J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Mira que eres gilipollas. ¿Qué pasa con tu alergia?

—Creía que debía evitar todos los frutos secos —le soltó Andrew.

—No te hagas el listo conmigo, Carapizza. ¿Y si te zampas uno sin querer, como en el St. Thomas? ¿De verdad piensas que queremos pasar otra vez por toda esa mierda?

Pero Ruth había apoyado a Andrew, diciendo que su hijo ya era mayor para andarse con cuidado en ese tema. Cuando Simon salió de la sala, intentó decirle a Andrew que su padre sólo estaba preocupado por él.

—Lo único que le preocupa es perderse el maldito Partido de la Jornada por tener que llevarme al hospital —había replicado el chico.

Andrew volvió a su dormitorio, donde se sentó a embutirse comida en la boca con una mano y mandarle un SMS a Fats con la otra.

Pensó que todo había acabado, terminado, concluido. Hasta ahora, Andrew no había tenido ningún motivo para observar alguna diminuta burbuja de levadura fermentada, la cual lleva en su interior una inevitable transformación alquímica.

VIII

Mudarse a Pagford era lo peor que le había pasado a Gaia Bawden. Con excepción de las visitas ocasionales a su padre en Reading, ella nunca había salido de Londres. Cuando Kay le dijo que quería irse a vivir a un pueblecito del West Country, Gaia no se lo creyó; tardó semanas en tomarse en serio la amenaza. Al principio supuso que se trataba de otra idea descabellada de su madre, como las dos gallinas que había comprado para el minúsculo jardín de Hackney (y que un zorro había matado sólo dos semanas más tarde), o su decisión de preparar mermelada de naranja, cuando ella casi nunca cocinaba, empeño en el que había arruinado la mitad de las cacerolas y se había quemado una mano.

Separada a la fuerza de quienes eran sus amigos desde la escuela primaria, de la casa donde vivía desde los ocho años y de los fines de semana que, de forma creciente, ofrecían todo tipo de diversiones urbanas, Gaia se vio sumergida, pese a sus súplicas, amenazas y protestas, en una vida que jamás había imaginado que pudiera existir. Un pueblo de calles adoquinadas y sin una sola tienda abierta pasadas las seis de la tarde, donde la vida comunitaria giraba alrededor de la iglesia y donde muchas veces lo único que se oía era el canto de los pájaros: Gaia tenía la impresión de haber caído por un portal hacia un mundo perdido en el tiempo.

Kay y Gaia siempre se habían aferrado la una a la otra (el padre de Gaia nunca había convivido con ellas, y las dos relaciones posteriores de Kay no habían llegado a formalizarse); discutían y se perdonaban continuamente y, con el paso de los años, se convirtieron en algo parecido a compañeras de piso. Sin embargo, últimamente, cuando Gaia miraba a la mujer sentada con ella a la mesa de la cocina, sólo veía a una enemiga. Su única ambición era regresar a Londres, por el medio que fuera, y vengarse de su madre haciéndola tan desgraciada como pudiera. Todavía no sabía si a ésta le dolería más que suspendiera los exámenes de GCSE o que los aprobara e intentara convencer a su padre de que la dejara irse a vivir con él y matricularse en un instituto de Londres para acabar los estudios de bachillerato. Entretanto, tenía que sobrevivir en territorio hostil, donde su aspecto y su acento, que en otros tiempos habían sido un pasaporte para acceder a los círculos sociales más selectos, eran moneda extranjera.

Gaia no tenía ningún interés en convertirse en una de las alumnas populares de Winterdown: sus compañeros de clase le parecían penosos, con aquel acento del West Country y aquellas patéticas ideas de lo que era pasarlo bien. Si buscaba con insistencia la compañía de Sukhvinder Jawanda era, en parte, para demostrarles al grupito de los guays que los encontraba ridículos, y también porque se sentía inclinada a identificarse con cualquiera que tuviera estatus de marginado.

El hecho de que Sukhvinder se hubiera avenido a trabajar de camarera con Gaia había propiciado un salto cualitativo en su amistad. En su siguiente clase doble de biología, Gaia se soltó como nunca antes, y Sukhvinder vislumbró por fin parte de las misteriosas razones por las que aquella chica nueva, tan guapa y tan enrollada, la había elegido a ella como amiga. Cuando ajustaba el ocular del microscopio que compartían, Gaia murmuró:

—Aquí es todo jodidamente blanco, ¿no?

—Ya —se oyó decir Sukhvinder antes de haber procesado la pregunta.

Gaia seguía hablando, pero ella no le prestaba mucha atención. «Jodidamente blanco.» Sí, suponía que su amiga tenía razón.

Un día, en el St. Thomas, donde era la única alumna de tez oscura de la clase, había tenido que levantarse para hablar de la religión sij ante sus compañeros. Obediente, se colocó al frente del aula y contó la historia del fundador del sijismo, el gurú Nanak, que desapareció en un río y al que dieron por ahogado, pero que al cabo de tres días salió a la superficie y anunció: «No hay hindú, no hay musulmán.» Los otros niños se rieron del disparate de que alguien hubiera sobrevivido tres días bajo el agua, y Sukhvinder no tuvo valor para recordarles que Cristo había muerto y luego resucitado. Así pues, resumió la historia del gurú Nanak, impaciente por volver a su silla.

Podía contar con los dedos de una mano las veces que había visitado una gurdwara ; en Pagford no había ninguna, y la de Yarvil era muy pequeña y, según sus padres, estaba dominada por los chamar , una casta diferente de la suya. Sukhvinder no entendía qué importancia podía tener eso, porque sabía que el gurú Nanak había prohibido expresamente las distinciones de castas. Era todo muy confuso, y ella seguía disfrutando con los huevos de Pascua y decorando el árbol de Navidad, y encontraba sumamente engorrosos los libros que Parminder obligaba a leer a sus hijos, en los que se explicaban las vidas de los gurús y los principios de la Khalsa.

Cuando iba a visitar a la familia de su madre a Birmingham, donde por la calle casi todo el mundo era de color y las tiendas estaban llenas de saris y especias indias, Sukhvinder se sentía fuera de lugar. Sus primos hablaban punjabí además de inglés y llevaban una vida urbana de lo más moderna; sus primas eran guapas y vestían a la última. Se burlaban de su acento del West Country y de su inexistente sentido de la moda, y Sukhvinder no soportaba que se rieran de ella. Antes de que Fats Wall iniciara su régimen de torturas diarias, antes de que dividieran a su curso en diferentes grupos y Sukhvinder coincidiera a diario con Dane Tully, a ella siempre le había gustado volver a Pagford; entonces el pueblo era su refugio.

Mientras colocaban los portaobjetos, manteniendo la cabeza gacha para no llamar la atención de la señora Knight, Gaia le contó a Sukhvinder más de lo que le había contado hasta entonces sobre su vida en el instituto Gravener de Hackney; hilaba las frases con una precipitación que denotaba nerviosismo. Describió a los amigos que había dejado atrás; uno de ellos, Harpreet, se llamaba igual que el primo mayor de Sukhvinder. Le habló de Sherelle, que era negra y la chica más lista de su grupo; y de Jen, cuyo hermano había sido el primer novio de Gaia.

Pese a que todo aquello le interesaba mucho, el pensamiento de Sukhvinder divagó y se imaginó una reunión de alumnos y profesores en la que la mirada tuviera que esforzarse mucho para identificar los diversos componentes de un caleidoscopio formado por pieles de todos los tonos, desde el blanco más blanco hasta el caoba. En Winterdown, el pelo negro azulado de los chicos de origen asiático destacaba nítidamente en un mar de cabezas de un rubio pardusco y desvaído. En un sitio como Gravener, chicos como Fats Wall y Dane Tully habrían estado en minoría.

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