J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Parminder estaba sirviendo el postre, unos cuencos de macedonia de fruta. Molesta, Tessa se preguntó qué le habría servido a un invitado que no fuera diabético, y se consoló pensando en la barrita de chocolate que tenía en la nevera de su casa.

Parminder, que durante la cena había hablado cinco veces más que el resto de comensales, empezó a despotricar contra su hija Sukhvinder. Ya le había contado a Tessa por teléfono lo de la traición de la niña, y ahora volvió a soltarlo en la mesa.

—Va a trabajar de camarera para Howard Mollison. De verdad que no sé dónde tiene la cabeza. Pero Vikram…

—Ni siquiera piensan, Minda —proclamó Colin rompiendo su largo silencio—. Los adolescentes son así. Nada les importa. Son todos iguales.

—Qué tonterías dices, Colin —saltó Tessa—. No son todos iguales, en absoluto. Nosotros estaríamos encantados de que Stu se buscara un trabajo de fines de semana, aunque me temo que no hay ni la más remota posibilidad de que eso suceda.

—… pero a Vikram no le importa —continuó Parminder, ignorando la interrupción—. No le ve nada malo, ¿no es así?

El aludido contestó sin alterarse.

—La experiencia laboral enseña. Es muy probable que Jolly no llegue a la universidad, y no me parece ninguna vergüenza. No es para todo el mundo. Yo la veo casándose pronto, y feliz.

—Pero camarera, nada menos…

—Bueno, no todos pueden ser académicos, ¿no?

—No, desde luego ella no lo será —repuso Parminder, que casi temblaba de rabia y tensión—. Sus notas son un absoluto desastre… No tiene aspiraciones ni ambición. Camarera… «Seamos realistas, no voy a llegar a la universidad», me dice. Claro, con esa actitud desde luego que no. Y con Howard Mollison… Oh, seguro que le ha encantado que mi hija haya ido a suplicarle un empleo. ¿En qué estaría pensando? ¿En qué?

—A ti tampoco te gustaría que Stu trabajara para alguien como Mollison —le dijo Colin a Tessa.

—No me importaría —lo contradijo ella—. Me encantaría que diera muestras de cualquier clase de ética laboral. Por lo que sé, sólo parecen importarle los juegos de ordenador y… —Se interrumpió, porque su marido no sabía que Stuart fumaba.

—En realidad —repuso Colin—, Stuart sería muy capaz de una cosa así: de congraciarse con alguien que supiera que no nos cae bien, sólo para fastidiarnos. Disfrutaría mucho, desde luego.

—Por el amor de Dios, Colin, Sukhvinder no trata de fastidiar a Parminder —dijo Tessa.

—¿O sea que piensas que estoy siendo poco razonable? —le soltó Parminder.

—No, no —contestó Tessa, horrorizada por verse metida en una discusión familiar—. Sólo digo que en Pagford no hay muchos sitios donde los chicos puedan trabajar, ¿no?

—¿Y qué falta hace que trabaje? —preguntó una Parminder furiosa, alzando las manos con exasperación—. ¿No le damos dinero suficiente?

—El dinero ganado por uno mismo es diferente, eso ya lo sabes —le recordó Tessa.

Tessa estaba de cara a una pared llena de fotografías de los chicos Jawanda. Solía sentarse allí y había contado cuántas veces aparecía cada hijo: Jaswant, dieciocho; Rajpal, diecinueve; y Sukhvinder, nueve. Sólo había una fotografía que celebrara los logros individuales de Sukhvinder: la imagen del equipo de remo de Winterdown el día que había derrotado al del St. Anne. Barry les había entregado a todos los padres una copia ampliada de esa fotografía, en la que Sukhvinder y Krystal Weedon aparecían en el centro de las ocho chicas, rodeándose los hombros con el brazo, sonriendo de oreja a oreja y dando un brinco, de manera que salían ambas ligeramente desenfocadas.

«Barry habría ayudado a Parminder a ver las cosas desde la perspectiva correcta», se dijo. Había sido un puente entre madre e hija, las dos lo adoraban.

Tessa se preguntó, y no por primera vez, hasta qué punto suponía una diferencia el hecho de que no hubiese alumbrado a su hijo. ¿Le resultaba más fácil aceptarlo como un individuo independiente que si hubiera sido de su propia sangre? De su sangre alta en glucosa, contaminada…

Desde hacía poco, Fats ya no la llamaba «mamá». Ella tenía que fingir que no le importaba, porque a Colin lo hacía enfadar muchísimo; pero cada vez que Fats decía «Tessa» era como si le clavaran una aguja en el corazón.

Los cuatro acabaron de comerse la fruta en silencio.

VII

En la casita blanca de lo alto de la colina, Simon Price se sentía inquieto y amargado. Iban pasando los días. El mensaje acusador había desaparecido del foro del concejo, pero él seguía paralizado. Retirar su candidatura podría interpretarse como una admisión de culpabilidad. Sin embargo, la policía no se había presentado en busca del ordenador; Simon casi se arrepentía de haberlo tirado desde el puente. Por lo demás, no conseguía determinar si había imaginado o no la sonrisa cómplice en la cara del hombre de la estación de servicio cuando le había tendido la tarjeta de crédito. En el trabajo se hablaba mucho sobre el exceso de personal y Simon seguía temiendo que aquel mensaje llegara a oídos de sus jefes y que decidieran ahorrarse la indemnización por cese despidiéndolos a los tres: Jim, Tommy y él.

Andrew se mantenía a la expectativa, pero cada día abrigaba menos esperanzas. Había intentado mostrarle al mundo lo que era su padre, y el mundo, por lo visto, se había limitado a encogerse de hombros. Había imaginado que alguien de la imprenta o del concejo parroquial se levantaría para plantarle cara a Simon, para decirle que no era digno de competir con otras personas, que no estaba capacitado ni cumplía los requisitos para ello, y que no debía acarrearse su propia deshonra o la de su familia. Pero no había pasado nada, excepto que Simon dejó de hablar del concejo y de hacer llamadas con la esperanza de cosechar votos, y que los panfletos que había impreso fuera de jornada en el trabajo seguían en una caja en el porche.

Entonces, sin previo aviso y sin fanfarria alguna, llegó la victoria. Cuando bajaba la escalera la noche del viernes, en busca de algo de comer, Andrew oyó a Simon hablar con rigidez por teléfono en la sala, y se detuvo a escuchar.

—… retirar mi candidatura —decía—. Sí. Bueno, mis circunstancias personales han cambiado. Sí, eso es. Sí, exacto. Muy bien, gracias.

Andrew lo oyó colgar.

—Bueno, ya está —le dijo a Ruth—. Si ésa es la clase de mierda que andan propagando, me quedo fuera.

Andrew oyó a su madre musitar algo para mostrar su aprobación y, antes de que le diera tiempo a moverse, Simon apareció en el pasillo. Su padre inspiró hondo y pronunció la primera sílaba de su nombre antes de percatarse de que lo tenía justo delante en la escalera.

—¿Qué haces? —El rostro de Simon quedaba en penumbra, iluminado tan sólo por la luz que llegaba de la sala.

—Tengo sed —mintió Andrew; a su padre no le gustaba que comieran entre horas.

—Empiezas a trabajar con Mollison este fin de semana, ¿verdad?

—Sí.

—Vale, pues escúchame bien. Quiero cualquier cosa que puedas averiguar sobre ese cabrón, ¿me oyes? Toda la mierda que consigas destapar. Y sobre su hijo también, si te enteras de algo.

—Vale —repuso Andrew.

—Y lo colgaré en esa página web de los cojones para que lo vean todos —concluyó Simon, y volvió a la sala—. El puto Fantasma de Barry Fairbrother.

Mientras seleccionaba cosas de comer que su padre no pudiera echar de menos, cortando rebanadas aquí y cogiendo puñados allá, un tintineo de júbilo resonaba en el pensamiento de Andrew: «Te he jodido, cabrón.»

Había logrado exactamente lo que se proponía: Simon no tenía ni idea de quién había echado por tierra sus ambiciones. El muy imbécil hasta le exigía que lo ayudara en su venganza; desde luego, era un cambio radical, porque cuando Andrew les había contado a sus padres que tenía un empleo en la tienda de delicatessen, Simon había montado en cólera.

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