Alberto Vázquez-Figueroa - Maradentro

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Apasionante final para la trilogía. Los Perdomo Maradentro son una familia que huye de Lanzarote para rehacer su vida en tierras venezolanas. En ese lugar, siguen sucediéndose inesperadas situaciones por ese particular hechizo que Yáiza ejerce sobre los hombres.
Tras varios cambios de morada, finalmente se instalan en la Guayana venezolana donde, la hermosa Yáiza vivirá una mágica transformación.

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Ni motor, ni velas, ni nada que sirviera para gobernarlo; nada, salvo un timón a cuya rueda se aferraba un mozarrón de enormes espaldas v negro cabello ensortijado, cuyos ojos permanecían clavados en las turbias aguas que se abrían ante su proa.

— ¡Espero que sepas nadar! — exclamó, y casi al instante comenzó a agitar los brazos tratando de llamar su atención avisándole del peligro que le ace chaba, pero el otro se limitó a mover la mano en un gesto amistoso que le obligo a lanzar un reniego;

— (Será cretino! Pues no va y me saluda…

Tentado estuvo de permitir que se lo llevaran los demonios a lo más profundo de las aguas, pero en ese instante nuevas figuras humanas hicieron su aparición sobre cubierta y le horrorizó advertir que dos eran mujeres que de igual modo respondían a sus señas con un simpático ademán de despedida.

— ¡Locos! — fue todo lo que se sintió capaz de murmurar —. Una cuerda de locos que no tiene ni la menor idea de hacia dónde se dirigen.

Regresó junto al fuego advirtiendo que el «marimonda» comenzaba a chamuscarse, le dio la vuelta, v no pudo vencer la tentación de tomar de nuevo los prismáticos y enfocarlos sobre las dos mujeres que a su vez le observaban.

Una de ellas tenía un rostro sereno y hermoso aunque de expresión fatigada y triste, mientras la otra, muv joven, alta y de majestuoso porte, se le antojó de una belleza tan irreal, que tuvo que atribuirla a un efecto óptico motivado por la imperfección de las viejas lentes o su propia imaginación.

El nombre del barco, en popa, destacaba con le-tras enormes; letras que le obligaban a pensar en el cariño que alguien había puesto al escribirlas; alguien para quien aquel nombre y aquel navío debía poseer sin duda un especial significado.

— Europeos… — comentó para sus adentros —. No tienen aspecto de criollos, ni esa línea de velero es propia del Caribe… — Apartó el mono del fuego v ve dispuso a cortarle una pata —. ¿Pero qué demonios hacen unos europeos con semejante trasto en este río…? ¿De dónde vienen y adonde creen que van…?

Le sorprendió descubrir que, sin que su voluntad pareciera intervenir en ello, había recogido su almuerzo aún humeante y se encontraba soltando la cadena, decidido a empujar con todas sus fuerzas y poner a flote la pesada curiara.

Saltó dentro, permitió que la corriente la arrastrara unos metros, cebó el motor que arrancó al primer intento y giró a fondo el mando de modo que la proa se alzó sobre las aguas como un caballo encabritado lanzándose en furiosa persecución de la embarcación que se alejaba.

Minutos después había conseguido ponerse a su altura y arbolándose a su costado apagó el motor para hacerse oír, permitiendo que el río les arrastrase juntos.

— ¿Conocen el Paso? — fue lo primero que preguntó.

— ¿Qué Paso? Señaló adelante:

— Aquél entre las islas. Es el más peligroso del Orinoco… Nunca lo atravesarán con ese barco. Se estrellarán contra las rocas.

— ¿Usted va a cruzarlo?

— Lo he hecho varias veces, pero yo llevo un motor que me saca del apuro en el momento justo… Ese armatoste no tendrá tiempo de virar…

— Entiendo…

Los dos muchachos, el mozarrón que manejaba el timón y que mostraba un tórax de Hércules y el otro — tal vez su hermano —, más alto y de aspecto más delicado, estudiaron con atención las islas que parecían venir hacia ellos como amenazantes monstruos dispuestos a devorar su nave, y el segundo pareció tomar una decisión:

— ¿Le importaría ir delante y mostrarnos el mejor camino…? — pidió.

— En absoluto — replicó —. Pero les repito que con este barco no van a conseguirlo. No tienen margen de maniobra…

— Ya no podemos hacer otra cosa. Resultaría más peligroso intentar salirnos del centro de la corriente… ¿Qué profundidad tiene el agua en el Paso?

El húngaro enfiló los prismáticos e hizo un rápido cálculo mental:

— Ahora debe tener entre veinte y veinticinco metros. ¿Quiere que ponga a salvo a las mujeres…?

— Nosotras nos quedamos… — fue la firme respuesta de la mayor, y de nuevo le sorprendió la serena belleza de sus facciones, de las que podrían encontrarse rasgos en cada uno de los que parecían ser sus hijos.

— Como quiera, señora… — admitió —. Pero creo que corren un riesgo inútil… — Saludó alzándose apenas el manoseado sombrero —. De todos modos estaré esperándoles a la salida del canal. — Hizo una pausa —. Si «trabucan» no traten de nadar hacia la orilla… Manténganse en el centro de la corriente y esperen a que los recoja. ¡Suerte!

— ¡Gracias…!

Arrancó de nuevo, metió gas y la proa se elevó una vez más mientras la canoa parecía dar un salto hacia delante.

A partir de ese instante tan sólo una vez se volvió a observar el barco, porque toda su atención tenía que centrarse en el cauce del río que había comenzado a murmurar a medida que sus aguas se apretaban buscando precipitarse, cada vez más veloces y peligrosas, por el estrecho y traicionero paso.

Afirmó los pies en los costados, se, aferró con fuerza a la borda con la mano izquierda y redujo potencia permitiendo que la corriente le arrastrara, aunque sin arriesgarse a que el motor se detuviera en el momento más inoportuno.

El sudor le corría por la frente, pero no hizo ademán de intentar enjugárselo, mantuvo hábilmente con el peso de su cuerpo el equilibrio de la frágil piragua de madera de «chonta», y en el momento exacto, segundos antes de que la contracorriente le golpeara por la banda de babor, aceleró a fondo y viró noventa grados a estribor consiguiendo que el traicionero chorro de agua le empujara por la popa sacándole, casi en volandas, del peligroso pasillo entre las islas.

Al saberse a salvo trazó un amplio círculo y permaneció a la espera, de proa a la corriente, observando cómo el Maradentro enfilaba a su vez el pasadizo, ganaba velocidad convirtiéndose en un juguete de las aguas, y éstas amenazaban con arrastrarle contra la isla de la izquierda, estrellándolo o volteándolo en cuanto la fuerte contracorriente le golpeara el casco.

Pero cuando le faltaban apenas cincuenta metros para alcanzar el punto crítico, advirtió cómo las mujeres arrojaban por cada una de las bordas pesadas rocas sujetadas a fuertes cabos que se fueron al fondo frenando por unos instantes la velocidad de la embarcación. Surgió humo de los toletes sobre los que corrían las maromas, luego el timonel gritó: «¡Larga a babor!», al tiempo que giraba por completo la rueda del timón, y la pesada embarcación, retenida tan sólo por su amura de estribor, viró casi en ángulo recto, en el lugar exacto en que él mismo lo había hecho y permitió que la contracorriente la empujara por la popa, sacándola a aguas tranquilas mientras el segundo cabo era arrojado también al agua.

— ¡Carajo! — exclamó estupefacto —. ¡Si no lo veo, no lo creo!

— Aún no lo entiendo.

— Es como un caballo al que súbitamente le tiran de una de las riendas. Se vuelve hacia ese lado… Además nuestro timón es tres veces mayor que el que normalmente se necesitaría y aunque resulta muy pesado, le confiere al barco una gran maniobrabilidad…

— Muy astuto.

— De otra forma nunca hubiéramos logrado sortear los bajíos…

Se encontraban los cinco abordo del Maradentro anclado en un tranquilo «sesteadero» a unas cuatro millas aguas abajo del paso, dispuestos a repartirse el mono que el húngaro había cazado.

— ¿De dónde vienen?

— De Los Llanos. Allí construimos el barco. — Es un barco pendejo para andar por estos ríos.

— Es que nosotros vamos al mar. Pronto le pondremos palos y velas…

Era Asdrúbal, el menor de los dos hermanos; el timonel que parecía capaz de alzar en vilo una vaca sin esforzarse, el que había dado la explicación, y fue su madre, Aurelia, que estaba concluyendo de colocar los cubiertos sobre la tosca mesa, la que añadió:

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