Si alguna vez alguno de los fieles súbditos del Inca se veía privado de lo más necesario, el funcionario directamente responsable sufría severísimos quebrantos.
Tampoco existía nada que recordase ni aun remotamente el concepto de dinero, puesto que no existía el concepto de propiedad privada, dado que el Emperador era, de forma indiscutible, el único dueño de todo.
Y ahora «el dueño de todo» aparecía hundido una vez más en su prodigioso trono, envidiando al más humilde de los pastores del helado Altiplano, que tras una larga jornada de frío y viento regresaba a su mísera choza a dormir acurrucado entre media docena de mocosos.
¡Hijos!
¿Por qué extraña razón su padre el Sol que tanto le había dado, le negaba no obstante lo que le concedía incluso a sus enemigos?
¿Por qué extraña razón las bestias que fornicaban empujadas tan sólo por un ciego instinto conseguían reproducirse sin medida, y sin embargo un amor tan profundo y sincero como el suyo no alcanzaba a dar frutos?
«Lo bueno tarda en llegar… — había asegurado mucho tiempo atrás una de las innumerables hechiceras a las que la reina había consultado—. El nuevo Inca se hará esperar, pero será el más grande entre los grandes, aquel cuyo recuerdo perdurará en la memoria de los hombres hasta que el Sol desaparezca del firmamento.»
Triste consuelo era ése para quien hubiera deseado ver crecer a su hijo para irle enseñando poco a poco cuanto había aprendido a su vez de su padre sobre el difícil arte de regir los destinos de un imperio. Gobernar un vasto y abrupto territorio poblado por docenas de pueblos que con frecuencia ni siquiera hablaban la misma lengua no constituía en verdad un empeño nada fácil ni aun para un descendiente directo del dios Sol.
Conseguir que ni uno solo de sus súbditos se acostara nunca sin cenar, que no pasara frío allí donde las nieves eternas coronaban docenas de picachos, domeñar a las tribus rebeldes, castigar a los bandidos montañeses y procurar que cada hombre, cada mujer y cada niño cumpliese cada día con las tareas que les habían sido encomendadas, no era algo que se heredase con la sangre ni se mamase del pecho de la madre.
Había que aprenderlo.
Y el Inca, cada Inca, tenía que ser el único maestro.
¿A quién le explicaría cuándo había llegado el momento de ser cruel, cuándo el de ser benévolo, cuándo el de declarar la guerra o cuándo el de concertar la paz?
¿Quién más que un futuro Inca debería escuchar sus sabios consejos?
— ¡Señor, señor! — sollozó apretando los dientes—. ¡Tú que alegras nuestras vidas desde que apareces en el horizonte, tú que cada día nos abandonas pero nos dejas con la esperanza de volver a verte al alba, tú que derrites los charcos helados y maduras las cosechas, derrite de una vez el hielo del vientre de mi esposa y madura las mieses que cada noche siembro en ella!
Poco después se alzó pesadamente, recorrió muy despacio las vacías estancias en las que jamás resonaba el llanto o la risa de un niño y fue a tomar asiento a los pies de la reina, que permanecía muy quieta observando el hermoso crepúsculo más allá de los techos de la inmensa ciudad.
— ¿En qué piensas? — quiso saber.
— En Sangay… Ésta es su gran noche, y estoy rogando a los cielos para que responda sobradamente a todas sus expectativas. ¿Crees que ese estrafalario personaje sabrá hacerla feliz?
— Estoy seguro de ello. Y Rusti Cayambe no es en absoluto un personaje «estrafalario». Es uno de los hombres más inteligentes y valiosos que conozco; una esmeralda en bruto a la que confío en que Sangay sepa convertir en una auténtica joya.
— Mucho te ha impresionado.
— Mucho, en efecto. Mi padre me enseñó que quien no sabe calibrar al primer golpe de vista la valía de un hombre, mal sabrá calibrar la valía de un ejército. Rusti Cayambe posee una notable inteligencia y un claro sentido de la estrategia militar. Si a ello se le une que ha demostrado un valor a toda prueba, a nadie debe extrañar que le reconozca los méritos.
— Me preocupan las envidias.
— La envidia es un nefasto pecado que nuestro bisabuelo se preocupó de desterrar del Imperio.
— A veces intenta regresar.
— Lo sé, pero le impido el paso. Quien quiera ser tratado como he tratado a Rusti Cayambe, que se comporte como se ha comportado Rusti Cayambe.
— Me admira tu sentido de la justicia.
— A ti te lo debo, que aún recuerdo las hermosas historias que me contabas sobre hombres justos.
— ¡Cuánto tiempo hace ya!..
— No tanto, que cada año a tu lado se me antoja un minuto.
— Cierro los ojos y me veo meciéndote en la cuna.
— Y yo cuando velo tu sueño recuerdo las canciones con que intentabas dormirme.
— ¡Cuánto daría por mecer a tu hijo, cantándole aquellas mismas canciones!
— ¡Lo harás! ¡Sé que lo harás!
— ¿Cuándo?
— Pronto… Ten paciencia.
— Paciencia es el único fruto que no producen nuestros campos, y casi el único don que no son capaces de concederme los dioses — fue la cansada respuesta—. A menudo me siento aquí, a evocar la alegría que me invade cada vez que descubro que una nueva vida alienta en mis entrañas, y pese a saberme la reina del Incario no puedo evitar que una amarga angustia se apodere de mi ánimo, puesto que con gusto renunciaría a todo a cambio de saberme continuamente embarazada. — Le apretó una mano al tiempo que le miraba fijamente a los ojos—. Nací para ser madre — añadió—, únicamente para convertirme en la madre de tus hijos… ¿Por qué se empeñan en negarme ese derecho? ¿Qué delito he cometido para que se me impida cumplir con mi destino?
— Tú no has cometido ningún delito — fue la firme respuesta—. Ninguno, y por lo tanto, yo te prometo que cumplirás tu destino. Te lo prometo como tu hermano, como tu esposo, como tu amante y como tu señor.
La primera vez que hizo el amor, la princesa Sangay Chimé concibió a la princesa Tunguragua, que con el tiempo acabaría siendo mucho más conocida por el diminutivo de Tungú, o por el cariñoso apelativo de Tórtola.
La espectacular ceremonia había resultado en verdad maravillosa e inolvidable, pero más maravillosa e inolvidable resultó luego una noche de bodas en la que se cumplieron las más fantasiosas expectativas de una joven pareja a la que el alba sorprendió convencida de que habían alcanzado las estrellas con la mano.
— Hace dos meses… — susurró Rusti Cayambe mientras atraía a su esposa contra su pecho— me encontraba hundido hasta las rodillas en el barro, convencido de que en cualquier momento una lanza me atravesaría de parte a parte, maldiciendo mi mala fortuna por el hecho de que estaba a punto de abandonar este mundo sin haber tenido ocasión de saber lo que significaba el amor de una mujer…
— Hace dos meses… — replicó ella mientras se acurrucaba bajo su brazo— aguardaba anhelante la llegada de un chasqui que trajera noticias de la gran batalla, puesto que si nuestros ejércitos caían derrotados nos veríamos obligados a huir sin saber hacia dónde, con lo que nunca tendría la oportunidad de encontrar al hombre que mi corazón llevaba tanto tiempo buscando…
— Podrías haberlo encontrado en cualquier parte… — le hizo notar su flamante esposo con una leve sonrisa.
— ¡Imposible! — replicó la muchacha en idéntico tono—. Yo sabía que al hombre de mis sueños tan sólo podría encontrarlo en el palacio del Emperador y justo el día en que llegara empujando ante sí al principal enemigo de nuestra patria.
— ¡Mentirosa!
— Es la verdad… — insistió ella mordisqueándole el pecho—. Siempre tuve muy claro que acabaría casándome con el guerrero más valiente del reino. Por eso nunca quise elegir marido, y en cuanto te vi te reconocí. —Le hizo cosquillas—. ¡Fui directamente a por ti, y aquí te tengo!
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