Y que, curiosamente, aborrecía a los narcotraficantes.
Quizá fuera esta última faceta de su personalidad lo que había contribuido a crear tan confusa aureola mitológica, puesto que resulta cuanto menos desconcertante, que en los tiempos en que vivimos alguien implicado en el mundo de la delincuencia no se encuentre al propio tiempo ligado al mundo de las drogas.
Al paso que vamos llegar un momento en que ser el petróleo el que mueva las m quinas y la droga la que mueva a los hombres. Como una mancha de aceite el vicio se extiende sin que ni gobiernos ni particulares consigan detener su progresión, y alguna que otra vez me he preguntado qué ocurrir cuando llegue el momento en que nadie sea capaz de tomar una determinación sin tener que recurrir de antemano a una esnifada.
Confío en no vivir para verlo. Adoro sentirme dueña de mi voluntad pese a que admita que sea esa voluntad la que me arrastra a cometer tantísimos errores. Perseguir a Martell fue sin duda alguna el mayor de todos ellos. Y el que me obligaría a pagar por cuantos había cometido con anterioridad.
El día que decidí volver a llamarle, Xangurro parecía estar aguardando al otro lado del hilo telefónico, puesto que de inmediato quiso saber si me encontraba en disposición de trasladarme a Montecarlo.
— ¿Montecarlo? — me sorprendí-. ¿Y por qué Montecarlo?
— ¿Y por qué no? — replicó-. Allí encontrará a la persona que busca.
No me entusiasmaba la idea de regresar a una Costa Azul en la que había pasado demasiado tiempo y en la que había dejado un amargo sabor de boca a muchísima gente, pero llegué a la conclusión de que mi peor enemigo se encontraba siempre allí donde quiera que fuese, puesto que mi peor enemigo era evidentemente yo misma.
— De acuerdo — admití de mala gana-. Le llamaré en cuanto me haya establecido en Montecarlo.
Pasé toda una noche meditando sobre cómo pasar desapercibida en Montecarlo, y una vez más llegué a la conclusión de que la forma ideal de pasar desapercibida era llamar lo más posible la atención.
Al día siguiente telefoneé a la mejor agencia de modelos francesa para rogarles que enviaran al Gran Hotel de París, en Mónaco, a quince muchachas de unos treinta años, morenas, de cabello largo, ojos oscuros y distintas nacionalidades con el fin de seleccionar a cuatro, ya que un buen cliente tenía la intención de filmar un sorprendente spot publicitario.
Cada una de ellas recibiría cincuenta mil francos por las molestias, y las cuatro seleccionadas doscientos mil. Para demostrar que hablaba en serio les transfería en ese mismo momento un millón de francos.
La fe mueve montañas. Pero el dinero culos. Y en esta ocasión culos preciosos.
La agencia francesa se puso en contacto con sus corresponsales de varios países, y lo cierto es que me enviaron un material de primerísima clase.
Previamente había reservado dieciséis habitaciones, por lo que cuando me presenté en el hotel ya se encontraban en el más de la mitad de las candidatas, con lo que tanto el personal como los clientes se encontraban encantados y casi alborotados.
Las instrucciones que había dado eran muy claras: las muchachas debían circular de un lado a otro, comer, tomar copas y mostrarse amables con los clientes, pero sin prestarse a ningún tipo de intimidad ni permitir que las fotografiasen, y sobre todo debían procurar ser muy naturales si deseaban llegar a convertirse en una de las elegidas para la prueba final.
Precisamente, la gracia de nuestro spot se centraba en dicha naturalidad. Una manzana entre manzanas no es más que una manzana.
Me mezclé entre ellas, sin que nadie me preguntara de dónde provenía, y debo admitir que me divirtió enormemente advertir como rivalizaban a la hora de ser a cual más simpática y natural a pesar de que no tenían ni la más remota idea de quién diablos era el encargado de seleccionarlas.
¡Me encanta derrochar el dinero en ese tipo de cosas!
Disfruto con ello, sobre todo cuando se trata del dinero de unos canallas que se morderían los puños si llegasen a imaginar que quince inaccesibles bellezas se dedicaban a vivir a su costa en uno de los mejores hoteles del mundo.
Una vez convencida de que todo funcionaba a la perfección telefoneé a Xangurro y le comuniqué que me encontraba en Montecarlo, pero le advertí muy seriamente que como se le ocurriera la estúpida idea de venir personalmente con intención de reconocerme se rompería el trato y nuestro común amigo se quedaría sin su dinero.
Para confirmar que no se movía de Lyon le llamaría de tanto en tanto y cuando menos se lo esperara.
Si al astuto Martell se le había pasado por la cabeza la idea de que no le resultaría en absoluto difícil localizar a una espectacular morena recién llegada a Mónaco acertó de lleno. Tenía dieciséis donde elegir.
El propio Xangurro lo admitió dos días más tarde.
— Es usted muy lista — señaló-. Condenadamente lista. Nuestro amigo no sabe con cuál de las chicas quedarse.
— Eso quiere decir que ya se ha dado una vuelta por el hotel.
— Supongo.
— En ese caso le voy a dar el número de mi móvil para que me llame. Ya es hora de que nos pongamos a trabajar en serio.
A la mañana siguiente repicó el teléfono, y una voz evidentemente distorsionada inquirió:
— ¿Cómo puedo estar seguro de que tiene algo que me pertenece?
— Porque su cuenta secreta acababa en tres, siete, cinco — señalé distorsionando de igual modo mi tono de voz-. Y si ahora usted me dice cuáles eran los dos primeros números, sabré que estoy hablando con la persona indicada.
Se hizo un corto silencio y tras lo que pareció una razonable duda, el desconocido replicó:
— Cuatro y siete.
— Exacto. Creo que llegaremos a entendernos.
— ¿Cuándo sabré cuál de esas chicas es usted?
— En el mismo momento en que yo sepa quién es usted.
— Difícil me lo pone.
— Se trata de su dinero, y si desea recuperarlo tendrá que aceptar ciertas reglas — le hice notar-. Como comprender no estoy dispuesta a arriesgarme.
— De acuerdo — admitió al fin-. Mañana al mediodía la recogerá un coche que la conducir a un lugar en el que podremos hablar sin que ninguno de los dos corra peligro.
Medité unos instantes y por último señalé:
— Me parece bien. Pero tenga en cuenta que tal vez a esa primera cita no acuda yo, sino cualquiera de las chicas. Y que si a las tres horas no está de regreso en el hotel se habrán roto definitivamente las negociaciones.
— Veo que le gusta complicar las cosas — dijo.
— Gracias a ello continúo con vida.
— Hasta mañana entonces.
— ¡Quizá!
A las doce en punto de la mañana siguiente una inmensa limusina me aguardaba en la entrada del hotel y un impecable y ceremonioso chofer uniformado me abrió la puerta, se colocó al volante y me condujo en silencio a través de una serie de callejuelas hasta la parte m s alta de la ciudad, donde se detuvo ante un restaurante desde cuya amplia terraza se dominaba toda la bahía.
Me acomodé en una mesa apartada, pedí un martini y aguardé.
Tal como suponía, a los pocos minutos mi teléfono móvil comenzó a repiquetear dentro del bolso, pero como le había colocado el volumen al mínimo y tan sólo yo podía oírlo, ni siquiera hice ademán de tocarlo y continué contemplando el paisaje con absoluta impasibilidad.
Si contestaba al teléfono, quienquiera que me estuviese observando no abrigaría la más mínima duda sobre mi auténtica personalidad, y en cierto modo me ofendió que me menospreciaran al imaginar que iba a caer en una trampa tan burda.
Por fin dejó de sonar.
Pero al poco insistió con idéntico resultado.
Yo navegaba con bandera de pendejo limitándome a admirar el paisaje con aire de supremo aburrimiento.
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