—Porque piensa que Pagford es el epicentro del universo —refunfuñó su mujer—. No lo entiendes: no cambiaría su cargo de presidente del Concejo Parroquial de Pagford por el de primer ministro. Además, no le hace ninguna falta estar en la junta de Yarvil; ya tiene a Aubrey Fawley allí, batallando en las cuestiones de mayor calado. Ya está calentando motores para la revisión del perímetro territorial. Trabajan en equipo.
Para Parminder, la ausencia de Barry era como un fantasma en la mesa. Él le habría explicado todo aquello a Vikram y además lo habría hecho reír; Barry era un magnífico imitador de los discursos de Howard, de sus andares de pato, de sus repentinas interrupciones gastrointestinales.
—No ceso de decirle a Parminder que se estresa demasiado con todo esto —le comentó Vikram a Tessa, quien se sorprendió, ruborizándose un poco al ser el blanco de aquellos ojos oscuros—. ¿Sabes ya lo de esa estúpida queja, lo de la anciana con enfisema?
—Sí, Tessa lo sabe. Lo sabe todo el mundo. ¿Tenemos que discutirlo en la mesa? —le espetó Parminder, y se levantó de golpe para recoger los platos.
Tessa hizo ademán de ayudarla, pero ella le ordenó que no se moviera. Vikram le brindó a Tessa una sonrisita de solidaridad que a ésta le produjo un hormigueo en el estómago. No pudo evitar recordar, mientras Parminder trajinaba en torno a la mesa, que el de Vikram y Parminder era un matrimonio concertado.
(—Sólo se trata de que la familia hace la presentación —le había contado Parminder en los primeros tiempos de su amistad, a la defensiva y un poco molesta por algo que había visto en la cara de Tessa—. Nadie te obliga a casarte.
Pero, en otras ocasiones, le habló de lo mucho que la había presionado su madre para que consiguiera un marido.
—Todos los padres sij quieren ver casados a sus hijos. Es una obsesión —explicó Parminder con amargura.)
Colin no lamentó que le arrebataran el plato. Las náuseas que le revolvían el estómago eran aún peores que a su llegada a la antigua vicaría. Se sentía tan ajeno a los otros tres comensales que era como estar dentro de una gruesa burbuja de cristal. La sensación de hallarse encerrado en una gigantesca esfera de preocupación viendo pasar sus propios temores, que le impedían ver el mundo exterior, le resultaba tristemente familiar.
Tessa no le ayudaba. Se mostraba fría y poco comprensiva respecto a su campaña por la plaza de Barry, y lo hacía a propósito. El motivo de esa cena era que Colin pidiese su opinión a Parminder sobre los panfletos que había impreso, en los que anunciaba su candidatura. Tessa se negaba a implicarse y de esa forma le impedía hablar con ella del temor que lo estaba asfixiando. Le estaba negando una vía de escape.
En un intento de emular la frialdad de su mujer, fingiendo que, después de todo, no se estaba derrumbando por culpa de una presión autoimpuesta, Colin no le había mencionado a Tessa la llamada del Yarvil and District Gazette que había recibido ese día en el instituto. La periodista se había interesado por Krystal Weedon.
¿Habría tocado él a esa chica?
Colin había respondido que el instituto no podía proporcionar ninguna información sobre una alumna y que tendría que acceder a Krystal a través de sus padres.
—Ya he hablado con Krystal —repuso ella—. Sólo quería contar con su opinión sobre…
Pero Colin había colgado, y el terror había arrasado con todo.
¿Por qué querían hablar sobre Krystal? ¿Por qué lo llamaban a él? ¿Había hecho algo? ¿Habría tocado a esa chica? ¿Se habría quejado ella?
El psicólogo le había enseñado a no intentar confirmar ni desmentir esa clase de pensamientos. Se suponía que debía reconocer su existencia y luego seguir comportándose normalmente, pero era como evitar rascarse cuando se tenía un persistente picor. El hecho de que los trapos sucios de Simon Price hubiesen salido a la luz en la página web del consejo lo había dejado pasmado: el terror de verse expuesto, que había desempeñado un papel tan predominante en la vida de Colin, ya tenía cara, y sus facciones eran las de un querubín avejentado, con una mente demoníaca que bullía bajo aquella gorra de cazador encasquetada sobre unos rizos canosos y tras unos ojos inquisitivos y saltones. Colin se acordaba muy bien de las historias de Barry sobre la formidable mente estratégica del dueño de la tienda de delicatessen, y sobre la intrincada maraña de alianzas que rodeaba a los dieciséis miembros del Concejo Parroquial de Pagford.
Colin había imaginado con frecuencia cómo se enteraría de que el juego había terminado: un moderado artículo en el periódico; gente que le volvería la cara cuando entrara en Mollison y Lowe; la directora del instituto llamándolo a su despacho para tener una discreta charla con él. Había imaginado su propia caída cientos de veces: su vergüenza a la vista de todos, colgada del cuello como la campanilla de un leproso, sin posibilidad de volver a ocultarla nunca. Lo pondrían de patitas en la calle. Incluso podría acabar en la cárcel.
—Colin —lo avisó Tessa en voz baja; Vikram le preguntaba si quería más vino.
Ella sabía qué estaba pasando detrás de aquella frente amplia y abombada; no con detalle, pero la ansiedad de su marido había sido una constante a lo largo de los años. Tessa sabía que Colin no podía evitarlo, formaba parte de su idiosincrasia. Muchos años atrás, había leído aquellas palabras de W. B. Yeats: «En lo más profundo del amor se esconde una piedad indecible.» Qué ciertas le habían parecido. El poema la había hecho sonreír y acariciar la página, porque ella amaba a Colin y la compasión formaba una parte fundamental de ese amor.
A veces, sin embargo, casi se le agotaba la paciencia. A veces era ella quien necesitaba que la tranquilizaran, que se preocuparan un poco por ella. Colin había sufrido un predecible ataque de pánico cuando Tessa le contó que le habían diagnosticado una diabetes del tipo 2, pero una vez que lo hubo convencido de que no corría riesgo inminente de muerte, la desconcertó la rapidez con que él dejó de hablar del asunto para volver a sumirse en sus planes para las elecciones.
(Aquella mañana, a la hora del desayuno, Tessa se había controlado por primera vez el nivel de azúcar en sangre con el glucómetro. Luego sacó la jeringuilla de insulina para pincharse en el vientre; le dolió mucho más que cuando la pinchaba la diestra Parminder.
Al verla, Fats cogió su cuenco de cereales y se volvió en redondo, derramando leche en la mesa, la manga de la camisa de su uniforme y el suelo de la cocina. Colin soltó un grito ahogado cuando lo vio escupir en el cuenco los copos que tenía en la boca y luego espetarle a su madre:
—¿Tienes que hacer eso en la puta mesa?
—¡Haz el favor de no ser tan grosero y desagradable! —saltó Colin—. ¡Siéntate bien! ¡Y limpia este desastre! ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu madre? ¡Pídele disculpas!
Tessa se retiró la aguja precipitadamente y sangró un poco.
—Lamento que ver cómo te chutas cuando estamos desayunando me dé ganas de vomitar, Tess —dijo Fats desde debajo de la mesa, mientras limpiaba el suelo con papel de cocina.
—¡Tu madre no se está chutando, tiene una enfermedad! —gritó Colin—. ¡Y no la llames «Tess»!
—Ya sé que las agujas no te gustan, Stu —dijo Tessa, pero tenía los ojos llorosos; se había hecho daño y estaba enfadada con los dos.
Por la noche, en la cena, todavía le duraba el enfado.)
Tessa se preguntó por qué Parminder no apreciaba la preocupación de Vikram. Cuando ella estaba estresada, Colin nunca se daba cuenta. «A lo mejor —se dijo con irritación— esto del matrimonio concertado no está tan mal… Desde luego, mi madre no habría elegido a Colin para mí…»
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