Y, por las miradas de reojo que de tanto en tanto les dirigían los miembros de la tripulación, podía colegirse que si a alguno de ellos aún le asaltaban dudas sobre la supuesta inferioridad de la raza negra, a la vista tenía dos sólidos argumentos para disipar tales dudas, puesto que Sakhau y Zeud no sólo eran estéticamente admirables, sino que, además, se les advertía intelectualmente superiores.
En los profundos ojos del hombre podían descubrirse un millón de insondables misterios, mientras que en los de la mujer afloraba de modo natural una dulce comprensión y una amable ternura.
Celeste se relajó por lo tanto al observarles, como si la simple contemplación de tanta serenidad fuera un sedante para un espíritu atormentado, y ni siquiera se inmutó cuando al cabo de un rato Zeud pareció presentir su presencia, alzó los ojos y sus miradas se cruzaron.
Bastó apenas una mutua inclinación de cabeza en un levísimo saludo de respeto, puesto que, pese a ser dos mujeres pertenecientes a muy distintos mundos y que hablaban idiomas diferentes, parecían entenderse sin necesidad de intercambiar una sola palabra.
Cuando al fin la muchacha se retiró, Zeud Sekaturé se volvió a su marido, e inquirió con aquel tono incisivo que, sin dejar de ser afable, solía emplear cuando algo en verdad le importaba:
— ¿De verdad será reina?
La respuesta resultó en cierto modo desconcertante para alguien habituado a que su pareja tuviera siempre explicación convincente para todo.
— _Esta mañana te asegure que lo sería, pero esta noche ya no estoy tan seguro. — El bamileké indicó con un gesto de la barbilla las farolas que iluminaban las cubiertas de ambas naves, y añadió, como si le doliera admitir su ignorancia —: Por más que me esfuerzo no consigo interpretar el significado de los fuegos; los de este barco hablan de alegría y victoria, mientras que los del pequeño hablan de muerte y derrota. Sobre éste navegan los dioses y sobre aquél los demonios, pero aun así los blancos saltan de uno a otro como si no advirtiesen la menor diferencia… — La observó intentando que fuera ella quien le aclarara sus dudas —. ¿Cómo se explica? — quiso saber.
— Tal vez los blancos no sepan leer los fuegos — aventuró sin excesiva convicción su mujer.
— ¡Qué tontería…! ¿Cómo es posible que posean armas tan poderosas y naves tan gigantescas sin haber aprendido a leer el fuego?
— Tal vez haya que atribuirlo a que sus dioses son diferentes — le hizo notar Zeud con muy buen criterio —. Siempre he oído decir que los musulmanes también son increíblemente poderosos, aunque tampoco hayan aprendido a leer el fuego.
— Eso es muy cierto — admitió el hechicero meditabundo —. Los musulmanes tienen una fe ciega en un único dios invisible e impalpable pese a que jamás se rebaja a hablar con ellos. Quizá a los cristianos les ocurra lo mismo.
— No creo que sean tan estúpidos como para confiar en un dios «invisible», «impalpable» y «mudo» — musitó la mujer como si temiera que cualquiera de cuantos roncaban en las proximidades pudiera entenderla —. Ni el más ignorante cazador de las montañas caería en semejante trampa. ¿De qué sirve un dios al que no puedes recurrir en los momentos de apuro?
Sakhau Ndú no tenía respuesta a semejante pregunta, al igual que no la tenía a la mayor parte de cuantas venía haciéndose desde que había puesto el pie sobre la cubierta de aquella «nave-dios» en cuya madera, cordaje, velamen y cañones parecía habitar el espíritu del justiciero Chahad. Por primera vez en su vida se sentía impotente a la hora de interpretar los designios de los dioses, y eso le producía un hondo desasosiego y un casi invencible pánico.
¿Por qué los fuegos del galeón lanzaban al cielo un mensaje, y los de la fragata otro muy diferente?
¿Por qué extraña razón ángeles y demonios invadían juntos el gran río navegando codo con codo y borda con borda como si en lugar de enemigos irreconciliables fueran fieles aliados?
¿Y sobre quién reinaría el día de mañana aquella extraña mujer de ojos de agua y lacio cabello en cuya visible aureola parecía concentrarse todo el bien y todo el mal de este mundo?
Cuanto más avanzaba la noche más decaía la suave brisa del sur y con más claridad llegaba por tanto el mensaje de guerra de los tambores, y aquél sí que resultaba un mensaje sencillo de interpretar, puesto que no eran más que órdenes pensadas para que el más obtuso guerrero supiera en qué lugar tenía que concentrarse, y cómo y por dónde debería atacar a su enemigo.
Una hora antes del amanecer hizo su aparición la falúa en la que Gaspar Reuter se había adelantado en compañía de media docena de hombres, y sus noticias resultaban francamente inquietantes.
— Una gran flotilla desciende por el río, y casi un millar de guerreros avanza a pie por las orillas — fue lo primero que dijo en cuanto la plana mayor tomó asiento en torno a la gran mesa del comedor de oficiales —. Nuestras informaciones eran, por desgracia, válidas; calculo que nos enfrentaremos a más de dos mil salvajes.
— ¿Cañones…? — fue lo primero que quiso saber Sancho Mendaña.
— Media docena, de pequeño calibre, que cargan a hombros — replicó con naturalidad el inglés —. No creo que eso deba preocuparnos. El problema se centra mas en el número de hombres que en su armamento. Como consigan trepar a bordo, pasarán sobre nosotros como una manada de elefantes. Les bastará con sus lanzas y sus machetes.
— Lo que en verdad importa es mantenerlos a distancia — intervino con una voz más ronca que de costumbre el veneciano, al que cada vez le gustaba menos el cariz que tomaban los acontecimientos —. Y en ese caso, tal vez lo más prudente sería lanzar un par de andanadas, soltar amarras y dejarnos llevar por la corriente, procurando que no se nos aproximen.
— Lo veo más que problemático — le hizo notar Celeste —. No quiero interferir en un terreno que no me corresponde, pero en mi opinión las piraguas son mucho más rápidas y más maniobrables que los barcos, y nos estarían acosando por popa, que es donde disponemos de menos potencia de fuego. — Hizo una pausa y los observó uno por uno —. Y está claro que si consiguiesen hacernos retroceder hasta el delta, estaríamos a su merced. En las ciénagas no tendríamos la más mínima oportunidad de defendernos.
— ¿Qué aconsejas entonces?
— No soy yo quien debe aconsejar a ese respecto — replicó con infinita calma la muchacha —. Me limito a dar una opinión, aunque me inclino por confiar en vuestro buen criterio.
— ¿Qué crees que habría hecho Jacaré Jack? — inquirió, desconcertando a todos los presentes, el capitán Buenarrivo.
— ¿Mi hermano…? — se sorprendió Celeste —. No tengo ni idea. — Se volvió a su padre —. ¿La tienes tú?
Miguel Heredia Matamoros se rascó durante largo rato la nariz bajo la atenta mirada de la totalidad de los presentes, y tras ensayar un asomo de sonrisa, comentó:
— Sebastián siempre decía que tiburón no come sardina, o sea que si quieres capturar una buena presa le tienes que ofrecer un buen cebo. Fue el truco que utilizó con Mombars y que tan magníficos resultados dio. A mi modo de ver, este caso se le parece mucho.
— ¿En qué? — quiso saber su hija. — En que un enemigo aparentemente muy superior fijó su atención en algo que creía tener al alcance de la mano sin percatarse de dónde se escondía el auténtico peligro. En cierto modo Sebastián era como esos feriantes que sacan conejos de un sombrero mientras te desvalijan la bolsa.
— ¿Y qué conejo podemos ofrecerles en este caso a Mulay-Alí? — quiso saber el Padre Barbas.
— Eso es lo que tenemos que averiguar — fue la casi enigmática respuesta del anciano —. Pero si lo encontramos, tendremos ganada la mitad de la batalla…
Читать дальше