dentro, vieron que Krystal y sus amigas se marchaban, volviendo la cabeza de vez en cuando.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Gaia.

—Se ha muerto su bisabuela. Era paciente de mi madre —explicó Sukhvinder.

Tenía tantas ganas de llorar que le dolían los músculos de la garganta.

—Qué cabrona.

Pero los contenidos sollozos de Sukhvinder no eran sólo una secuela del miedo. Krystal le caía muy bien, y sabía que el sentimiento era mutuo. Todas aquellas tardes en el canal, todos aquellos viajes en el minibús… conocía la anatomía de la espalda y los hombros de Krystal mejor que la suya propia.

Regresaron al instituto con Jaswant y sus amigos. El más guapo inició una conversación con Gaia y cuando llegaron a la verja del centro, ya estaba tomándole el pelo por su acento londinense. Sukhvinder no veía a Krystal por ninguna parte, pero sí vio a Fats Wall a lo lejos, caminando a buen paso con Andrew Price. Habría reconocido su silueta y sus andares en cualquier sitio, del mismo modo que un instinto primario te ayuda a distinguir una araña que se desplaza por un suelo oscuro.

A medida que se acercaba al edificio, las náuseas iban intensificándose. A partir de ese momento serían dos: Fats y Krystal. Todos se habían enterado de que salían juntos. Y en la mente de Sukhvinder apareció una imagen muy vívida: ella sangrando en el suelo, Krystal y su pandilla propinándole patadas y Fats Wall mirando y riendo.

—Tengo que ir al lavabo —le dijo a Gaia—. Nos vemos arriba.

Se metió en el primero que encontró, se encerró en un cubículo y se sentó en la tapa del váter.

Le habría gustado morirse, desaparecer para siempre. Pero la sólida superficie de los objetos que la rodeaban se resistía a disolverse, y su cuerpo, su odioso cuerpo de hermafrodita, continuaba viviendo con estúpida terquedad.

Oyó el timbre que señalaba el inicio de las clases de la tarde, se levantó de un brinco y se precipitó fuera del cuarto de baño. Los alumnos formaban colas en el pasillo. Les dio la espalda y salió del edificio.

Había muchos alumnos que se saltaban clases. Krystal, por ejemplo, y Fats Wall. Si conseguía largarse, quizá se le ocurriera alguna forma de protegerse antes de volver. O podía plantarse delante de un coche. Imaginó que la atropellaban, que sus huesos se hacían pedazos. ¿Cuánto tardaría en morir, tendida en la calzada? Seguía prefiriendo la idea de ahogarse, del agua fresca y limpia sumiéndola en el sueño eterno, un sueño sin pesadillas…

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