Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Un viejo bergantín sin lastre en manos de una cuadrilla de salteadores de caminos, juguete de cambiantes vientos en mitad de una mar arbolada, constituía una presa tan cómoda, que tal vez por eso mismo el caprichoso Neptuno decidió no arrastrarlo al abismo de sus profundidades, optando con juguetear con él como un niño con su pato de goma en una bañera.

Tremebundo fue el viaje a buen seguro.

A la deriva, con la vela mayor y la mesana rasgadas de arriba abajo y las descontroladas botavaras saltando de babor a estribor según su antojo, cada minuto amenazaba con ser el último y cada nueva ola la encargada de engullir definitivamente el desvencijado navío.

Cientos, tal vez miles de ellos habían zozobrado con muchos menos méritos en su haber, pero el Tremebundo parecía empecinado en desafiar todas las normas de navegación manteniéndose a flote por el simple placer de llevar la contraria.

Al igual que la Muerte se complace a menudo y contra todo pronóstico en indultar a un desahuciado, prolongando su agonía sin razón aparente en el mismo momento que siega la vida a una alegre muchacha, el cruel mar antillano que pasaría más tarde a la historia por haber devorado cientos de galeones cargados de riquezas, despreció olímpicamente a un barco pirata al que tres auténticos grumetes armados con tirachinas hubieran conseguido capturar sin el menor esfuerzo.

La tercera noche amainó el viento, el mar se serenó hasta el punto de que no se percibía la más leve ondulación, y tal como suele suceder cuando un velero carece de fuerza que le empuje, se transformó en un objeto flotante que pasó a ser propiedad de las corrientes.

Y en el mar de los Caribes la reina de las corrientes llegaba desde el Atlántico cruzando entre las islas de las Antillas, y tras correr a todo lo largo de las costas de Puerto Rico y Santo Domingo se encaminaba directamente al estrecho que separa Cuba de la península del Yucatán. Tiempo más tarde sería bautizada como corriente del Golfo.

El Tremebundo cayó en sus brazos.

Sin remisión posible y sin el menor interés en rebelarse.

Mansamente, incluso podría llegar a asegurarse que amorosamente, la firme corriente empujó al supuesto barco pirata, que ya ni bandera negra lucía, hasta depositarlo sobre un blando banco de arena a menos de media milla de una ancha playa de aguas cristalinas y altísimas palmeras.

Como si la larga travesía le hubiera agotado, el bergantín lanzó un hondo lamento al tiempo que se le aplastaban las cuadernas del fondo y el mar venía a ocupar el vacío que había quedado en sus bodegas.

El bizco, que llevaba dos días sin vomitar, se limitó a echar una ojeada al paisaje, observó cómo el agua iba subiendo hasta alcanzar la cubierta y se limitó a comentar:

— Aquí acaba nuestra carrera de piratas. Botes al agua y a remar.

— ¿Pero dónde estamos? — quiso saber el fornido Facundo.

— ¡Ni puta idea!

— ¡Pues sí que estamos buenos!

— ¡Con tal que no nos tengan preparada una horca…!

Desembarcaron las armas, los víveres y el agua que les quedaba, y como caía la noche decidieron aguardar la llegada del nuevo día sin encender fuego y turnándose las guardias a la espera de que en cualquier momento una lluvia de flechas emponzoñadas surgiera de la espesura.

Pero no ocurrió nada.

Ni durante la noche ni en el transcurso de la mañana, como si aquél fuera un lugar deshabitado.

Llegado el momento de emprender la marcha se planteó una pregunta básica. Sólo existían dos direcciones por las que se veían obligados a encaminarse: sureste o noroeste.

Como no se ponían de acuerdo, decidieron que aquélla era una decisión de tal importancia que no resultaba conveniente que, si las cosas se presentaban mal, en un momento dado una parte pudiera echarle la culpa a la otra por haber escogido el rumbo equivocado, lo cual no dejaba más opción que echarlo a suertes.

— Cara hacia el sureste; cruz hacia el noroeste.

Un macizo doblón de oro giró varias veces en el aire y salió cara.

Emprendieron la marcha atentos a la presencia de salvajes, sin apresurarse y concientes de que las prisas no les conducirían más que a llegar antes a un destino que no se presentaba en absoluto halagüeño.

El único que no tenía nada que temer y al que urgía llegar a ese destino, Alonso de Ojeda, no podía acelerar el paso porque aún cojeaba.

La selva era densa, aunque no tanto como en Tierra Firme, y pese a que se vieron obligados a vadear ríos, lagunas y pantanos, no hicieron su aparición las temidas anacondas ni las incontables serpientes ponzoñosas de todo tipo con que se habían visto obligados a lidiar en tiempos no muy lejanos.

Se trataba de una marcha monótona y harto pesada bajo un calor insoportable, en la que su principal enemigo fue pronto el hambre.

Y las fiebres.

Y la fatiga.

Y los propios compañeros que no cesaban de disputar culpándose mutuamente por encontrarse perdidos. Tres hombres se perdieron.

O tal vez decidieron elegir su propio camino.

Otro murió de disentería.

Al cabo de dos semanas llegaron de nuevo a la orilla del mar y al día siguiente distinguieron en la distancia un numeroso grupo de cabañas. Ocultos entre la maleza, estudiaron detenidamente a sus moradores y a los ocupantes de media docena de canoas que pescaban a poca distancia de la costa.

Niños y mujeres se bañaban en la orilla.

Tras un largo rato de cuidadosa observación, el Centauro comentó:

— Son araucos.

— ¿Estás seguro? — inquirió un desconfiado Bernardino de Talavera.

— ¡Fíjate en sus pantorrillas! Son normales, mientras que a los niños caribes se las deforman desde que nacen.

— Confío en que no te equivoques, porque no me apetece acabar mis días en una cazuela. ¡Vamos allá y que sea lo que Dios quiera!

En efecto, se trataba de pacíficos araucos que les recibieron amistosamente, y que en su idioma, del que ya Ojeda entendía bastantes palabras, les dieron a entender que por aquellos andurriales merodeaba desde tiempo atrás un hombre tan blanco como ellos, pero muchísimo más grande y más barbudo, que solía visitarles con cierta frecuencia.

Lo mandaron buscar, se presentó a los tres días, y era desde luego un gigante. Le sacaba la cabeza al mismísimo Facundo, y su espesísima barba de un negro rabioso le llegaba al pecho.

Su presencia, con una enorme rodela de bronce colgando del brazo, una pesada espada que dos hombres normales no alcanzarían a levantar, y una larga lanza con la que parecía capaz de atravesar a un toro a treinta metros de distancia, imponía tanto respeto como debió imponer en su día el terrorífico Goliat a los ejércitos israelitas.

— ¡Bueeenos días, capitán! — saludó nada más llegar, con una afable sonrisa que mostraba una fila de dientes tan blancos y amenazadores como los de un caballo—. ¿Seee acuerda de mí?

— ¡Naturalmente Diego! — fue la respuesta del conquense—. De ti nadie se olvida… — Se volvió a sus compañeros de viaje y explicó—: Éste es Diego de Ordaz, el hombre más fuerte que conozco, y uno de los más valientes. Él asegura que nació en Tierra de Campos, allá en Zamora, pero yo siempre he creído que más bien debió de nacer en Tierra de Rocas.

— ¡Sieeempre tan amable, capitán!

Su ligera tartamudez invitaba a la burla, pero nadie osaría sonreír ante un auténtico Sansón cuyas manos parecían capaces de aplastar un cráneo humano como si fuera una nuez.

— Me sorprende verte por aquí — comentó el conquense mientras le hacía un afectuoso gesto para que tomara asiento—. Tenía entendido que te habías enrolado en la expedición con la que Diego Velázquez pretendía conquistar Cuba.

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