J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—No hay nada que hacer —declaró éste, que llevaba veinte minutos tratando de reanimar a Robbie—. Está muerto.

Sukhvinder soltó un gemido y se desplomó en la hierba fría y mojada, temblando espasmódicamente, mientras la sirena de la ambulancia llegaba hasta ellos, demasiado tarde.

En Evertree Crescent, los enfermeros tenían grandes dificultades para subir a Howard a la camilla; Miles y Samantha tuvieron que echarles una mano.

—¡Os seguiremos con el coche, tú ve con papá! —le gritó Miles a Shirley, que parecía desconcertada y no muy dispuesta a subir a la ambulancia.

Maureen, que acababa de acompañar a la puerta al último cliente del día en La Tetera de Cobre, estaba en el umbral, escuchando.

—Se oyen muchas sirenas —le dijo por encima del hombro a un agotado Andrew, que pasaba la bayeta por las mesas—. Debe de haber pasado algo.

E inspiró una larga bocanada de aire, como si pudiera captar el intenso aroma del desastre en la cálida brisa de la tarde.

SEXTA PARTE

Puntos débiles de los Cuerpos de Voluntarios

22.23El principal punto débil de estos cuerpos es que son difíciles de formar pero proclives a desintegrarse…

Charles Arnold-Baker La administración local , 7.ª edición

I

Colin Wall había imaginado muchas veces, muchísimas, que la policía aparecía ante su puerta. Ocurrió, finalmente, el domingo al anochecer: dos agentes, un hombre y una mujer, pero no venían a arrestarlo a él, sino en busca de su hijo.

Había ocurrido un accidente mortal, y «Stuart, ¿no?» era un testigo.

—¿Está en casa?

—No —contestó Tessa—. Dios mío… Robbie Weedon… Pero si vive en los Prados, ¿qué hacía aquí?

La agente les explicó amablemente lo que creían que había ocurrido. La frase que utilizó fue: «Los adolescentes lo perdieron de vista.»

Tessa pensó que iba a desmayarse.

—¿No saben dónde está Stuart? —preguntó el agente.

—No —contestó Colin; se lo veía demacrado y con grandes ojeras—. ¿Cuándo lo han visto por última vez?

—Cuando nuestros compañeros han llegado allí, parece que Stuart ha… bueno, que ha salido corriendo.

—Dios mío —volvió a decir Tessa.

—No contesta —dijo Colin con tono tranquilo; acababa de llamarlo a su móvil—. Tenemos que ir en su busca.

Colin llevaba toda la vida esperando una calamidad: estaba preparado. Cogió el abrigo.

—Voy a llamar a Arf —dijo Tessa, y corrió hasta el teléfono.

Las noticias del desastre no habían llegado aún a Hilltop House, aislada como estaba en lo alto del pueblo. El móvil de Andrew sonó en la cocina.

—Sí —dijo con la boca llena de tostada.

—Andy, soy Tessa Wall. ¿Está Stu contigo?

—No. Lo siento. —Pero no sentía en absoluto que Fats no estuviese con él.

—Ha ocurrido algo, Andy. Stu estaba en el río con Krystal Weedon y ella tenía consigo a su hermanito, y el niño se ha ahogado. Stu ha salido corriendo… ha huido a algún sitio. ¿Se te ocurre adónde puede haber ido?

—No —contestó Andrew automáticamente, porque ése era el código que tenían Fats y él: no decirles nunca nada a los padres.

Pero el espanto de lo que Tessa acababa de contarle recorrió la línea telefónica como una niebla fría y húmeda. De pronto todo se volvió menos claro, menos seguro. Tessa estaba a punto de colgar.

—Espere, señora Wall. A lo mejor sí que sé… Hay un sitio en la orilla del río…

—No creo que se haya quedado cerca del río —lo interrumpió Tessa.

Transcurrieron unos segundos y Andrew se convenció cada vez más de que Fats estaba en el Cubículo.

—Es el único sitio que se me ocurre —dijo.

—Dime dónde…

—Tendré que enseñarle cómo llegar.

—¡Estaré ahí en diez minutos! —exclamó Tessa.

Colin ya estaba recorriendo a pie las calles de Pagford. Tessa cogió el Nissan y subió por la tortuosa carretera de la colina. Andrew estaba en la esquina en la que solía coger el autobús. Él le indicó que descendiera y cruzara el pueblo. A la luz del crepúsculo, las farolas arrojaban un tenue resplandor.

Aparcaron junto a los árboles, donde Andrew solía dejar tirada la bicicleta de Simon. Tessa bajó del coche y lo siguió hasta la orilla del agua, perpleja y asustada.

—Aquí no está —dijo.

—Es por ahí —indicó Andrew, señalando la pared de roca de la colina de Pargetter, que descendía a pico hasta el río, dejando sólo una estrechísima senda entre ella y las raudas aguas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tessa, horrorizada.

Andrew había sabido desde el principio que ella no podría cruzar con él, baja y rechoncha como era.

—Iré a echar un vistazo. Puede esperarme aquí.

—Pero ¡es demasiado peligroso! —exclamó Tessa por encima del fragor del río.

Ignorándola, el chico emprendió el camino, buscando los familiares asideros con manos y pies. Mientras avanzaba palmo a palmo por la estrecha cornisa, a ambos se les ocurrió lo mismo: que Fats podía haber caído, o saltado, al río que fluía atronador tan cerca de los pies de Andrew.

Tessa se quedó en la orilla hasta que dejó de ver a Andrew. Entonces se alejó, intentando contener las lágrimas por si Stuart estaba allí; necesitaba hablar con él con calma. Por primera vez, se preguntó dónde estaría Krystal. La policía no lo había dicho y la angustiosa preocupación por Fats había borrado todo lo demás…

«Por favor, Dios mío, haz que encuentre a Stuart —rogó—. Por favor, haz que lo encuentre.»

Luego sacó el móvil del bolsillo de la rebeca y llamó a Kay Bawden.

—¡No sé si te has ha enterado! —exclamó por encima del ruido continuo, y se lo contó.

—Pero yo ya no soy su asistente social —repuso Kay.

A unos siete metros de distancia, Andrew había llegado al Cubículo. Estaba oscuro como boca de lobo; nunca había estado allí tan tarde. Se balanceó y saltó al interior.

—¿Fats?

Oyó moverse algo al fondo de la cueva.

—¿Fats? ¿Estás ahí?

—¿Tienes fuego, Arf? —preguntó una voz irreconocible—. Se me han caído las malditas cerillas.

Andrew pensó en avisar a Tessa, pero ella no sabía cuánto rato se tardaba en llegar al Cubículo. Podía esperar un poco más.

Andrew le tendió el mechero. A la luz vacilante de la llama, vio que no era sólo la voz de su amigo lo que había cambiado. Fats tenía los ojos hinchados y toda su cara parecía abotargada.

La llama se extinguió. El ascua del cigarrillo de Fats brilló en la oscuridad.

—¿Está muerto? ¿Su hermano?

Andrew no había caído en la cuenta de que Fats no lo sabía.

—Sí —contestó, y añadió—: Me parece que sí, es lo que he oído.

Se hizo el silencio y, entonces, desde la oscuridad, le llegó un chillido apagado, como el de un cochinillo.

—¡Señora Wall! —exclamó Andrew, asomando la cabeza todo lo que pudo, tanto que el fragor del río ahogaba los sollozos de Fats—. ¡Señora Wall, está aquí!

II

En la abarrotada casita junto al río, donde las mantas, las coquetas sillas y las viejas alfombras estaban ahora empapadas, la agente de policía se había mostrado delicada y amable con Sukhvinder. La anciana dueña le había traído una bolsa de agua caliente y una taza de té, que la chica fue incapaz de levantar, porque temblaba como un taladro. Había ido soltando retazos de información: su propio nombre, el de Krystal y el del niñito ahogado, que estaban metiendo en la ambulancia. El hombre del perro que la había sacado del río estaba bastante sordo; hizo su declaración a la policía en la habitación contigua, y a Sukhvinder su relato a voz en cuello le pareció insoportable. Atado a un árbol al otro lado de la ventana, el perro no cesaba de aullar.

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