J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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Sonó el timbre de la puerta y Shirley se apresuró a abrir. Era Maureen, que se tambaleaba sobre unos desafortunados tacones, demasiado llamativa vestida de color aguamarina.

—Hola, querida, pasa —dijo Shirley—. Voy por mi bolso.

Era mejor llevarse incluso a Maureen al hospital que ir sola. Maureen no se arredraba ante el silencio de Howard; parloteaba sin parar con su voz ronca, y ella podía sentarse en paz, esbozar una sonrisa felina y relajarse. En cualquier caso, como Shirley ejercía el control provisional de la parte de Howard en el negocio, encontraba ahora muchos medios para desahogar sus persistentes sospechas desairando constantemente a Maureen, pues cuestionaba cada una de sus decisiones.

—¿Sabes que allí abajo, en St. Michael, se está celebrando el funeral de los niños Weedon? —comentó Maureen.

—No me digas. ¿Aquí? —repuso Shirley, horrorizada.

—Se ve que hicieron una colecta —le contó Maureen, rebosante de cotilleos que Shirley, aparentemente, se había perdido en sus interminables idas y venidas del hospital—. No me preguntes quiénes. De todas formas, habría dicho que la familia no querría celebrarlo junto al río, ¿tú no?

(Aquel sucio niño que apenas sabía hablar, de cuya existencia muy pocos estaban al corriente y a quien nadie, salvo su madre y su hermana, había profesado un cariño especial, al ahogarse había sufrido una metamorfosis tan tremenda en la mentalidad colectiva de Pagford que en todas partes se aludía a él como un duende del agua, un querubín, un angelito puro y dulce al que todos habrían colmado de amor y compasión de haber podido salvarlo.

En cambio, la aguja y la llama no habían tenido ningún efecto transformador en la reputación de Krystal; todo lo contrario, pues la habían grabado para siempre en la memoria de la vieja guardia de Pagford como una criatura desalmada, cuya búsqueda de lo que a los mayores les gustaba definir como «mera diversión» había conducido a la muerte de un niño inocente.)

Shirley se estaba poniendo el abrigo.

—¿Sabes que aquel día los vi a los tres? —comentó, y las mejillas se le tiñeron de rubor—. Al crío berreando junto a unos matorrales, y a Krystal Weedon y Stuart Wall en otros…

—¿De veras? ¿Y realmente estaban…? —preguntó una ávida Maureen.

—Pues sí —repuso Shirley—. A plena luz del día y al aire libre. Y el niño estaba en la mismísima orilla del río cuando lo vi. Un par de pasos y se habría caído al agua.

Algo en la expresión de Maureen la hirió profundamente.

—Tenía prisa —explicó Shirley con aspereza—. Howard me había dicho que se encontraba mal y estaba preocupadísima. Ni siquiera quería salir de casa, pero Miles y Samantha nos mandaron a Lexie (si quieres saber mi opinión, yo creo que habían discutido) y la niña quiso que fuéramos a la cafetería. Yo estaba loca de inquietud, sólo podía pensar en volver con Howard, y en realidad no comprendí lo que vi hasta mucho después… Y lo más espantoso —añadió, más sonrojada que nunca y volviendo a su cantinela favorita— es que, si Krystal Weedon no hubiese dejado que ese crío se alejara mientras ella se revolcaba en los arbustos, la ambulancia de Howard habría llegado mucho antes. Porque, claro, con dos de ellas saliendo a la vez, las cosas se complic…

—Ya, ya —la interrumpió Maureen mientras iban hacia el coche, porque no era la primera vez que oía todo aquello—. Pues yo no consigo dejar de pensar por qué se les ha ocurrido celebrar los funerales aquí, en Pagford…

Le habría gustado pasar por la iglesia de camino al hospital, para ver qué aspecto tenía la familia Weedon y quizá vislumbrar a la madre yonqui y degenerada, pero no se le ocurrió cómo planteárselo a Shirley.

—Nos queda un consuelo, ¿sabes? —dijo, cuando emprendieron camino hacia la circunvalación—. Podemos dar por sentado que se acabaron los Prados. Eso tiene que ser un consuelo para Howard. Aunque tenga que pasar una temporada sin asistir a las reuniones del concejo, eso sí lo ha conseguido.

Andrew Price bajaba a toda velocidad la escarpada cuesta desde Hilltop House, con el sol calentándole la espalda y el viento revolviéndole el pelo. El ojo morado se le había puesto amarillo verdoso en el término de una semana, y tenía peor pinta incluso, si cabía, que cuando había aparecido en el instituto con el párpado casi cerrado. A los profesores que mostraron interés les dijo que se había caído de la bicicleta.

Estaban en plenas vacaciones de Pascua, y Gaia le había mandado un SMS la noche anterior para preguntarle si iría al funeral de Krystal al día siguiente. Andrew le contestó que sí de inmediato. Tras mucha deliberación, se puso los vaqueros más limpios que encontró y una camisa gris oscuro, porque no tenía ningún traje.

No estaba muy claro por qué asistía Gaia al funeral, a menos que lo hiciera para estar con Sukhvinder Jawanda, a quien parecía más unida que nunca ahora que iba a mudarse a Londres con su madre.

—Mamá dice que nunca debería haber venido a Pagford —les había contado alegremente a Andrew y Sukhvinder cuando los tres estaban sentados en el murete junto al quiosco, a la hora de comer—. Se ha dado cuenta de que Gavin es un gilipollas integral.

Gaia le había dado a Andrew su número de móvil y le había dicho que podían quedar cuando ella fuese a Reading a ver a su padre, y hasta comentó, de pasada, que si la visitaba en Londres lo llevaría a conocer algunos de sus sitios favoritos. Gaia andaba prodigando propuestas como un soldado que tirara la casa por la ventana para celebrar su desmovilización, y esas promesas, hechas tan a la ligera, proporcionaron una dorada pátina a la perspectiva de la mudanza de Andrew. Recibió la noticia de la oferta que les habían hecho a sus padres por Hilltop House con emoción y dolor casi a partes iguales.

La curva cerrada que daba paso a Church Row, que solía levantarle el ánimo, lo sumió en el desaliento. Vio a la gente moverse por el cementerio y se preguntó cómo sería el funeral, y por primera vez esa mañana, sus pensamientos sobre Krystal Weedon no fueron sólo en abstracto.

Evocó un recuerdo largo tiempo enterrado en los más profundos recovecos de su mente, el de aquella ocasión en el patio del St. Thomas, cuando Fats, con objeto de llevar a cabo una investigación imparcial, le tendió una chuchería con un cacahuete oculto en su interior. Aún podía sentir el ardiente e inexorable tapón en su garganta. Recordaba haber intentado gritar y que se le habían doblado las rodillas, y a los niños en torno a él, observándolo con extraño y pasivo interés, y luego el grito estridente de Krystal Weedon:

—¡Andy Price se ha tragado un cahuete !

Krystal había echado a correr con sus piernecitas regordetas hacia la sala de profesores, y el director había cogido en brazos a Andrew para llevarlo inmediatamente al cercano consultorio médico, donde el doctor Crawford le había administrado adrenalina. Sólo Krystal recordaba la charla que la maestra le había dado a la clase, explicándoles la peligrosa alergia de Andrew, y sólo ella reconoció los síntomas.

Deberían haberle dado a Krystal una estrella dorada, y quizá un certificado de Alumna de la Semana en la reunión de profesores y alumnos, pero al día siguiente (Andrew lo recordaba con tanta claridad como su propio colapso) Krystal le había pegado a Lexie Mollison en la boca con suficiente fuerza como para hacerle saltar dos dientes.

Andrew metió con cuidado la bicicleta de Simon en el garaje de los Wall y luego llamó al timbre con una desgana que no había sentido nunca. Le abrió Tessa, que llevaba puesto su mejor abrigo, de color gris. Andrew estaba molesto con ella; era culpa suya que tuviese un ojo morado.

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