Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Yyy me enrolé. —La montaña humana hizo una pausa como si necesitara tomar aliento tras cada frase, y una vez se hubo acomodado junto Ojeda se sintió con ánimos para aclarar—: Eeesto es Cuba.

— ¿Cuba? — repitió un alarmado Ojeda—. ¡No me jodas!

— ¡Nooo le jodo! Es Cuba.

El Centauro de Jáquimo y los pintorescos tripulantes del Tremebundo intercambiaron una mirada de perplejidad y casi que de horror.

— ¡Cuba! — repitió estúpidamente el bizco Talavera—. Con tanta puta isla perdida como hay en este Jodido mar de los Caribes, hemos venido a parar a una en la que nos pueden ahorcar. ¡También es mala pata!

— ¿Quéee habéis hecho?

— Saltear caminos, aunque nunca matamos a nadie; luego robamos un barco, que resultó ser del cerdo de Ignacio Gamarra, con intención de dedicarnos a la piratería, pero lo único que hemos tenido de piratas es la bandera.

— Yooo represento la autoridad a este lado de la isla y no os ahorcaré — sentenció el zamorano—. Yyy menos por haberle robado un barco al cerdo de Gamarra.

— ¿Seguro…?

— Nooo me gusta ahorcar a nadie. Prefiero cortarles la cabeza de un solo tajo, que duele menos; pero tampoco lo haré si prometéis enmendaros.

— ¿Y qué otro remedio nos queda? — exclamó el llamado Paniagua haciendo un significativo gesto en derredor—: Aquí no existen caminos que asaltar, ni barcos que robar. Pero tengo la impresión de que ésta es una buena tierra para plantar caña de azúcar y conseguir un matadiablos de excelente calidad.

— Meee encanta el matadiablos — se apresuró a puntualizar el gigante—. ¡Joooder, cómo me gusta!

Durante cierta etapa de su vida el matadiablos fue el único enemigo capaz de derribar cuan largo era al hercúleo Diego de Ordaz, pero las cosas cambiaron el día en que Hernán Cortés le aceptó como uno de sus lugartenientes con la única condición de que no volviera a beber, promesa que el forzudo cumplió a rajatabla.

No obstante, durante la conquista de México se le ocurrió, pese a no estar borracho, la peregrina idea de trepar hasta la cima del volcán Popocatepelt, «La montaña que humea» para los nativos, con el único fin, según él, de «contemplar el paisaje desde allá arriba».

Como con sus cinco mil cuatrocientos metros el Popocatepelt era sin duda la cumbre más alta del mundo conocido por los europeos de su tiempo, el hecho de que fuera capaz de llegar a la cima y regresar como quien ha dado un simple paseo por el campo, le granjeó la admiración tanto de los españoles como de los indígenas, que a partir de ese momento lo vieron como una especie de ente sobrehumano y casi mitológico.

Su única queja fue que «en la cumbre escaseaba el aire y olía mal», por lo que en reconocimiento a su casi increíble hazaña, Carlos V ordenó que a partir de aquel día en su escudo de armas figurara un volcán humeante.

Herido de cierta gravedad durante la Noche Triste, pero reconocido oficialmente como uno de los principales artífices de la conquista de México, el emperador le encargó años más tarde que organizara una expedición en busca del mítico Eldorado, lo que le permitió explorar la totalidad de la cuenca del Orinoco, bautizar el macizo de las Guayanas y descubrir el río Caroní, a cuyas orillas se alza la ciudad que hoy en día lleva su nombre.

Algunos historiadores aseguran que con el tiempo, y a base de mucho masticar pimienta picante, sobre todo el temible tabasco mexicano, consiguió controlar su lengua y vencer su tartamudez, pero lo cierto es que en el otoño de 1510 no era más que una especie de oso solitario que vagabundeaba a su aire por el sur de la isla de Cuba.

Cuando el Centauro de Jáquimo le comentó a Diego de Ordaz que necesitaba llegar a Santo Domingo para recuperar el barco de Enciso y llevar provisiones a los que habían quedado en San Sebastián de Buenavista de Urabá, el zamorano le hizo comprender que no existía al sur de Cuba ninguna nave que pudiera trasladarle a La Española, pero que estaba dispuesto a «acercarse» hasta Jamaica, desde donde estaba seguro de que don Juan de Esquivel, que había conseguido pacificar la isla en muy poco tiempo, no dudaría en enviar una embarcación en su busca.

La sola idea de que un hombre, aunque se tratara de alguien de la fuerza y resistencia de Diego de Ordaz, aceptase remar en una frágil canoa indígena a lo largo de más de ciento veinte millas a través de un agitado mar plagado de tiburones y en el que seguía reinando la corriente del Golfo, se le antojaba a Ojeda absolutamente descabellada, pero el gigante se limitó a mostrar sus enormes dientes en una ancha sonrisa al tiempo que decía:

— Nooo hay problema. Meee encanta remar.

— Una cosa es remar y otra llegar a Jamaica.

— Reeemando se llega a Jamaica.

Cuando al amanecer del día siguiente le vieron alejarse rumbo al sur en una embarcación en la que a duras penas encajaba su enorme corpachón, el bizco Talavera no pudo por menos que comentar:

— ¡Tiene cojones el tartaja!

— Ya te dije que es uno de los hombres más valientes que he conocido, y además hace las cosas más increíbles como si carecieran de importancia; con una docena como él civilizábamos este Nuevo Mundo en medio año.

— ¿Se enfrentaría a él en un duelo?

— ¡Nunca!

— ¿Cree que sería el primero en vencerle?

El de Cuenca negó convencido:

— Es demasiado lento y previsible, pero yo no sería capaz de matar a un hombre tan íntegro.

— ¿Y a mí? ¿Me mataría?

— Con los ojos cerrados, querido amigo — fue la humorística respuesta—. Con los ojos cerrados y a la pata coja.

Permanecieron allí, muy quietos, observando cómo la minúscula embarcación se iba alejando hasta perderse de vista en la distancia, para regresar luego al bohío que los indígenas habían puesto a su disposición, donde no tardaron en organizar una ruidosa y agitada partida de naipes en la que Ojeda perdió hasta la espada.

Una semana más tarde, cuando ya se habían resignado a la idea de que el bueno de Ordaz había concluido su andadura vital en las tripas de los tiburones, una pequeña nave de cabotaje fondeó en el centro de la ensenada y de inmediato vieron que el gigantón les saludaba desde cubierta.

— ¡La madre que lo parió!

— Que debió de morir en el parto, porque traer al mundo a semejante animal manda carallo… — añadió el gallego Paniagua—. Si no lo veo, no lo creo.

Tres días más tarde, don Juan de Esquivel, un hombre gris y sin el menor carisma, un burócrata que se limitaba a servir fielmente a su señor don Diego Colón, pero que había sabido cumplir a rajatabla la orden de colonizar Jamaica de una forma asaz eficaz y sin derramamiento de sangre, recibió a su admirado Alonso de Ojeda agasajándole como a un auténtico gobernador de toda una provincia del Nuevo Mundo.

Lo primero que hizo fue ponerle al corriente con respecto al bachiller Enciso, puesto que le habían llegado noticias de Santo Domingo según las cuales el centauro Vasco Núñez de Balboa había presionado al también centauro Hernán Cortés a fin de que éste, a su vez, presionara al joven Diego Colón obligándole a permitir que al fin la carabela zarpase, ya que de lo contrario caerían sobre su conciencia las vidas de doscientos cristianos que corrían peligro de morir de hambre en Tierra Firme.

Ante las duras palabras casi amenazantes de Cortés, que le recordó que su «muy querido primo» Francisco Pizarro formaba parte de la expedición que estaba en tan manifiestas dificultades, el gobernador de La Española debió de llegar a la conclusión de que no podía correr el riesgo de perder el favor de la Corona por seguirle el juego a un hombre tan aborrecido y despreciado como Ignacio Gamarra.

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