J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Vaya. Dios, es verdad. Perdona, se me había olvidado.

Gavin había visto el apellido Weedon en los titulares del Yarvil and District Gazette y, por fin vagamente interesado, compró un ejemplar. Se le ocurrió que debía de haber pasado muy cerca de donde estaban los adolescentes y el niño, aunque no recordaba haber visto a Robbie Weedon. Por lo demás, había pasado un par de semanas muy raras. Echaba terriblemente de menos a Barry. Y no entendía su propia reacción: cuando debería haberlo hundido el rechazo de Mary, lo único que deseaba era tomarse una cerveza con el hombre al que había esperado quitarle la mujer… (Murmurando para sí cuando se alejaba de casa de Mary, había dicho: «Esto te pasa por intentar robarle la mujer a tu mejor amigo.»)

—Oye —dijo—, me preguntaba si te apetecería tomar una copa después.

Kay estuvo a punto de echarse a reír.

—Te ha dado calabazas, ¿eh?

Le tendió el teléfono a Gaia para que colgara. Se apresuraron a salir de casa y, medio corriendo, llegaron al final de la calle y cruzaron la plaza. Durante unos diez pasos, cuando pasaban por delante del Black Canon, Gaia le dio la mano a su madre.

Llegaron cuando los dos féretros aparecían en lo alto de la calle, y se apresuraron a entrar en el cementerio mientras los portadores se reunían en la acera.

(—Apártate de la ventana —le ordenó Colin Wall a su hijo.

Pero Fats, que tendría que vivir a partir de entonces con el peso de su propia cobardía, se quedó donde estaba, tratando de demostrarse que, al menos, era capaz de soportar aquello.

Los féretros pasaron lentamente ante la ventana en sendos coches fúnebres con las ventanillas tintadas: el primero era de un rosa subido, y verlo lo dejó sin aliento; el segundo era diminuto y de un blanco reluciente…

Colin se plantó delante de Fats demasiado tarde para protegerlo, pero de todas formas corrió las cortinas. En la sala en penumbra donde Fats les había confesado a sus padres que había sacado a la luz la enfermedad de su padre, donde había confesado todo lo que se le había ocurrido con la esperanza de que lo consideraran loco y enfermo, donde había tratado de echarse toda la culpa posible sobre las espaldas para que acabaran dándole una paliza o acuchillándolo o haciéndole las cosas que creía merecer, Colin apoyó suavemente una mano en el hombro de su hijo y lo guió hacia la cocina iluminada por el sol.)

En el exterior de St. Michael and All Saints, los portadores se disponían a recorrer con los féretros el sendero hasta la entrada de la iglesia. Entre ellos iba Dane Tully, con su pendiente y el tatuaje de una telaraña en el cuello, hecho por él mismo, y con un pesado abrigo negro.

Los Jawanda esperaban con las Bawden a la sombra del tejo. Andrew Price no andaba muy lejos, y a cierta distancia se hallaba Tessa Wall, pálida e imperturbable. El resto de los asistentes formaba una falange distinta en torno a las puertas de la iglesia. Unos esbozaban expresiones hoscas y desafiantes; otros parecían resignados y hundidos; unos cuantos vestían prendas baratas de luto, pero la mayoría llevaba vaqueros o chándales, y una chica lucía una camiseta cortada y un aro en el ombligo al que el sol arrancaba destellos. Los féretros avanzaban por el sendero, resplandecientes a la intensa luz.

Era Sukhvinder Jawanda quien había elegido el féretro rosa para Krystal, segura de que ella lo habría querido así. Era Sukhvinder quien lo había hecho prácticamente todo: organizar, decidir y convencer. Parminder no paraba de mirar de soslayo a su hija y de encontrar excusas para tocarla: le apartaba el cabello de los ojos, le alisaba el cuello del vestido.

Al igual que Robbie había vuelto del río purificado y convertido en mártir del arrepentido Pagford, Sukhvinder, que había arriesgado la vida tratando de salvar al niño, había emergido convertida en heroína. Gracias al artículo sobre ella en el Yarvil and District Gazette y a la enérgica proclamación de Maureen Lowe de que pensaba recomendarla para un premio especial de la policía, así como al discurso que la directora pronunció en su honor ante profesores y alumnos reunidos, Sukhvinder experimentó, por primera vez en su vida, qué se sentía al eclipsar a sus hermanos.

Y había odiado cada minuto de toda esa atención. Por las noches, volvía a sentir el peso del niño muerto en sus brazos, arrastrándola hacia las profundidades; recordaba la tentación de soltarlo y salvarse, y se preguntaba cuánto tiempo la habría resistido. La cicatriz en la pierna le picaba y le dolía, tanto al moverse como al quedarse quieta. La noticia de la muerte de Krystal Weedon había tenido un efecto tan alarmante en ella que sus padres habían solicitado ayuda psicológica, pero Sukhvinder no se había cortado ni una sola vez desde que la habían sacado del río; haber estado a punto de ahogarse parecía haber purgado esa necesidad.

Entonces, el primer día de su vuelta al instituto, con Fats Wall todavía ausente y con miradas de admiración siguiéndola por los pasillos, Sukhvinder había oído el rumor de que Terri Weedon no tenía dinero para enterrar a sus hijos, de que no tendrían lápidas y sólo los féretros más baratos.

—Me parece muy triste, Jolly —había comentado su madre esa noche, cuando la familia cenaba ante la pared de fotografías de los hermanos.

Su tono fue tan dulce como lo había sido el de la agente de policía; ya no había brusquedad en la voz de Parminder cuando hablaba con su hija.

—Quiero intentar que la gente dé dinero —declaró Sukhvinder.

Sus padres intercambiaron una mirada en la mesa de la cocina, sintiéndose instintivamente reacios a pedirle a la gente de Pagford que donara dinero para una causa como aquélla, pero ninguno de los dos dijo nada. Ahora que le habían visto los antebrazos, les producía cierto temor contrariar a Sukhvinder, y la sombra del orientador psicológico al que aún no conocían parecía pender sobre todas sus interacciones.

—Y me parece —prosiguió Sukhvinder con una energía febril como la de la propia Parminder— que el funeral debería hacerse aquí, en St. Michael, como el del señor Fairbrother. Cuando iba al St. Thomas, Krys asistía aquí a todos los servicios religiosos. Apuesto a que no había pisado otra iglesia en su vida.

«La luz de Dios brilla en todas las almas», se dijo Parminder, y, para sorpresa de Vikram, contestó de pronto:

—Sí, de acuerdo. Veremos qué se puede hacer.

La mayor parte de los gastos la habían afrontado los Jawanda y los Wall, pero también habían puesto dinero Kay Bawden, Samantha Mollison y un par de madres de las chicas del equipo de remo. Sukhvinder insistió entonces en acudir a los Prados en persona, a explicarle a Terri lo que habían hecho y por qué; lo del equipo de remo, y por qué el funeral Krystal y Robbie debía celebrarse en St. Michael.

A Parminder la había preocupado mucho que su hija fuera sola a los Prados, por no hablar de a aquella mugrienta casa, pero Sukhvinder estaba convencida de que todo iría bien. Los Weedon y los Tully sabían que había intentado salvarle la vida a Robbie. Dane Tully había dejado de gruñirle en las clases de lengua, y había impedido también que lo hicieran sus amigos.

Terri accedió a todo lo que le propuso Sukhvinder. Su aspecto era descarnado y sucio, y se mostró monosilábica y pasiva. A Sukhvinder la había asustado un poco, con sus brazos llenos de marcas y su boca medio desdentada; era como hablar con un cadáver.

En el interior de la iglesia, los asistentes se dividieron en dos bandos, con la gente de los Prados ocupando los bancos de la izquierda, y los pagfordianos los de la derecha. Shane y Cheryl Tully llevaron hasta la primera fila de bancos a Terri, que, con un abrigo dos tallas grande, no parecía saber muy bien dónde estaba.

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