Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena
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- Название:El manuscrito de Avicena
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- Издательство:Entrelineas Editores
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- Год:неизвестен
- ISBN:9788498025170
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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Javier le miró preocupado hasta que entendió que comenzaba a recuperar el resuello, luego se dirigió a Snelling.
—¿Qué ha dicho la Policía?
—¿La Policía? Nada. En un asunto como éste, con un proyecto como el que tenemos entre manos y un patrocinador que exige la máxima discreción, no podíamos entrometer a la Policía rusa.
—¡Qué no han dado parte a la Policía! —Se sorprendió el agente—. Pero..., pero... ¡cómo se les ocurre! Hay un muerto de por medio y una persona que puede haber sido secuestrada. Se van a meter en un buen lío si no informan a las autoridades.
—Lo suponemos aunque ya hemos comunicado la situación a la organización de nuestro patrocinador. Desde allí se encargarán de controlar todo, les aseguro que no habrá ni el más mínimo inconveniente.
La respuesta del inglés sacó de quicio al agente. Javier se revolvía en su asiento intentado hallar una explicación razonable a cuanto había oído, se negaba a aceptar que una compañía de laboratorios pudiera saltarse a la torera la ley con la única justificación de que la organización de su patrocinador se haría cargo de los efectos del delito, como si se tratara de una mala decisión de un proveedor que pudiera limpiarse con sólo despedirlo y arreglar el desaguisado en privado.
—¿Y el secuestro? —preguntó Javier.
—¿Qué secuestro?
—El de la doctora Costa.
Snelling dirigió su mirada al doctor Salvatierra, en sus ojos había lástima.
—Quizá no hubo secuestro.
Durante la conversación, el doctor Salvatierra había estado observando a Snelling y al agente alternativamente, ahora los dos permanecían callados. De pronto, sus párpados se cerraron y cayó al suelo.
En la sede del Centro Nacional de Inteligencia de España, Sergio Álvarez movía nervioso un bolígrafo sobre la mesa, lo hacía rodar hacia un lado y luego lo giraba en sentido contrario mientras oía el último informe de su ayudante.
—Parece que se complica la búsqueda —masculló el director de Operaciones del CNI.
El ayudante y asesor en asuntos internacionales se mantenía callado.
—Te digo que la operación se complica, ¿qué puedes decir de esto? ¿No eres tú el experto en acciones exteriores?
—Perdón, creía que pensaba en voz alta... Sí, es cierto, los entresijos del operativo van más allá de lo que habíamos previsto. Aunque también es verdad que sabíamos que no iba a ser fácil, señor.
—Desde luego. No obstante, cuando me informaste de los propósitos de los árabes, confiabas en que podríamos seguirles el juego hasta que supiéramos dónde hallar el manuscrito. Y me parece que está siendo ya demasiado peligroso...
—Tal vez tenga...
—No me interrumpas, sólo reflexionaba —prosiguió Álvarez—. Es cierto que el peligro ha aumentado exponencialmente, pero la vida de muchas personas depende de que alcancemos nuestro objetivo.
El director de Operaciones guardó silencio un par de minutos con las manos entrelazadas, después se enderezó en su asiento, ojeó unos informes en la pantalla de su escritorio y sonrió.
—Debemos ponernos en contacto con Dávila. Nuestras prioridades han cambiado.
—De acuerdo, señor.
Después de que su ayudante abandonara el despacho, Álvarez marcó un número de teléfono.
—Al habla Álvarez. Todo se complica, necesito tu ayuda.
—¿Está seguro? No sé si es buena idea.
—Será nuestra última baza. Estate preparado.
El médico abrió los párpados tímidamente, al principio la imagen que recibía en su retina se filtraba a través de un corredor oscuro que únicamente permitía una pizca de claridad al final. Después esa luminosidad fue agrandándose hasta componer una imagen de Javier arrodillado ante él. Le decía algo pero apenas lo oía, era como si los sonidos del mundo hubieran menguado hasta casi desaparecer. Se sentía aturdido y agotado, tal vez le habían golpeado, no se acordaba de nada. ¿Y si hubiesen atentado contra su vida? No estaba seguro. Javier se levantó y desapareció del encuadre de su visión, en ese instante advirtió a alguien más, ¿quién? El caso es que le era vagamente familiar, lo había visto aunque no recordaba cuándo, ¿quizá en el hospital? No, no lo reconocía. ¿Era amigo de Silvia? Snelling, sí, sin duda, Snelling. ¿Qué hacía...? ¡Snelling! ¡Silvia!
El doctor Salvatierra intentó incorporarse ayudado por sus manos pero las fuerzas le flaqueaban.
—Snelling, Snelling, Silvia...
En ese momento regresó el agente del CNI con un vaso de agua, se arrodilló y le ayudó a beber un sorbo.
—Está bien, doctor, está bien. Ahora debes descansar.
Entre él y los dos científicos lo acomodaron en un sillón de tres plazas y le dejaron reposar mientras ellos volvían a hablar de la situación de Silvia. Javier consideraba que la historia de Snelling era poco consistente y así se lo hizo saber.
—Puedo explicarle lo que quiera, excepto aquello que se inmiscuya en nuestra investigación. Me permitirá que mantenga la confidencialidad.
El agente consintió un tanto irritado, el científico lo percibía claramente en su mirada aunque aparentó no darse cuenta. Según explicó, el sistema de seguridad establecido en su empresa no permite abandonar el recinto sin una petición expresa veinticuatro horas antes y siempre y cuando esa solicitud sea aprobada. En el permiso se incluye la hora de salida, la puerta por la que se ha de acceder al exterior y el nombre de los dos miembros del servicio de seguridad que acompañan al solicitante de la autorización. El inglés añadió que Silvia había cumplido con los requisitos en todas las ocasiones en las que abandonó el laboratorio, salvo en aquella. La científica no gestionó la conformidad de salida sino que acudió a la enfermería, pasadas las doce de la mañana, para notificar al médico de guardia que se encontraba fatigada y requerir una baja temporal, pues necesitaba descansar en su apartamento. En opinión de su jefe, era una demanda poco frecuente pues los empleados con afecciones de salud son ingresados en la enfermería del laboratorio.
En cualquier caso, el médico de guardia no detectó en ella más que el cansancio acumulado tras varias semanas de trabajo intenso, y como sabía de su terquedad acerca de no desatender el proyecto juzgó pertinente tal descanso. Esta información, apuntó Snelling, la obtuvo él mismo del propio médico después de que se produjera la desaparición.
—Entonces, la dejó marchar —apuntó Javier.
El inglés lo confirmó.
—Prosiga, por favor.
El jefe de Silvia señaló a su compañero y añadió que éste podría corroborar sus palabras pues estaba al tanto de todo. Svenson lo avaló con un gesto aunque no intervino en la conversación. Después Snelling, al reanudar su relato, advirtió que tras la petición de la esposa del doctor Salvatierra, el servicio de seguridad no dispuso del tiempo indispensable para asignarle dos escoltas; por ese motivo la científica se ausentó únicamente con la compañía de un guardia de seguridad, un procedimiento un tanto irregular pero que podía admitirse si el empleado sólo iba a permanecer en casa, como era el caso. Ambos, Silvia y su acompañante, abandonaron el laboratorio y se marcharon hacia el apartamento. El escolta, dijo Snelling, esperó en la puerta del piso en todo momento y ella no abandonó el lugar hasta la mañana siguiente, que fue cuando regresó al laboratorio.
—¿Qué ocurrió el día de su desaparición?
—Trabajó con normalidad. Todos sus compañeros aseguran que no percibieron nada extraño excepto que se veía... como más relajada; yo no hablé con ella aquel día pero un par de personas me han contado que se la veía feliz... sí, dijeron feliz.
Snelling reiteró que en aquella jornada nadie observó ningún incidente digno de reseñar e indicó que, ya por la noche, sobre las diez, Arthur, un señor de setenta años encargado de la limpieza, entró en el laboratorio principal y descubrió la escena que ha provocado este revuelo: Anderson yacía en el suelo con manchas de sangre en la bata, algunos objetos habían sido derribados de sus estanterías y los cajones abiertos.
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