J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Krystal —llamó.

Pero en los arbustos no había nadie. Su hermana había desaparecido.

Robbie se echó a llorar y la llamó a gritos. Trepó de nuevo por el talud y miró desesperado a un lado y otro de la calle; no había rastro de su hermana.

—¡Krystal! —gritó.

Una mujer de pelo corto y canoso lo miró con el entrecejo fruncido cuando pasaba por la acera de enfrente.

Shirley había dejado a Lexie en La Tetera de Cobre, donde parecía muy a gusto, pero cuando empezaba a cruzar la plaza había visto a lo lejos a Samantha, que era la última persona que deseaba ver, así que había tomado la dirección contraria.

Los lloriqueos y chillidos del niño resonaron a su espalda mientras ella se alejaba. Aferraba con fuerza la EpiPen que llevaba en el bolsillo. No sería el blanco de bromas lascivas. Quería ser pura y digna de lástima, como Mary Fairbrother. Su rabia era tan enorme, tan peligrosa, que le impedía pensar de forma coherente: quería actuar, castigar, acabar de una vez.

Justo antes de llegar al puente de piedra, unos matorrales se agitaron a su izquierda. Miró hacia abajo y vislumbró algo inmundo y repugnante que la hizo seguir caminando.

XIII

Sukhvinder llevaba aún más rato que Samantha caminando por Pagford. Había salido de la antigua vicaría poco después de que su madre le dijera que debía ir a trabajar, y desde entonces vagaba por las calles, respetando invisibles zonas de exclusión en torno a Church Row, Hope Street y la plaza principal.

Tenía casi cincuenta libras en el bolsillo, que constituía lo que había ganado en la cafetería y la fiesta, así como la cuchilla de afeitar. Habría querido llevarse también su libreta de la caja de ahorros, que guardaba en un pequeño archivador en el estudio de su padre, pero Vikram estaba sentado a su escritorio. Había esperado un rato en la parada el autobús de Yarvil, pero al divisar a Shirley y Lexie Mollison calle abajo se había escabullido.

La traición de Gaia había sido brutal e inesperada. Ligarse a Fats Wall… Ahora que tenía a Gaia, dejaría a Krystal. Cualquier chico dejaría a una chica por Gaia, eso seguro. Pero ella no habría soportado ir a trabajar y tener que oír a su única amiga diciéndole que en el fondo Fats Wall era un buen tío.

Le vibró el móvil. Gaia ya le había mandado dos SMS.

Vaya pedo llevaba anoche eh?

Vas a currar?

Nada sobre Fats Wall. Nada sobre haberle pegado un morreo al torturador de Sukhvinder. El nuevo mensaje decía: Stas ok?

Volvió a meterse el móvil en el bolsillo. Podía echar a andar en dirección a Yarvil y coger el autobús una vez fuera del pueblo, donde nadie pudiese verla. Sus padres no la echarían de menos hasta las cinco y media, cuando supuestamente volvía de la cafetería.

Un plan desesperado se iba formando en su mente mientras caminaba, cansada y acalorada: si lograra encontrar alojamiento por menos de cincuenta libras… Sólo deseaba estar sola y utilizar su cuchilla de afeitar.

Llegó a la calle que discurría junto al Orr. Si cruzaba el puente, podría enfilar una calle tranquila y seguirla hasta el final, hasta la carretera de circunvalación.

—¡Robbie! ¡Robbie! ¿Dónde estás?

Era Krystal Weedon, que corría de aquí para allá por la ribera del río. Fats Wall, con una mano en el bolsillo, fumaba y la observaba.

Sukhvinder se apresuró a doblar a la derecha para meterse en el puente, aterrorizada de que la vieran. Los gritos de Krystal reverberaban en las raudas aguas.

Sukhvinder vislumbró algo en el río debajo de ella.

Antes de pensar siquiera qué estaba haciendo, apoyó las manos en el caldeado murete de piedra y se dio impulso para encaramarse.

—¡Está en el río, Krys! —chilló, y se lanzó de pies al agua.

Cuando la corriente tiró de ella hacia el fondo, una pantalla rota de ordenador le hizo un profundo corte en la pierna.

XIV

Cuando Shirley abrió la puerta del dormitorio, sólo vio dos camas vacías. La justicia requería un Howard dormido; tendría que aconsejarle que volviera a acostarse.

Pero no llegaba ningún sonido de la cocina ni del baño. ¿Se habría cruzado con él al volver por el camino del río? Howard debía de haberse marchado a trabajar; quizá ya estuviera con Maureen en la trastienda, hablando de ella, planeando divorciarse y casarse con Maureen, ahora que el juego había terminado y ya no había que fingir.

Fue a la sala casi corriendo, para llamar a la cafetería. Entonces vio a Howard tendido en la alfombra, en pijama. Tenía la cara muy colorada y los ojos se le salían de las órbitas. De sus labios escapaba un débil resuello y se aferraba el pecho con una mano. La parte de arriba del pijama se le había subido y Shirley vio la zona en carne viva y llena de costras en la que había previsto clavarle la aguja.

Él le lanzó una mirada de muda súplica.

Ella lo miró fijamente, aterrorizada, y luego salió como una exhalación. Escondió la EpiPen en la lata de galletas, pero al punto la sacó y la metió detrás de los libros de cocina.

Volvió corriendo a la sala y marcó el número de emergencias.

—¿Llama de Pagford? De Orrbank Cottage, ¿verdad? La ambulancia ya está en camino.

—Oh, gracias, gracias a Dios —repuso Shirley, y casi había colgado cuando comprendió las palabras de la mujer, y chilló—: ¡No, no es Orrbank Cottage…! —Pero la operadora ya había colgado.

Shirley volvió a llamar. Estaba tan nerviosa que se le cayó el auricular. A su lado, en la alfombra, el resuello de Howard se debilitaba.

—¡No es Orrbank Cottage! —gritó—. Es el treinta y seis de Evertree Crescent, en Pagford… A mi marido le ha dado un infarto.

XV

En Church Row, Miles Mollison salió corriendo de su casa en zapatillas y se precipitó calle abajo hacia la antigua vicaría, al fondo de la escarpada cuesta. Aporreó la gruesa puerta de roble con la mano izquierda, mientras con la derecha trataba de marcar el número de móvil de su mujer.

—¿Sí? —preguntó Parminder cuando abrió la puerta.

—Mi padre… —jadeó Miles—, otro ataque al corazón… Mi madre ha llamado a una ambulancia… ¿Puede venir a verlo? Por favor, ¿puede venir?

Parminder se volvió con la intención de coger su maletín, pero se detuvo.

—No puedo ejercer como médico, Miles, estoy de excedencia. No puedo.

—No lo dice en serio… Por favor… la ambulancia aún tardará unos…

—No puedo, Miles —lo atajó ella.

Él se dio la vuelta, echó a correr y cruzó la cancela abierta. Calle arriba, vio a Samantha recorrer el sendero del jardín de su casa. La llamó a gritos, con voz entrecortada, y ella se volvió con cara de sorpresa. En un primer momento pensó que era la causante del pánico de su marido.

—Es papá… Ha tenido un colapso, hay una ambulancia de camino… Y la maldita Parminder Jawanda se niega a venir…

—¡Dios mío! —exclamó Samantha—. ¡Dios mío!

Corrieron hasta el coche y arrancaron calle arriba, Miles en zapatillas y Samantha con los zuecos que le habían hecho ampollas en los pies.

—Miles, se oye una sirena… Ya está aquí…

Pero cuando entraron en Evertree Crescent no vieron nada y la sirena había dejado de oírse.

A kilómetro y medio de allí, Sukhvinder Jawanda vomitaba agua del río bajo un sauce, mientras una anciana la envolvía en mantas ya casi tan empapadas como su ropa. A poca distancia de ellas, el hombre que había sacado a pasear el perro y había rescatado a Sukhvinder agarrándola del pelo y la sudadera se inclinaba sobre un cuerpecito inerte.

A la chica le había parecido notar que Robbie forcejeaba entre sus brazos, pero quizá sólo había sido la cruel corriente del río que trataba de arrebatárselo. Era buena nadadora, pero el Orr la había hundido hasta el fondo, zarandeándola sin que pudiese evitarlo. Las aguas la habían arrastrado hasta más allá del meandro y hacia la orilla, pero había logrado gritar. Había visto al hombre del perro corriendo hacia ella por la ribera…

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