— ¿Pretendes hacerme creer que me tendiste una trampa?
— La más grande del mundo. Y la más resistente. — Le rodeó la cintura con los brazos y apretó con fuerza—. Te mantendré prisionero de ella hasta que seas muy muy viejo… Hicieron nuevamente el amor y continuaron haciéndolo a todas horas porque eran jóvenes y apasionados, y porque el mundo parecía haber sido creado para ellos, para que fuesen felices en la prosperidad y la paz de un reino que había decidido no ampliar sus fronteras hasta que hubiera conseguido solucionar sus complicados problemas sucesorios.
A los pocos días de tomar posesión de su nuevo cargo, Rusti Cayambe estableció su cuartel general en la torre occidental de la fortaleza que protegía la ciudad por su entrada norte, para comenzar a elegir a sus hombres entre aquellos voluntarios que demostraban mayor espíritu de lucha y sacrificio. Les obligaba a entrenarse de sol a sol, con calor o con frío, con lluvia o con nieve, por lo que poco a poco «Los Saltamontes» se fueron convirtiendo en un cuerpo de élite, duro y orgulloso de sí mismo, capaz de luchar con la misma eficacia en las altas cumbres que en la selva o los desiertos, puesto que para hacerlo asimilaban las tácticas de los propios nativos.
Al Emperador le agradaba acudir de tanto en tanto a comprobar los progresos de unos soldados decididos a dar la vida por él bajo cualquier circunstancia, pese a que le incomodara el hecho de que jamás vistieran uniforme.
— ¡Parecen una pandilla de salteadores! — solía recriminarle a Rusti Cayambe—. Les falta estilo y marcialidad.
— Tienes medio millón de hombres «marciales» y con «estilo» que exhiben sus vistosos uniformes como la cacatúa luce sus plumas en la rama de un árbol, mi señor — solía responderle el general Saltamontes—. El topo más ciego no tendría problemas a la hora de distinguirlos en la distancia.
— ¿Y eso qué tiene de malo?… — le respondía a su vez el otro—. El hecho de que se advierta de inmediato que son soldados del Inca aterroriza al enemigo.
— Excepto cuando no le aterroriza y le tiende una emboscada, mi señor — le refutaba invariablemente el joven general—. Yo no pretendo asustar a nadie para que salga huyendo y verme obligado a perseguirle durante semanas. Mi intención es destruirle lo más rápida y sigilosamente posible. Tú siempre aseguras que una buena sorpresa contrarresta una mala estrategia.
— Eso es muy cierto… ¡Pero es que tienen un aspecto! ¡Observa al que está subido en aquella roca!
¡Parece un pavo desplumado!
— Lo parece, en efecto, pero te garantizo que avanza por la selva sin mover una rama y es capaz de degollar a tres centinelas sin que cunda la alarma… Y ese otro puede pasarse todo un día enterrado en la arena del desierto como un escorpión al acecho de su presa.
— ¡Te creo!.. — admitió su señor—. Y me gustan, pero no los quiero ver desfilando junto al resto de mis tropas.
— Tampoco ellos pretenden hacerlo, mi señor. De hecho se niegan a perder el tiempo aprendiendo a desfilar.
El Inca no pudo por menos que agitar la cabeza al tiempo que dejaba entrever una amable sonrisa.
— Tienen razón los que aseguran que continúas siendo un atrevido deslenguado… Cuando te presentaste por primera vez ante mí debí haberte descuartizado por desobedecer mis órdenes y lanzarte en persecución de Tiki Mancka. En lugar de eso se me ocurrió la peregrina idea de ascenderte y permitir que te casaras con mi sobrina predilecta… Por cierto… ¿Cómo va su embarazo?
— ¡Estupendamente, mi señor! Dentro de cuatro meses espero ser padre.
— ¡Dichoso tú! ¡Y dichosa ella! Sabes bien que tanto la reina como yo la tenemos en gran estima, pero no creo conveniente que en su estado actual acuda a palacio…
— Lo entiendo, mi señor.
— La evidencia de su próxima maternidad haría aún más infeliz a mi esposa.
— Espero que pronto pueda verse igual.
— Yo también lo espero, aunque es tal el terror que la invade ante la sola idea de volver a abortar, que en cuanto se queda embarazada se pasa los días temblando y las noches en blanco.
— Resulta comprensible, si tan amargas han sido sus anteriores experiencias.
— ¡Muy amargas, en verdad! ¡Mucho! Y a menudo me pregunto cómo es posible que un hecho tan natural pueda llegar a convertirse en un problema de tan difícil solución.
— ¿Qué opinan sobre ello los hampi-camayocs ?
— ¿Y qué quieres que opinen? No son más que una pandilla de farsantes, y a veces creo que haría bien en expulsar del reino a todos los médicos, adivinos y hechiceros que embaucan al pueblo con sus malas artes. Si son incapaces de contribuir a crear una vida, ¿cómo esperamos que sean capaces de impedir una muerte?
Esa noche, al escuchar de labios de su esposo el relato de la entrevista, la princesa, Sangay Chimé, pareció perder el apetito, y con un leve gesto hizo que los sirvientes se llevaran su plato y los dejaran a solas.
— ¡Me duele tanto el dolor de nuestro Emperador! — musitó sinceramente afectada—. Casi desde que tengo uso de razón le veo sufrir por esa única causa, hasta el punto de que he llegado a preguntarme si lo que en verdad le obsesiona es la necesidad de traer al mundo a un heredero al trono, o la felicidad de la reina.
— Quiero creer que ambas cosas van unidas.
— ¡Desde luego! — reconoció ella de inmediato—. Van unidas, pero ¿cuál es la prioritaria?
— ¿Y qué importancia tiene?
— A mi modo de ver mucha, porque de ello depende que se sienta antes Inca que hombre, o esposo que Emperador. Tú qué crees que prevalece… ¿la razón de Estado o la razón sentimental?
— Qué pregunta tan absurda… — protestó Rusti Cayambe un tanto incómodo, puesto que nunca había sido partidario de semejante tipo de disquisiciones, en especial cuando se referían a un semidiós al que amaba y respetaba—. Estamos esperando un hijo y no se me ocurre plantearme lo que significa como posible heredero, o lo que significa con respecto a ti. Será nuestro hijo, nos unirá aún más, lo querremos, le daremos hermanos, y con eso basta.
— Esa respuesta no me vale, puesto que no está hecha desde el punto de vista del Emperador.
— ¿Y cómo quieres que adivine cuál es el punto de vista del Emperador? — se lamentó el pobre hombre—. A menudo ni siquiera sé cuál es tu punto de vista, y no eres más que una princesa… Él es hijo de dios, y por lo tanto ni por lo más remoto puedo ponerme en su lugar.
— ¿De verdad lo crees?
— ¿Qué?
— ¿Que es hijo de dios?
— ¡Naturalmente!
— ¿Estás seguro?
— ¡Por completo! ¿Acaso tú no?
Sangay Chimé se tomó unos instantes para reflexionar, se acarició con gesto de profundo amor el abultado vientre y por último replicó:
— Le conozco tan a fondo, que en ocasiones me asaltan las dudas… ¿Cómo un dios puede cometer semejantes errores y tener debilidades tan humanas? Sin embargo… — añadió— de igual modo no consigo evitar preguntarme de qué forma un simple ser humano podría llegar a ser tan superior a cuantos le rodean si no tuviera un origen divino.
— Puede que sea mitad hombre y mitad dios.
— O que tan sólo sea un hombre extraordinario.
— Eso suena a herejía y sabes mejor que yo que la herejía está castigada con la muerte.
—Ésa es una regla que únicamente afecta al pueblo llano — le recordó ella—. Los miembros de la familia real tenemos el privilegio de expresar ciertas dudas dentro del recinto de nuestra casa, y siempre que no lo hagamos en presencia de los criados. — Sonrió irónicamente—. Lo que ocurre es que precisamente somos los miembros de la familia real los menos interesados en expresar cualquier tipo de dudas sobre el origen de nuestra sangre.
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