Adolfo Casares - La invención de Morel
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Antes no se me ocurría que un acto pudiera traerme buena o mala suerte. Ahora repito, de noche, el nombre de Faustine. Naturalmente que me gusta pronunciarlo; pero estoy angustiado de cansancio y sigo repitiéndolo (a veces tengo mareos y ansiedad de enfermo cuando me duermo).
Cuando me calme encontraré la manera de salir. Por ahora, contando lo que me ha pasado, obligo a mis pensamientos a ordenarse. Y si debo morir, comunicarán la atrocidad de mi agonía.
Ayer no hubo imágenes. Desesperado, ante secretas máquinas en reposo, tuve presentimientos de que no vería otra vez a Faustine. Pero hoy a la mañana estaba subiendo la marea. Me fui antes que aparecieran las imágenes. Vine al cuarto de máquinas, a comprenderlas (para no estar a la merced de las mareas y poder subsanar las fallas). Había pensado que si veía las máquinas ponerse en funcionamiento quizá las comprendiera o, por lo menos, pudiera sacar una orientación para estudiarlas. Esta esperanza no se cumplió.
Entré por el agujero abierto en la pared y me quedé… Estoy dejándome llevar por la emoción. Debo componer las frases. Cuando entré sentí la misma sorpresa y la misma felicidad que la primera vez. Tuve la impresión de andar por el inmóvil fondo azulado de un río. Me senté a esperar, dando la espalda a la rotura que yo había hecho (me dolía esa interrupción en la celeste continuidad de la porcelana).
Así estuve un rato, plácidamente distraído (ahora me parece inconcebible). Después las máquinas verdes empezaron a funcionar. Las comparé con la bomba de sacar agua y con los motores de luz. Las miré, las oí, las palpé con atención, de muy cerca, inútilmente. Pero, como en seguida me parecieron inabordables, quizá haya fingido la atención, como por compromiso o por vergüenza (de haberme apresurado en venir a los sótanos, de haber esperado tanto ese momento), como si alguien mirara.
En mi cansancio he vuelto a sentir agolpada la agitación. Debo reprimirla. Reprimiéndome, encontraré la manera de salir.
Cuento circunstanciadamente lo que me ha ocurrido: me volví y caminé con la vista baja. Al mirar la pared tuve la sensación de estar desorientado. Busqué el agujero que yo había hecho. No estaba.
Creí que podría ser un interesante fenómeno de óptica y di un paso de lado, para ver si continuaba. Extendí los brazos con ademán de ciego. Palpé todas las paredes. Recogí del suelo trozos de porcelana, de ladrillo, que había hecho caer al abrir el agujero. Palpé la pared en ese mismo lugar, mucho tiempo. Tuve que aceptar que se había reconstruido.
¿He podido estar fascinado con la claridad celeste del cuarto, interesado en el movimiento de los motores, como para no oír a un albañil rehaciendo la pared?
Me acerqué. Sentí la frescura de la porcelana en la oreja, y oí un silencio interminable, como si el otro lado hubiera desaparecido.
En el suelo, donde lo dejé caer al entrar la primera vez, estaba el hierro que me sirvió para romper el muro. Menos mal que no lo vieron -dije con patética ignorancia de mi situación-. Lo hubiera dejado llevar, sin darme cuenta.
Volví a juntar mi oído a ese muro que parecía final. Asegurado por el silencio, busqué el sitio de la abertura que yo había hecho y empecé a golpear (creyendo que me costaría más romper donde la mezcla era vieja). Di muchos golpes; crecía la desesperación. La porcelana, por dentro, era invulnerable. Los golpes más fuertes, más cansadores, resonaban contra su dureza y no abrían una grieta superficial ni desprendían un leve fragmento de su esmalte celeste.
Contuve los nervios. Descansé.
Acometí de nuevo, en otros sitios. Cayeron trozos de esmalte, y cuando cayeron grandes trozos de pared estuve golpeando, con los ojos nublados y con una urgencia desproporcionada al peso del hierro, hasta que la resistencia de la pared, que no disminuía proporcionalmente a la sucesión y al esfuerzo de los golpes, me arrojó al suelo, lloroso de fatiga. Primero vi, toqué los pedazos de mampostería, de un lado pulidos, del otro ásperos, terrosos; luego, en una visión tan lúcida que parecía efímera y sobrenatural, mis ojos encontraron la celeste continuidad de la porcelana, la pared indemne y toda, el cuarto cerrado.
Volví a golpear. En algunas partes saltaban pedazos de pared, que no dejaban ver ninguna cavidad ni clara ni sombría, que se reconstruían con una prontitud mayor que la de mi vista y alcanzaban, entonces, aquella dureza invulnerable que ya había encontrado en el sitio de la abertura.
Me puse a gritar "¡Socorro!", embestí algunas veces la pared y me dejé caer. Tuve una imbecilidad con llantos, con ardor húmedo en la cara. Me conmovía el pavor de estar en un sitio encantado y la revelación confusa de que lo mágico aparecía a los incrédulos como yo, intransmisible y mortal, para vengarse.
Acosado por las terribles paredes celestes, levanté los ojos al tragaluz, donde estaban interrumpidas. Vi, mucho tiempo sin entender y luego asustado, una rama de cedro que se desviaba de sí misma y se convertía en dos; después volvían las dos ramas a compenetrarse, dóciles como fantasmas, a coincidir en una sola. Dije en voz alta o pensé muy claramente: No podré salir. Estoy en un sitio encantado. Al formular esto sentí vergüenza, como un impostor que ha llevado la simulación demasiado lejos, y comprendí todo:
Estas paredes -como Faustine, Morel, los peces del acuario, uno de los soles y una de las lunas, el Tratado de Belidor- son proyecciones de las máquinas. Coinciden con las paredes hechas por los albañiles (son las mismas paredes tomadas por las máquinas y después reflejadas sobre sí mismas). En donde yo he roto o suprimido la pared primera, queda la reflejada. Como es una proyección, ningún poder es capaz de cruzarla o suprimirla (mientras funcionen los motores).
Si rompo íntegramente la primera pared, cuando los motores no funcionen este cuarto de máquinas quedará abierto, no será un cuarto, será un ángulo de otro; cuando funcionen, la pared volverá a interponerse, impenetrable.
Morel ha de haber ideado esta protección con doble muro para que ningún hombre llegue a las máquinas que mantienen su inmortalidad. Pero estudió las mareas deficientemente (sin duda en otro período solar) y creyó que la usina podría funcionar sin interrupciones. Seguramente es el inventor de la peste famosa que hasta ahora ha protegido muy bien a la isla.
Mi problema es detener los motores verdes. No ha de ser difícil encontrar la llave que los desconecte. En un día aprendí a manejar la usina de luz y la bomba de sacar agua. Salir de aquí no ha de resultarme difícil.
El tragaluz me ha salvado, o me salvará, porque no he de morir de hambre, resignado, más allá de la desesperación, saludando a lo que dejo, como ese capitán japonés, de virtuosa y burocrática agonía en un asfixiante submarino, en el fondo del mar. En el Nuevo Diario leí la carta encontrada en el submarino. El muerto saludaba al Emperador, a los ministros y, en orden jerárquico, a todos los marinos que puede enumerar mientras aguarda la asfixia. Además, anota observaciones como éstas: Ahora sangro por la nariz; me parece que los tímpanos se me han roto.
Al narrar circunstanciadamente esta acción, la he repetido. Espero no repetir su final.
Los horrores del día quedan asentados en mi diario. Escribí mucho: me parece inútil buscar inevitables analogías con los moribundos que hacen proyectos de largos futuros o que ven, en el instante de ahogarse, una minuciosa imagen de toda su vida. El momento final debe de ser atropellado, confuso; siempre estamos tan lejos que no podemos imaginar las sombras que lo enturbian. Ahora dejaré de escribir para dedicarme, serenamente, a encontrar la manera de que estos motores se detengan. Entonces la brecha se abrirá de nuevo, como ante un conjuro; si no (aunque pierda a Faustine para siempre), les daré unos golpes con el hierro, como hice con la pared, y los romperé y la brecha se abrirá como ante un conjuro y yo estaré afuera.
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