J. Rowling - Una vacante imprevista

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Una vacante imprevista: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de esta primera obra de Rowling para adultos se centra en Pagford, un imaginario pueblecito del sudoeste de Inglaterra donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna entre las fuerzas vivas del pueblo para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial.
La minuciosa descripción de las virtudes y miserias de los personajes conforman un microcosmos tan intenso como revelador de los obstáculos que lastran cualquier proyecto de convivencia, y, al mismo tiempo, dibujan un divertido y polifacético muestrario de la infinita variedad del género humano.
Sin que el lector apenas lo perciba, Rowling consigue involucrarlo en temas de profundo calado mientras lo conduce sin pausa a un sorprendente desenlace final.

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—Está en la cama —respondió Shirley—. Anoche se excedió un poco.

—Qué buena fiesta, ¿verdad? —comentó Lexie.

—Sí, estupenda —repuso su abuela, mientras en su interior se iba formando una tempestad.

Al cabo de un rato, Shirley se cansó del parloteo de su nieta.

—Vámonos a comer a la cafetería —propuso, y a través de la puerta cerrada del dormitorio dijo—: Howard, me llevo a Lexie a comer algo a La Tetera.

Él contestó con voz preocupada y Shirley se alegró. No temía a Maureen, la miraría a los ojos…

Pero cuando caminaba con su nieta hacia la cafetería, se le ocurrió que Howard podía haber llamado a Maureen en cuanto ella había salido. Qué estúpida era… Había creído que, si llamaba a Maureen para decirle que Howard se encontraba mal, evitaría que ambos se pusieran en contacto. Había olvidado que…

Las calles que tan bien conocía y que tanto amaba le parecieron distintas, extrañas. Cada cierto tiempo, Shirley hacía inventario de la fachada que ofrecía a aquel mundo pequeño y encantador: esposa y madre, voluntaria de hospital, secretaria del concejo parroquial, hija predilecta del pueblo; y Pagford había sido para ella un espejo que reflejaba, con educado respeto, su importancia y su valía. Pero el Fantasma había cogido un sello de goma y había estampado en la prístina superficie de su vida una revelación que lo anulaba todo: «su marido se acostaba con su socia, y ella nunca se enteró…».

Eso sería lo que dirían todos cuando hablaran de ella; y lo que recordarían para siempre.

Shirley empujó la puerta de la cafetería y la campanilla tintineó.

—Ahí está Peanut Price —dijo Lexie.

—¿Y Howard? ¿Cómo se encuentra? —graznó Maureen.

—Sólo está cansado —respondió Shirley, y se sentó a una mesa con el corazón tan acelerado que se preguntó si a ella también iba a darle un infarto.

—Pues dile que las chicas no han aparecido —repuso Maureen de mal humor—, y que ninguna se ha molestado en llamar. Menos mal que hay pocos clientes.

Lexie se acercó al mostrador para hablar con Andrew, al que habían puesto de camarero. Sentada a la mesa, consciente de su excepcional soledad, Shirley se acordó de Mary Fairbrother, tan tiesa y demacrada en el funeral de Barry, con la viudedad rodeándola como el séquito de una reina; de la lástima y admiración que suscitaba. Al perder a su marido, se había convertido en la destinataria pasiva y silenciosa de la admiración general, mientras que a ella, encadenada a un hombre que la había traicionado, la envolvía un manto de vergüenza, y era objeto de escarnio…

(Tiempo atrás, en Yarvil, Shirley había tenido que aguantar las burlas de muchos hombres por la reputación de su madre, aunque ella, Shirley, había sido todo lo pura que se puede ser.)

—Mi abuelo se encuentra mal —le estaba contando Lexie a Andrew—. ¿De qué son esos pasteles?

Andrew se agachó detrás de la barra, ocultando lo ruborizado que estaba.

«Me morreé con tu madre.»

Había estado a punto de faltar al trabajo. Temía que Howard lo pusiera de patitas en la calle por besar a su nuera y lo aterrorizaba que Miles Mollison irrumpiera en la cafetería buscándolo. Por otra parte, no era tan ingenuo como para no comprender que Samantha, con sus cuarenta y largos años según sus crueles cálculos, sería la mala de la película. La defensa de Andrew era simple: «Ella estaba borracha y se me echó encima.»

En la vergüenza que sentía había un ápice de orgullo. Tenía ganas de ver a Gaia, contarle que una mujer mayor se había abalanzado sobre él. Confiaba en que los dos se rieran de la escena como se habían reído de Maureen, pero que en el fondo Gaia se quedara impresionada; y en que, entre risa y risa, él lograra averiguar qué habían hecho exactamente ella y Fats, hasta dónde le había dejado llegar. Andrew estaba dispuesto a perdonarla: Gaia también estaba bastante borracha. Pero no se había presentado a trabajar.

Fue en busca de una servilleta para Lexie y casi chocó con la mujer del jefe, que estaba detrás del mostrador con su EpiPen en la mano.

—Howard quería que comprobase una cosa —le dijo Shirley—. Esta jeringuilla no puede estar aquí. La dejaré en la trastienda.

XII

A medio paquete de Rolos, a Robbie le entró mucha sed. Su hermana no le había comprado nada de beber. Bajó del banco y se agachó en la hierba; desde ahí entreveía a Krystal en los arbustos con aquel desconocido. Al cabo de un rato, descendió por el talud hacia ellos.

—Tengo sed —gimoteó.

—¡Robbie, sal de ahí! —chilló Krystal—. ¡Vuelve a esperarme en el banco!

—¡Quiero beber!

—Joder… vuelve al banco y te llevo algo dentro de un momento. ¡Vamos, lárgate, Robbie!

Sollozando, el crío volvió a subir por el resbaladizo talud hasta el banco. Estaba habituado a que no le dieran lo que pedía y era desobediente por costumbre, porque el enfado y las normas de los adultos eran arbitrarios, y él había aprendido a obtener lo que quería donde y cuando pudiera.

Enfadado con Krystal, se bajó del banco y se alejó un poco por la calle. Un hombre con gafas de sol caminaba por la acera hacia él.

(Gavin había olvidado dónde tenía aparcado el coche. Había salido de casa de Mary y echado a andar por Church Row, y al llegar a la altura de donde vivían Miles y Samantha se percató de que iba en la dirección equivocada. Como no quería volver a pasar por la casa de los Fairbrother, había dado un rodeo para regresar al puente.

Vio al niño, con la cara manchada de chocolate y aspecto desaliñado, y pasó de largo; su felicidad se había hecho añicos y casi deseaba ir a casa de Kay para que ella lo consolara en silencio. Siempre se mostraba encantadora cuando lo veía triste, eso era lo primero que lo había atraído de ella.)

El borboteo del río aún le daba más sed a Robbie. Lloró un poco más y cambió de dirección, alejándose del puente, más allá del sitio donde se escondía Krystal. Los arbustos habían empezado a moverse. Robbie siguió andando hasta que descubrió una abertura en un largo seto a la izquierda de la calle. Se acercó y vio un campo de deportes al otro lado.

Robbie se coló por el agujero y contempló la amplia superficie verde, con un enorme castaño y porterías en los extremos. Sabía qué eran porque su primo Dane le había enseñado a chutar una pelota de fútbol en el parque infantil. Robbie nunca había visto una extensión de verde como aquélla.

Una mujer cruzaba el campo deprisa, cabizbaja y con los brazos cruzados.

(Samantha llevaba mucho rato caminando, sin destino concreto siempre y cuando no fuera Church Row. Se había hecho muchas preguntas y encontrado muy pocas respuestas; y una de esas preguntas era si no habría ido demasiado lejos al soltarle a Miles lo de aquella estúpida carta, que había escrito borracha y mandado por puro rencor, y que ahora le parecía bastante menos ingeniosa…

Alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Robbie. Los niños solían colarse a través del seto para jugar en el campo los fines de semana. Sus propias hijas lo habían hecho de pequeñas.

Samantha saltó la verja y se alejó del río en dirección a la plaza principal. El asco de sí misma la embargaba, por mucho que intentara dejarlo atrás.)

Robbie volvió a cruzar el agujero del seto y siguió un rato por la acera a la mujer que caminaba deprisa, pero no tardó en perderla de vista. El paquete mediado de Rolos se le estaba fundiendo en la mano y tenía mucha sed. A lo mejor Krystal ya había acabado. Volvió sobre sus pasos.

Cuando llegó al primer grupo de matorrales en la ribera, vio que ya no se movían, y pensó que no pasaba nada si se acercaba.

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